Dicen los creyentes que la confesión en cierta medida libera las culpas y que quien revela sus cuitas queda mejor preparado para enfrentar sus errores, algo similar plantean los analistas, quienes consideran que sacando las cosas feas del armario, se enfrentan mejor los retos de la vida.
Los acontecimientos políticos que se desencadenaron a partir de 1959 en
Cuba influyeron de una forma sin precedentes en lo que podemos
identificar libremente como la generación de los 60, si exceptuamos las
repercusiones que generó el acceso a la independencia.
La sociedad se escindió. El cataclismo conmovió los cimientos de las
familias y en consecuencia toda la sociedad. La política, antes repudiada por
la mayoría de la población, se empezó a llamar revolución, crudo sinónimo de
sectarismo y persecución.
La revolución estaba antes que la familia, la amistad, la fe, la profesión
y el derecho de cada quien de actuar en base a su conciencia. Gustar de otra
música, usar ropas diferentes, cuestionar una orientación u orden, era
una herejía. El
sexo se vinculó a la política. Una inclinación sexual heterodoxa era objeto de
severo castigo y de atroz discriminación.
Sin duda los más afectados fueron los jóvenes. Los patrones de conducta
cambiaron radicalmente. La sociedad fue militarizada, siendo la
juventud la más perjudicada, porque las perspectivas del nuevo régimen
para refundar el país y conservar el poder, estaban fundamentadas en la lealtad
de las nuevas generaciones.
Una riada de esa generación y siguientes, se incorporó masivamente a la vida
política nacional y procuró imponer de la forma más violenta y agresiva sus
conceptos ideológicos y político, forzando los derechos y oportunidades a
aquellos que en disfrute de un derecho natural, rechazaban el nuevo orden
o simplemente se negaban a involucrarse en el proceso.
Fueron tiempos de violencia. Los conversos no creían en el derecho de
disentir. El acoso era una práctica constante, al igual que la
discriminación por causas políticas o religiosas.
En el presente, superando los 70 años, hay quienes, por diferentes
motivos, continúan bregando a favor de una dictadura, también los que fieles a
sus convicciones rechazan un modelo de gobierno que conculca hasta los
derechos de sus partidarios, y terceros, sumidos en la frustración por el
apoyo que prestaron a una utopía que los transformó en siervos cuando creían
que eran ciudadanos.
Algunos desengañados por la esterilidad de sus servicios al régimen,
aluden que se involucraron porque querían lo mejor para el
país, sin aceptar, hay excepciones que confirman la regla, que otra vertiente
de su generación, también buscando lo mejor para el país en que habían
nacido todos, se opuso al nuevo régimen por lo que padeció ostracismo
interno, exilio, otros la prisión y muchos, menos
afortunados, la muerte en combate o ante el paredón de fusilamiento.
Mientras haya quien piense que las iniquidades están justificadas por las
convicciones, sin importar vertientes o riadas, no se está preparado para
enrumbar el país al sano equilibrio social que reclama y necesita. Al
entendimiento no se puede llegar por la amargura del fracaso ni por la euforia
del triunfo, pero menos aun con los restos de una soberbia que inmuniza ante
las penas ocasionadas al prójimo.
Cada quien tiene derecho a elegir lo que entienda pertinente, pero esa
voluntad implica responsabilidades, máxime, si de la elección se derivan
conductas que afectan la vida de los otros.
Un entendimiento sincero entre las riadas de esa generación es más
que imperativo para que ambas líneas se crucen y confundan. Ninguna de las
partes debe, independiente a los sacrificios en los que haya incurrido,
creer que su buena fe o ingenuidad, las convicciones y
la confianza en un liderazgo determinado, le confiere la facultad de afectar el
derecho del prójimo a bregar por el progreso de sus opiniones y convertir
en victimas a quienes no profesen sus ideales.
La penitencia de airear errores y aceptar responsabilidades éticas y
judiciales, de existir estas, tal vez sean la única patente que garantice la
convivencia, posibilite el renacer de la nación y el compromiso de “nunca
más” permitir que se repitan los horrores del pasado, por muy
bellas que sean las promesas y por carismáticos que sean sus cantores.
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