El peor crimen de Fidel Castro fue cerrar a sus
propios compatriotas cualquier posibilidad de progreso
LATINEWS/ABC/ISABEL SAN
SEBASTIÁN
Recuerdo una de las primeras noticias
que firmé yo en las páginas de Nacional de este periódico, a comienzos de
los noventa del siglo pasado. Se refería al cadáver de un
chico hallado en el tren de aterrizaje de un avión de Iberia
(o Cubana de Aviación, ese detalle se me ha borrado,) procedente de
La Habana. Un hecho espeluznante, difícilmente comprensible para la
joven redactora que era yo entonces, tristemente repetido en
años posteriores. El porqué de esa muerte atroz por congelación,
prácticamente un suicidio, lo entendí mucho tiempo después, cuando puse
pie en Cuba y la recorrí de este a oeste en sucesivos viajes destinados
a conocer la realidad de sus gentes. La Cuba de Fidel Castro.
Ese «paraíso» del trabajador presentado por
la izquierda europea de «chaise longue» como paradigma del éxito revolucionario. Una gigantesca prisión para millones
de ciudadanos condenados a «inventar» cada día una nueva argucia,
delictiva según la legislación vigente, a fin de sobrevivir a la
miseria imperante. La Cuba del Gran Hermano barbudo y su opresión
omnipresente.
De los incontables crímenes
cometidos por el autócrata fallecido el viernes el peor, desde mi punto de
vista, fue sin lugar a dudas cerrar a sus propios compatriotas cualquier posibilidad de progreso. Bloquearles todas las salidas.
En el legado de Fidel
Castro, ensalzado en igual medida por sectarios de su misma calaña e
ignorantes biempensantes, figuran millares de asesinatos políticos,
encarcelamientos arbitrarios, tortura, liquidación de cualquier vestigio
de democracia y aniquilación de la libertad. A sus espaldas deja una
isla empobrecida hasta límites tercermundistas donde incluso lo más básico,
como el agua corriente o la electricidad, dependen del azar del día. Pero con
ser todo eso merecedor de la más dura censura, no es comparable
al intento despiadado y sistemático de aniquilar la dignidad de
un pueblo extraordinario en más de un sentido. Un pueblo que destaca entre
todos los de su entorno por su inteligencia, su ingenio, su creatividad y la
belleza de sus gentes. Un pueblo forzado a envilecerse de mil maneras
distintas prostituyendo esos talentos naturales para arañar
unos dólares con los cuales poder comer. Un pueblo martirizado
a conciencia por el sátrapa más pagado de sí mismo que ha conocido la
historia reciente.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la
educación pública de Cuba o su sistema sanitario, ejemplares en la región.
Lo que no se añade, pese a resultar esencial para un
análisis decente, es que en 1959, cuando triunfó la
revolución castrista, la renta per cápita de la isla, su educación y
su sanidad eran superiores a las de España e infinitamente superiores a
las de cualquiera de sus vecinos. No se añade que La Habana
sigue siendo una ciudad grandiosa, sin parangón con cualquier otra en
la América hispana, pese a estar reducida prácticamente a escombros por
falta de mantenimiento. Lo era en 1959 y lo fue desde su
fundación, porque Cuba representó siempre algo muy especial en
el mundo. Se falsea deliberadamente el contexto con el propósito
desvergonzado de amnistiar, apelando a esos logros, los abusos del
dictador, que no tendrían perdón ni en el caso de que el país fuese
ese jardín del Edén que ven tantos turistas tuertos.
He olvidado el nombre del muchacho cuyo
cuerpo apareció sin vida hace cerca de treinta años, acurrucado en las
tripas de un avión al que se había subido en Cuba en un
intento suicida de escapar hacia un futuro libre. Recuerdo
con nitidez el impacto de esa noticia, retrato desgarrador de la
desesperación de un hombre.
Ojalá que, muerto Fidel, acabe de una vez
por todas las tiranías de los Castro.
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