A la memoria de Ernest Hemingway,
un escritor que nunca admiré hasta
que la nostalgia se llenó de arrugas.
El autor.
—La tierra ha temblado
bajo mi cuerpo —señaló.
—Eso mismo dice María en
el libro que estás leyendo —respondí con sorna.
— Es cierto... ¡Tembló!
—insistió.
Sin contestar me
incorporé. Ella, a medio vestir, quedó entre los arbustos.
Con el cuerpo inclinado
hacia delante recorrí la distancia que nos separaba de la cumbre.
Desde lo alto de la
colina contemplé, bajo el sol de marzo, la ciudad de tejas rojas. La lejana
fábrica de sacos echaba humo.
— ¿No vienes...? —llamé,
ansioso de compartir la brisa fresca y murmurante de la tarde.
—Me picaron las hormigas
—se quejó.
—Fue la tierra que tembló
—bromeé.
—La tierra siempre me
toca —apuntó con brillo de vida en los ojos.
—Lo sé; lo sé... —asentí
y la atraje para respirar el olor, mezcla de sudor y tierra, que de su cuerpo
emanaba.
—A veces los libros dicen
verdades —comentó.
—Hay escritores que
encierran en sus obras parte del sentir de la humanidad —aporté.
— ¿Serán felices...?
—Al menos tienen
sabiduría.
— ¿Serán felices...?
—insistió.
—Estoy seguro que no
—afirmé esta vez.
— ¿Entonces...?
—Viven para describir
momentos como el de María y Roberto...como el nuestro.
— ¿Sin conocerlos...?
—Conocen y presienten
tanto que se convierten en agoreros.
—Hablas extraño...
—Mi ciudad, tú, la tarde
y la altura lo permiten —dije sin mucha certeza.
— ¿Te sientes fuerte...?
—Quisiera detener el
tiempo —confesé.
Eres un romántico
—ironizó.
—Qué difícil es ser
humano —apunté.
—No te enfades.
—No lo estoy.... pero
duele...
— ¿Qué cosa...?
—Construir una cadena de
recuerdos que pesan como hierros.
—Vivamos este momento.
—No ves que está convirtiéndose
en pasado —manifesté.
Sin replicar caminó hasta
el borde de la ladera que contempla el estadio de béisbol.
— ¿Ya formo parte de tu
pasado...? —preguntó sin dejar de mirar para la instalación deportiva.
Lleno de contradicciones,
callé.
— ¡Contesta! —apremió,
volviendo un rostro donde los ojos, anegados en lágrimas, se fueron con el
aire.
El tiempo, amparándose en el viento, no permite que tus lágrimas lleguen a
mí, discurrí.
— ¿Qué piensas? —me trajo
a la realidad, tal vez preocupada por mi expresión.
—Estupideces; siempre
estupideces...
—Pero cortan... ¿Verdad?
—Tienen el filo de un
puñal —enjuicié.
—Que se llama tiempo
—ella completó.
— ¿Quieres algo más
implacable e hiriente? —reflexioné
inquisitivo.
—La novela; ¿en qué
termina la novela...? —dio un salto en el diálogo.
—En una sangrienta
estupidez —respondí dolido.
—No es estúpida; me la
recomendaste...
—Después de tantos
temblores de tierra y pataleos bajo un cobertor, en noches de invierno, Roberto
recibió un balazo —aclaré sin deseos.
— ¿Y María...?
—Se fue.
— ¿Lo abandonó...?
—Bueno; él estaba herido
de gravedad y prefirió cubrir la retirada de los camaradas —traté de
contemporizar.
— ¿Por qué ella no se
quedó...?
—Quizá se aferraba a sus
arrugas futuras.
—Eres cruel; cruel
contigo y los demás.
Denegué con la cabeza,
reprimiendo tantas cosas que de todas formas alguien dijo antes que yo.
— ¿Te crees un estúpido
importante...?
—Es posible —reconocí.
—Entonces, ¡rompamos el
libro! —propuso briosa.
—No lo has terminado de
leer —exclamé sorprendido.
—No importa. Él todavía
está vivo y la tierra sigue temblando.
Las primeras páginas en
volar, ladera abajo, fueron las del capítulo final. Luego las demás...
En la noche temprana, con
olor a campo, sudor y sexo en ropas y cuerpos, vueltos de espaldas a la estatua
de doña Marta Abreu de Estévez, bebíamos ron en el bar; frente al parque
Leoncio Vidal que, por reminiscencias de algo que no viví, me hacía recordar la
guerra civil que marcó nuestro siglo.
NOTA: Relato tomado de la
obra reciente de J.A. Albertini titulada "Siempre en el entonces: dos
noveletas y ocho cuentos”.
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