"Esta convicción de la imposibilidad es la que lo llevó a asumir cada escollo como parte de un legado..."
Carlos Benítez Villodres
Cuentan que Kafka, poco antes de morir, le
dijo a su médico: “Máteme, si no es usted un asesino”, y que luego agregó: “No
se vaya”. Cuando el pobre médico le respondió: “Yo no me voy”. Kafka entonces
le dijo: “Pero yo me voy”. Quienes lo conocieron divulgaron muchas situaciones
como ésta. Fueron sus biógrafos los que obligaron a asumir que la vida de Kafka
se superpuso a la obra. También su Diario, su Carta al padre, la
correspondencia con sus tristes novias, su clásica foto donde las orejas
amenazan con adelantarse a su perplejidad. El destino de Kafka, afirmaba
Borges, fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Y tal vez
ésta sea la situación más kafkiana de todas: ya no se puede olvidar de una
hipótesis tan improbable como asfixiante. Y en el principio hay una
encrucijada: Kafka nació el 3 de julio de 1883 en una Praga habitada por tres
grupos incompatibles: judíos, checos y herederos de la aristocracia austriaca
alemana. Hizo sus estudios en alemán, pero decidió aprender a hablar en checo,
dos lenguas opuestas que ni siquiera admitían traducción. ¿Era alemán,
checoslovaco o judío? ¿Tenía que escribir sus libros en checo o en alemán? El
mismo admitió: “Viví entre tres imposibilidades: la imposibilidad de no
escribir, la de escribir en alemán, la de escribir en otro idioma, la de
escribir. Era una literatura imposible por todos sus costados”.
Esta convicción
de la imposibilidad es la que lo llevó a asumir cada escollo como parte de un
legado y también de una narración. “Este ser de otra raza, de otra
configuración psíquica y onírica, observador distante y de ojos de microscopio
fue el judío checo que escribió en alemán y pensó en hebreo”, así lo define
Ezequiel Martínez Estrada.
Kafka no era un
hombre vencido; en todo caso, tenía la determinación de cumplir con todo, a la
altura de la perfección. Tal vez esta es la razón por la cual nunca se
consideró lo suficientemente apto para contraer matrimonio ni para editar los
manuscritos que iba sumando por las noches. Publicó muy poco y en su testamento
pidió el fuego para casi todo. Más que obedecer a un mandato paterno o
burocrático, se había sometido a sus propias certezas. Por eso, sus diarios,
sus cartas y sus famosas listas sobre temas íntimos son obras maestras de
afligido circunloquio no sólo con respecto a los otros, sino sobre todo a él
mismo.
El 18 de julio
de 1906, por cumplir con él y con su padre, se doctoró en jurisprudencia.
Abrazó el título junto con dos determinaciones: no
ejercer jamás como abogado y no recibir, desde ese día, un peso más de su
familia. Se concebía como escritor pero pensaba que vivir de la creación
literaria era una forma de envilecerla. La ocupación y el arte debían
permanecer completamente separados del resto. Después de dos años de penurias,
consiguió el resto: un empleo en un instituto de seguros contra accidentes de
trabajo. Fragmentos enteros de sus obras, así nos vemos obligados a pensar,
deben su atmósfera a este instituto: no sólo el Gregorio Samsa de “La
Metamorfosis”, sino el adolescente de “El fogonero”, los pacientes de “Un
médico rural”, por nombrar algunos.
La obra y la sensibilidad de Kafka son a nuestra época, ha
dicho W.H Auden, lo que Shakespeare y Dante a las suyas. Y a la distancia, en
estos cuentos, se ve claramente el existencialismo de Sartre, la angustia del
hombre moderno ante el poder omnipotente. Los jeroglíficos de Kafka han sido
leídos también como premonición de la prepotencia racista y el horror nazi que
llegó más de diez años después de su muerte. La radiografía de la burocracia
autoritaria aparece denunciada en sus obras, así como la mágica elaboración de
un lenguaje actual, es decir, un definitivo adiós a la lógica literaria del
siglo XIX.
Kafka trae consigo el silencio como respuesta a los enigmas
contemporáneos. No es “El Canto de las Sirenas”, afirma en su fábula, sino el
estarse calladas, lo que lleva la verdadera carga de iluminación y amenaza. La
única respuesta correcta no está en el habla sino en lo que no se dice. Y eso
es lo que Kafka logra siempre: dejar al lector encerrado con sus personajes,
sus situaciones y sobre todo con el silencio. Con la deliberada renuencia a
develar… ¿qué le pasa exactamente a Samsa?, ¿qué Ley es la que esperamos?, ¿qué
es lo que hace imposible vivir?, ¿por qué clase de cantores los pueblos se
dejan masacrar? Su literatura, en suma, contiene la de los escritores que
vinieron, y determina una lectura kafkiana del resto. Borges, uno de los
principales introductores de este autor en la biblioteca argentina, consideraba
a Kafka como el gran escritor clásico del siglo XX. Y tal vez así sea.
Literalmente así. Y entonces Kafka no vivió tan atormentado como quisimos
pensar, sino que fue el siglo que apareció en sus relatos y durante el cual lo
leímos, lo que nos llevó a pensar de esta manera. En el centro de un mundo
extraño, las parábolas de Kafka dejan fluir el recuerdo de una vieja esperanza
de redención. A la distancia, alguien puede recordar en sus obras al dios
ausente de la vida moderna, que de existir podría venir y salvar a los
personajes de todos estos relatos, salvar a Kafka de los numerosos callejones
sin salida que cruzaron su vida. Y dejar al lector solo en este mundo.
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