Por
Alberto Medina Mendez.
La discusión política acerca de la
celeridad de las reformas parece absolutamente interminable. La sociedad
sigue analizando si estas deberían hacerse con mayor velocidad o el ritmo
seleccionado es el adecuado.
El oficialismo y sus
seguidores más lineales sostienen que hacen lo que pueden, que su dinámica es
la única políticamente posible, que avanzan en algunos pocos temas y solo
bajo ese esquema que han implementado.
Los que gobiernan dicen que si
marcharan con mayor rapidez tendrían que pagar enormes costos sociales porque
las transformaciones que solicitan los más ortodoxos implican drásticos
recortes que son inviables hoy en día.
Defienden la estrategia que
han elegido aduciendo que recibieron el país en llamas y que lentamente están
saliendo de situaciones muy extremas, gracias a su férrea capacidad de dar
pasos cortos pero consistentes.
Recuerdan que no disponen de
mayorías parlamentarias propias como para llevar adelante las políticas que
desearían y que siempre deben negociar la gobernabilidad con otros partidos
políticos, con todo lo que eso implica.
Entienden que el cambio se ha
iniciado porque han instrumentado modificaciones en las formas, con una
estética política diferenciadora tratando de dejar atrás los patéticos
estilos autoritarios del pasado reciente.
Del otro lado del mostrador
son demasiados los que afirman que se podría hacer muchísimo más, que al
gobierno le falta el coraje imprescindible para encarar lo que resulta
imperiosamente necesario, haciendo lo correcto.
Desde estos espacios se
plantea que quienes lideran el gobierno, detrás de un discurso aparentemente
sensato, priorizan siempre lo electoral por sobre todas las cosas, con el fin
último de evitar costos políticos y no sociales.
El supuesto costo social que
se pretende esquivar se termina pagando igualmente con inflación,
endeudamiento, falta de empleo y una carga tributaria indefendible que
inexorablemente financian los más débiles.
Eliminar el endémico déficit
fiscal, disminuir el tamaño de un Estado dilapidador, derogar miles de
regulaciones inservibles, desarticular la corrupción estructural, reformar
todos los ineficaces sistemas estatales vigentes es solo una parte de
esa enorme agenda que siempre abruma.
Dilatar estas cuestiones que
requieren solución inmediata no puede ser una opción. No se trata de lo
políticamente posible, sino de lo moralmente inaceptable. Millones de
personas padecen las consecuencias de estas nefastas políticas con las que se
convive, con matices, desde hace décadas.
Son eternos los debates al
respecto. Se pueden verificar tanto en los medios de comunicación
tradicionales como en todo tipo de redes sociales y hasta en las charlas
típicas de familia o de café entre amigos.
En realidad, el problema es
que se decide ignorar una variable demasiado relevante en esta disputa, que
tiene que ver con el horizonte de referencia, con una vital variable que se
oculta deliberadamente. Se trata del “tiempo”.
Ir un poco más rápido o algo
más despacio podría ser un debate totalmente irrelevante sino fuera porque la
concepción de unos y otros también difiere respecto del plazo que se dispone
para alcanzar el objetivo compartido.
Para los que ahora gobiernan,
no hay apuro, porque el camino es suficientemente largo y entonces no existe
urgencia alguna para evaluar decisiones y calibrar la ejecución de cada uno
de los proyectos en marcha.
Los más exigentes afirman que
apostar todo el futuro de la nación a una dinámica azarosa es muy peligroso.
Cualquier suceso circunstancial local o internacional, podría tirar por la
borda lo poco que se ha hecho hasta ahora.
Arriesgarse a tener suerte es
jugar con fuego. Si este experimento político y económico sale mal, se habrá
empujado, definitivamente, a la sociedad a los brazos de un nuevo populismo
de un modo tan burdo como suicida.
Más allá de la coyuntura y de
la eventual ocurrencia un tropiezo externo de cualquier característica, lo
cierto es que no se dispone de un período infinito e inagotable, como
muchos
imaginan y vaticinan como profetas.
El dilema de tomar el camino
de la opción gradualista o girar hacia la búsqueda de políticas más enérgicas
tendría sentido si se dispusiera efectivamente de todo el tiempo del mundo.
Pero eso es una falacia.
Se está perdiendo una
oportunidad preciosa con esta ridícula polémica que olvida aspectos
esenciales y trascendentes. Los intercambios insólitos que se potencian entre
sí terminan alejando la chance de encontrar un norte.
La verdadera discusión
política debería pasar por como hacer las transformaciones con la mayor
prontitud posible. A estas alturas, la dialéctica tendría que ser
eminentemente técnica, intentando hurgar en los mecanismos más eficientes
para lograr resultados en un lapso record.
Sería saludable poner un
esfuerzo superior en construir consensos para lograr cambios con mayúsculas y
no solo para implementar estos frívolos parches que no resuelven nada
postergando los problemas indefinidamente.
Es hora de correr el eje de la
controversia de fondo. Los amantes incondicionales del gradualismo creen, en
su ingenuo optimismo, que la buena fortuna los acompañará en este
proceso y eso no es muy realista.
En vez de consumir energías en
estériles deliberaciones, hay que trabajar duro analizando políticas públicas
que se aplicaron con éxito en otras latitudes, esas que permitieron hacer
modificaciones sustentables sin las brutales consecuencias que imaginan los
eternos defensores del status quo.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario