Por Alberto Medina Méndez.
Pocos son los que están conformes
con el presente. Inclusive en los ámbitos cercanos al oficialismo se escuchan
voces discordantes que dan cuenta de cierta desilusión. La gente, por su
parte, prefiere adoptar una postura crítica pero abiertamente descomprometida
respecto de la coyuntura.
Las responsabilidades de la
política no están en discusión. Uno y cada uno de los problemas que se pueden
identificar en la cotidianeidad merecen un abordaje y son los dirigentes los
que deben abocarse a buscar soluciones.
No están allí, en esas posiciones
de poder, gracias a un azaroso sorteo, sino porque, oportunamente, ellos
mismos lo han decidido cuando se postularon para ocupar ciertos cargos y en
ese trámite lograron su cometido.
Si hoy, estando al frente del
timón, no tienen ni la capacidad suficiente para resolverlos, ni proyectos innovadores
para encarar alternativas, pues no hay forma de endilgarle culpas a terceros,
y habrá que decir entonces que esto solo sucede por negligencia, impericia o
por su propia incompetencia.
Que la enorme complejidad de los
dilemas contemporáneos es un verdadero escollo no hay duda alguna, que la
oposición siempre pondrá palos en la rueda tampoco, que ciertos intereses se
opondrán a cualquier cambio ya es indiscutible, pero nada de eso es
inesperado, sorpresivo o impensado.
Muy por el contrario, cada uno de
los inconvenientes a los que se enfrenta quien decide liderar un proceso de
transformación son absolutamente previsibles, y justamente bajo esas
circunstancias es que quien se postuló ha ofrecido a la sociedad sus
servicios para obtener inequívocas victorias.
Ningún político fue acompañado
electoralmente para garantizar que todo siga igual. Tampoco recibió votos
solo para lidiar con cuestiones simples y convertirse así en un mero
distribuidor de dádivas y prerrogativas.
Ahora bien, los ciudadanos no están
exentos de sus propias responsabilidades porque mucho, aunque no todo, de lo
que los dirigentes hacen está sustentado en demandas puntuales de grupos de
personas que presionan en una u otra dirección para obtener ventajas desde el
gobierno.
Tal vez vale la pena profundizar
en las inexplicables inconsistencias cívicas y las evidentes discordancias
para vincular esos planteos generales con lo que esas determinaciones
ocasionan en el resto del sistema lo que finalmente impacta sobre todos de
una manera impiadosa e inapelable.
No existe magia en esto de
administrar recursos. Todo lo que conlleva un costo para el Estado, en
cualquiera de sus niveles, invariablemente se paga hoy mismo o después, pero
inexorablemente tiene una repercusión directa.
La noción, casi elemental, de
restricción presupuestaria, parece no estar en el imaginario colectivo.
Cuando se reclama que el Estado debe hacerse cargo de algo, muchos creen que
eso significa que no lo paga nadie.
Los gobiernos se financian con lo
que recaudan en impuestos, es decir con esa porción del esfuerzo personal que
le han quitado previa y compulsivamente a los ciudadanos, más lo que emiten
artificialmente y también cuando apelan al perverso mecanismo del
endeudamiento.
Cada peso que gasta el Estado no
lo ha generado por si mismo, sino que son los individuos productivos que
viven en una comunidad los que han realizado previamente y con esmero la
tarea de crear esa riqueza.
Por eso es tan difícil de entender
como es posible qué la inmensa mayoría de la gente no logre conectar aspectos
concretos tan elocuentes que, en definitiva, solo son el anverso y el reverso
del mismo fenómeno.
Cuando se recita el discurso del
“Estado presente” lo que se está diciendo es que quienes gobiernan se deben
ocupar no solo de lo más elemental, es decir de la justicia y la seguridad,
sino también de la educación y la salud, pero además de infinitas situaciones
que hasta pueden parecer razonables.
Más allá del necesario debate
ideológico en torno al rol del Estado, lo que se debe discutir adicionalmente
es como sostener ese gigantesco andamiaje, siempre pesado, inmutablemente
burocrático y empíricamente ineficiente.
Es por eso qué, actualmente, más
de la mitad de lo que genera una persona productiva es capturado por las
arcas públicas para mantener en funcionamiento esas siempre “loables”
funciones que todos pretenden.
Lo paradójico es observar a
multitudes enojadas frente a las escandalosas tasas inflacionarias, a los
elevados precios de ciertos productos, a la dificultad para conseguir empleo,
a los magros salarios y a la impotencia que se deriva de trabajar tanto para
lograr tan poco.
Estos y otros genuinos enunciados
que describen parte de la realidad son solo un lado de la moneda, el de los
efectos absolutamente esperables de una serie de consignas políticas vacías
que han demostrado reiteradamente, aquí mismo y en el resto del mundo, su
estrepitoso fracaso.
La fantasía un Estado que se ocupa
de todo de la mano de una enorme presión tributaria, emitiendo dinero
espuriamente y adquiriendo deuda a mansalva es un inaceptable delirio que
trae consigo catastróficas derivaciones que no son necesarias explicitar,
porqué hoy se viven a diario.
Cuando la sociedad se enfrenta a
esta verdad, tampoco se hace cargo de la decisión de achicar gastos, de
ajustar, por antipático que suene el término, porque eso implicaría asumir el
rol de villano quitándole, a ciertos sectores, sus eternos privilegios y
entonces prefieren delegar esa labor en otros.
Va siendo hora de aceptar que allí
existe una notoria contradicción entre las ideas que la gente dice defender y
el resultado que han producido esas equivocadas visiones acerca de cómo
lograr la prosperidad y el progreso.
La inflación, el desempleo, la recesión
y la pobreza no son solo el fruto de la falta de liderazgo, de la ausencia de
coraje y de la ineptitud de muchos, sino también de una desacertada forma de
concebir la realidad que genera este escenario que tanto detestan quienes
defienden absurdas ideas.
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