sábado, 20 de octubre de 2018

MISION CUMPLIDA


"¡Que se fuera! ¡Antes de que se estropeara la carne que tanto desasosiego me causaba!¡Antes que las moscas llegaran, y hubiera que dar explicaciones..."

Por Rolando Morelli
Para Luis Cino
— ¡Díselo! —Me encargó hacer, mientras entraba como Pedro por su casa, y se sentaba a la mesa del comedor—. ¡Tú díselo..! —fue éste su único saludo. La palabra me martilló en los oídos como un disparo—. Ya te lo advertí.
Comprendí entonces que se trataba exactamente de eso que decía, de una reiteración, y de una advertencia amenazante. Me pregunté ahora qué esperaba verdaderamente de mí, y comprendí de golpe que contaba de antemano con mi complicidad y aprobación incuestionable en la preparación de su celada. Yo era un soldado a sus órdenes. Y él me había dado una orden terminante, que debía ser obedecida incuestionablemente. A lo mejor debí confrontarlo en ese momento, preguntarle de qué modo esperaba él que yo te “advirtiera” de nada cuando estabas por llegar en dos días, según anunciabas; preguntarle cómo esperaba que yo pudiera corresponder incuestionablemente a una orden insensata, hacerme su cómplice. Me di cuenta de que no había cambiado nada. Recordarás que siempre fue así. ¿Por qué había de haber cambiado? Los cambios y las transformaciones eran para otros, no para él. Seguía siendo el mismo fanático de siempre, sólo que nos habíamos acostumbrado a él, y veíamos eso como algo “normal”. ¡Estamos todos tan acostumbrados a este género de locura, que aceptábamos que formara parte de su carácter! Era congruente con él. Seguramente —nos decíamos— había nacido para mandar y ser obedecido. Siendo el mayor de siete hermanos, debió acostumbrarse muy pronto a serlo, cuando tuvo que asumir el papel del padre que había muerto. Mamá nos contaba esa historia, verdaderamente conmovida. ¿Te acuerdas? Era innegable el ascendiente que ejercía sobre cada uno de los hermanos. Creo que algunos llegaban a temerle. No era para menos. También yo, de niño, sentía miedo en su presencia.
¡Que se fuera! ¡Antes de que se estropeara la carne que tanto desasosiego me causaba! ¡Antes de que las moscas llegaran, y hubiera que dar explicaciones!
—Tú díselo… —me martillaba ahora esa frase en el cerebro, mientras lo veía allí, sentado a la mesa del comedor, esperando de mí alguna frase de confirmación, antes de marcharse por donde había venido.
Para agravar las cosas, yo mismo acababa de llegar a la casa con un cuarto de res, apenas camuflado entre unas hojas de lechuga y otras verduras que apenas si daban para esto, en la parrilla de la bicicleta. Ni tiempo de esconder la carne, de guardarla en el frío para que no se dañara había tenido, pues mi llegada coincidió con la suya. Tal vez no se tratara de una coincidencia. Consideré esta posibilidad. ¡La carne! Ese era todo mi pensamiento en el momento en que lo vi llegar. ¡Que se fuera pronto! ¡Que se fuera! ¡Antes de que se estropeara la carne que tanto desasosiego me causaba! ¡Antes de que las moscas llegaran, y hubiera que dar explicaciones! Después de todo, ya la carne había estado al sol todo el trayecto a casa, y sabe Dios desde cuándo andaba rodando por ahí, sin que apareciera el comprador.
 — ¡Vaya, “la tilapia…”! “Tilapia” fresca… —voceaba el vendedor. Yo lo conocía bien del barrio. Era un muchacho oriental, serio, de los que arañan con tal de buscárselas sin andar en marañas. Bueno, aquí todas son marañas según tú bien sabes, pero vaya, de los que no roban, ni asaltan a la gente, ni le caen a machetazos a ninguno. Ninguna de esas cosas. Las bicicletas se cruzaron, y sonriéndome me saludó con la mano, al tiempo que decía en voz baja, como si hablara en clave:
— ¡“Tilapia” de potrero, amigo! Fresquecita. Para que sus muchachos no tengan que vérselas con las espinas…
Me detuve en el acto, después de hacerle una seña cómplice. Entre tanto, hacía mis cálculos. ¡Me costó un ojo de la cara, y casi tengo que dar el otro de contra, pero qué alegría, viejo..! ¡Qué contento me puse! Hasta tuve que esconderlo un poco, no fuera que se me viera en la cara. Tú sabes que aquí la chivatería y la envidia son el pan nuestro de cada momento. ¡Y la hijaeputada, mi hermano! No podía dejar que se me jodiera la cosecha por andar anunciando agua.
¡Un palo, viejo! ¿Te imaginas? Después de mil vueltas, y de perder la mañana tratando de resolver algo para la comida de los chamacos, me encuentro por casualidad con el mago de los peces. Llegué a la casa en un pedal… ¡Y mira tú, que llegar y encontrarme nada menos que con él! Se me nubló el día en un instante.
Como te dije: ni me saludó siquiera. Venía directo a lo suyo. Se veía que venía por aquello: mi complicidad, mi aquiescencia a sus órdenes.
Él a mí “me respeta”, tuvo a bien comunicarme, por eso creyó “su deber” venir a decírmelo todo acerca de su determinación. También él estuvo en Angola cumpliendo misión, como tú a lo mejor sabes. Bueno, no sé si sabías que él también estuvo. En lo de él, claro. ¡Ni un tiro por equivocación! Ahí fue donde se ganó el último ascenso y, sin él sospecharlo, el descenso al limbo en el que ha venido a parar desde entonces. El general Ochoa desconfiaba de él con buenas razones. Cuando vino lo que vino, a pesar de sus lealtades lo pusieron en remojo, y de ahí no pasa, aunque él piense que cualquier día lo llaman de nuevo. En Angola nos vimos una vez, no sé si por casualidad, o porque él propició que así fuera. Se ofreció a traer cartas para mi mujer y mamá. Ya papá había muerto y tú te habías marchado. Respecto a eso —no hace falta que digas nada— yo sé que no fue un paseo ni mucho menos, mi hermano. Sé muy bien, o puedo imaginar, todo lo que debiste pasar cuando te arriesgaste a salir por el Mariel. He oído muchos cuentos. Por eso, también, me encojonó que él viniera de nuevo con la historieta esa que ya nadie aquí se cree. O nada más que unos cuantos verracos, o atracados como él.
Me dijo, terminante, que no descansaría hasta verte en chirona, que él sería a lo mejor el último revolucionario que quedaba junto a Fidel y a Raúl en este país.
—Díselo —la frase resonaba en mis sienes. No. No era un encargo cualquiera que me hacía—. Cuando tu hermano se fue de aquí como un traidor, juré que si por asomo nada más se le ocurriera volver aquí algún día, yo mismo lo iba a meter en un calabozo para que no saliera nunca más de él. Así que díselo en cuanto lo veas. Y que no piense en escaparse, que él ya sabe que está en nuestras manos. Él mismo se metió en la boca del lobo como mansa paloma. ¿Creía acaso que a todos se nos iba a olvidar lo que nos hizo? ¿Su traición a la Revolución? ¿A nuestra familia? ¿Y a la patria?
No tenía ningún derecho a hablar así, pero consideré ahora lo que sería lo más prudente. Lo más calmadamente que pude, aún traté de explicarle, de convencerlo de que las cosas habían cambiado mucho. Regresabas de visita a tu país, con una visa y un permiso otorgados por las autoridades, garantizando tu integridad física y tu libertad de movimientos para abandonar nuevamente el país al término de la visita. Tú nunca habías sido de inmiscuirte en nada político antes, y tampoco ahora te inmiscuirías en nada. No podía hablarse de traición a una causa que nunca habías abrazado, sino al contrario. Pero de poco valió cuanto le dijera.
Me dijo, terminante, que no descansaría hasta verte en chirona, que él sería a lo mejor el último revolucionario que quedaba junto a Fidel y a Raúl en este país, pero que no estaba dispuesto a venderse así como así. Argüí que sin órdenes de Fidel no se hallarían aquí tantos como tú para dejar sus dólares. ¿No corría el chiste ese de que los que antes gritaban “traidores” a los que se fueron por el Mariel, en verdad lo que decían era “traidólares”? Naturalmente, no le pareció nada chistoso.
— ¡Hasta tú pareces cambiado! —me previno—. Cuidado no pierdas el rumbo después de tan largo camino.
Yo estaba a punto de estallar y mandarlo al carajo, pero temí lo peor, que empezara a mover sus resortes —todavía los tenía en el aparato, no me quedaban dudas— y fuera a armarla y a crearte un problema cuando menos. Le rogué por último que no hiciera ninguna de aquellas cosas con que amenazaba, porque la más perjudicada sería a fin de cuentas su hermana, nuestra madre, cuya salud no era de primera.
Te ahorraré la respuesta que me deparó, mi hermano. Ya podrás imaginártela.
Contra mi propósito de no querer ver nunca las cosas como son, vi claro que lo suyo no tenía remedio. Alcancé a ver lo que se nos venía encima por su obstinación, y ese fanatismo irremediable, más allá de cualquier razonamiento. Tenía que hacer algo. A fin de cuentas, se trataba de ti y no de él. Tú eras mi hermano.
No pensé en ese momento con claridad lo que hacía —quiero decir, que no pudo haber un plan precedente; no hubo premeditación— y sin embargo, era como si lo hubiera planeado todo largamente. Por suerte, me hallaba solo en casa a esa hora, la mujer en el policlínico, y los muchachos en la escuela. En la cocina estábamos nada más que él y yo. Lo primero que se me ocurrió fue ofrecerle beber un vaso de ron, sabiendo que él nunca rechazaría un ofrecimiento semejante.
— ¿Habana Club?
— ¿Qué más quisiera? Te ofrezco lo que tengo.
— ¡Ah! Este también es bueno —declaró, saboreando largamente el trago de Puerto Príncipe que le había servido.
— ¿Otro? —pregunté, y sin andar esperando por su respuesta le llené nuevamente el vaso.
—No quieras emborracharme, pensando que voy a cambiar de propósito —dijo, no sé si con intención de broma. Yo estaba ya decidido a hacer algo.
Le serví un tercero y un cuarto vaso que se bebió sin paladear. Yo no le acompañaba, pero era lo mismo que si hubiera bebido. Una embriaguez semejante a la del alcohol amenazaba con apoderarse de mis sentidos, por lo que comprendí que era el momento preciso de actuar.
Mientras empinaba el quinto vaso, le hundí el cuchillo en la garganta como si se hubiera tratado de un gesto acostumbrado, familiar. No me juzgues mal, mi hermano. No soy un asesino, aunque haya matado antes, en la guerra. Aunque lo haya matado a él a sangre fría. No había alternativa.
¿Qué iba yo a andar diciéndote nada de eso, ni de nada, a ti, mi hermano? Bien que comprendí al cabo lo que tenía que hacer. No fue enseguida, porque también él era familia.
Luego procedí como si lo hubiera meditado muy bien todo. Sin sacarle el cuchillo lo arrastré hasta el excusado que queda junto al lavadero. Te acordarás que dejó de usarse cuando pudimos construir un baño como Dios manda, pero como aquí no hay alcantarillado, ha seguido usándose todos estos años como fosa de los excrementos. Cada cinco o seis años tiene que venir la Conaca con un camión cisterna para vaciar toda la mierda. Hace menos de un mes vinieron a limpiarla. Estaba muerto cuando lo bajé a la fosa. Casi no hubo reguero de sangre. La poca que se derramó conseguí limpiarla antes de que llegaran la mujer y los chamacos. ¡No sé qué hubiera hecho o dicho si llegan antes y me sorprenden en eso! Ahí se pudra el coronel Galindo, nuestro tío, sin que nadie sepa lo que verdaderamente ha sido de él. Con maña, y mucha cautela, he echado a rodar el cuento de que se escapó con otros que salieron de aquí en una balsa, que por desgracia nunca llegó a ninguna parte.
—Tú, díselo, en cuanto llegue —me encargó él. No una, sino varias veces—. Que yo mismo voy a venir por él, y me encargaré de darle la bienvenida —y no era cosa de broma, lo que se proponía hacerte.
¿Qué iba yo a andar diciéndote nada de eso, ni de nada, a ti, mi hermano? Bien que comprendí al cabo lo que tenía que hacer. No fue enseguida, porque también él era familia. Y no se mata a un hombre a sangre fría, cuanto más a un pariente. Eso sí, desde el principio estaba claro que no te diría nada de eso que él exigía que te dijera, como tampoco te diré nada de lo ocurrido con él, ni siquiera cuando te hayas marchado nuevamente, seguro que para no volver ya nunca más a este infierno, del que conseguiste escapar a tiempo. Bastará seguramente con vernos una vez más, con ver la tumba que cavamos nosotros mismos, para que no quieras regresar. ¿Quién podría reprochártelo?



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