"Al escuchar los golpes de los primeros hachazos y de las ramas cayendo abatidas al suelo..."
Ocurrió en una dorada mañana de marzo 28, de 1997 en un día de Viernes
Santo. Ya habían florecido los famosos cerezos en Washington llenando la ciudad
de un esplendor vernal digno de verse; la primavera había llegado aquí a Long
Island, con pujanza en brillante renacimiento de dramatismo cromático, cual
regalo de Natura tras el triste y algente invierno, que muchas veces por la
opacidad de sus paisajes, sume a muchos en un estado anímico soporoso y
depresivo, llamado S.A.D. (Season Afective Disorder) o desorden afectivo por la
temporada.
Acababa de pasar el equinoccio y una luminosidad transparente y una
tibieza acogedora reinaban en el ambiente. Ya habían brotado los cólquicos, los
jazmines, los nardos, los narcisos, y los tulipanes, y flotaba en el aire un
aroma de frescura y de renovación. Todo, como un milagro empezaba a reverdecer
tras un letargo de aparente muerte. Los pajarillos alborozados dejaban oír de
nuevo sus trinos cerniendo y picoteando ansiosos los tiernos y rosados
brotecillos del cerezo que cual portero fiel está entronizado en el antejardín
de mi casa, al pie de la caja postal como para saludar cotidianamente al gentil
cartero. Los tordos, los zorzales, y los petirrojos habían comenzado a aovar en
los nidos (que en casitas construidas con cortezas de árbol tengo por doquier),
y en silencios rumorosos esperaban el divino milagro de ver nacer a sus
polluelos.
Eran las diez de la mañana de aquel viernes, cuando la cuadrilla de
alegres mozos de la “Compañía Forever Spring” llegó diligente con sus máquinas
y sierras a cortar el viejo roble. Troncharon su vida cuando todavía se
empinaba altivo y orgulloso, y aún majestuoso izando las ramas que el pasado
otoño había desnudado en el deshoje de su ciclo y que ahora, inocentes,
esperaban el nuevo vestido esmeraldino de la primavera. Los muchachos cortaron
primero sus brazos que al cielo se alzaban con donaire, mientras desde mi
ventana, yo observaba con cierta pesadumbre, cómo uno a uno, se los fueron
cercenando con indiferencia e impiedad; mas pensé conciliatoria que ellos sólo
cumplían con la misión encomendada.
Al
escuchar los golpes de los primeros hachazos y de las ramas cayendo abatidas al
suelo, experimenté un raro pesar, pero me sentí aún más apesadumbrada, y casi
insensata e ingenuamente sobrecogida, cuando la sierra implacable derribó su
inmenso tronco ya desprovisto de ramaje, como degradado, indefenso y sin
dignidad. Hasta mis queridos vecinos se acercaron curiosos a presenciar con
cierto estupor, el derribo del que aún se mostraba orgulloso como el más
pujante árbol del entorno. Parecía
como si le estuvieran quitando la vida a alguien que en su plenitud aún quería
vivir. Vislumbré, casi horrorizada, la tala de este amado árbol asociado a
tantos recuerdos de mi vida (aquí en esta acogedora y amada tierra newyorkina),
que en una retrospectiva desfilaron con
cierta melancolía por mi lienzo memorioso; y aunque yo había determinado
cortarlo por razones de seguridad de mi casa, sentí su derribo como un acto
abominable, agresivo y violento que mi viejo roble recibía inmerecidamente,
inerme y silencioso.
Visualicé entonces con dolor y conmiseración
casi crísticas, el fatídico momento en el cual con crueldad felina, se priva de
la vida a un ser humano, o en el caso dado en el que como en un libamen de
sangre, bárbaramente se aplica la pena
capital (que aún se perpetúa pese a que estamos viviendo en una época de
admirables progresos culturales y de toda índole; progresos que se supone vayan
en pro del entendimiento y del mejoramiento humano).
Como era Viernes Santo y me aprestaba a atender el servicio religioso de
recogimiento al que tengo por costumbre asistir cada año (en el templo de St.
Frances de Chantal localizado en la avenida Wantagh del pueblo vecino del mismo
nombre), asocié el acto de la tala de mi árbol, con el cruento en que la ciega humanidad, segó la vida de Jesucristo
cuando aún estaba en plena juventud y quien en el momento supremo de su
angustiosa muerte, clamó al cielo con las palabras deprecatorias: “¡Elí, Elí,
¿lama sabactani?” (Mt. 27-46), que traducidas significan: ¡Dios mío, Dios mío!
¿Por qué me has desamparado?
Por
otra parte, en aquella retrospectiva de sentimientos en conflicto, recordé con
cierta melancolía y nostalgia, cuando veinte años atrás (y llena de emoción, en
compañía de mi esposo, y de nuestros cuatro alborozados hijos -que aún eran
unos chiquillos-), había plantado con amor aquel fresco árbol en la esquina de
mi jardín donde lo habíamos visto crecer frondoso y con feracidad. Por su
parte, mi ahora viejo roble, también airoso como un noble guardián había visto
crecer a mis retoños. Mas a pesar de que aún se erguía altivo y lujuriante y
hacia el azurado cielo se empinaba como en un anhelo arcano de tocar las
estrellas, ahora en un mutismo
impotentemente resignado, recibía una muerte sorpresiva: se le truncaba la vida
con tajos aleves y certeros bajo el temor
y la aprensión de sus dueños de que pronto sería un árbol más añoso,
ruinoso, rugoso, agrietado y sin follaje y por consiguiente, una amenaza de que
quizás pudiera derrumbarse sobre la casa en las tempestades del estío, o en los
vendavales del otoño.
Es
de anotar que días antes, habían pasado -como de costumbre-, los empleados
gubernamentales de mantenimiento y ornato (de este mi amado pueblo de Levittown
de Long Island en donde he estado afincada por casi siete lustros), cortando
las ramas de los árboles viejos, a fin de que no interfirieran con el tendido
de cables de la red eléctrica, y/o, plantando en su lugar otros nuevos en las
verdes fajas que bordean las calzadas.
Una
extraña melancolía de sentimientos dispersos y ambibalentes, navegó en los
latidos de mi corazón transverberado al recordar que hasta ellos, respetando la
imponente majestuosidad de este mi bello roble, no habían plantado cerca de él,
árbol alguno aquel día de su ronda de arborización. Vino a mi mente con
admiración, el simbólico acto instaurado
en mi adorado país natal Colombia, de plantar un árbol en nombre de alguien que
fallece, en lugar de enviar coronas a los dolientes, como ha sido la costumbre.
Esto no sólo es una demostración de afecto y de aprecio hacia los deudos, sino
también una bella manera de recordar al difunto, en un tributo místico, sublime
y noble hacia el tesoro de la madre tierra a cuyo seno han regresado sus despojos físicos.
No
se le permitió al viejo roble echar de nuevo su ramaje (en la primavera que
apenas comenzaba), que nutrido con la esperanzadora savia, sabía, le hubiese
dado vida para retoñecer. Los pajarillos vocingleros no volverían a anidar
amorosos ni a cerner en holgorio flirteante entre sus acogedores brazos
esmeraldinos; su generosa sombra no volvería a amparar con su frescura a los
vehículos que en el sofocante estío, eran estacionados allí cerca; su dorado
follaje no adornaría más el paisaje autumnal...
2
Conciliatoriamente, y buscando indulgente una razón que justificara aún
más mi decisión de cortar mi viejo roble, acudí a la reflexión de que la vida
es un ciclo (“sólo estamos girando en la misma constante disfrazada de cambio”,
como lo expreso en el poema “Confusión” de mi libro “Poemas en mi Red”. 1992
Plaza & Janes), y que todo tiene su tiempo, como dice el Eclesiastés.
Entonces tratando de acallar mi tardía conmiseración, pensé con indulgente
filosofía: “Ya mi viejo roble cumplió casi su misión y pronto su piel se
agrietará dejando al descubierto su noble carne, que cansada llorará lágrimas
resineras; prefiero guardar en mi recuerdo la imagen de un lozano y pujante
árbol.” Mas a pesar de todo, como un niño que se consuela con su chupete, mas
con melancolía un tanto pueril y ya contradictoria, me dije dolida al escuchar
cual un rugido de dolor, el crujiente estrépito del estropicio del tronco al
caer derribado: “Si a mi viejo roble le hubieran dejado siquiera un muñón, él
alampado por vivir, en recia exuberancia, con tesón y bravura, hubiera echado
fértiles serpollos…” Pero mi viejo amigo había sido, descuajado, talado a flor
de tierra, y aún sus fuertes raíces habían sido removidas de la entraña amorosa
y maternal que lo había abrigado por tantos años… De mi noble amigo sólo
quedaba allí en su lugar de sacrificio, su ripio como cofre cinerario, ripio
que más tarde serviría de abono y de alimento, como recursos de reciclaje que
la madre natura emplea en su cíclico vivir.
Allí en la esquina ahora vacía, en donde mi viejo roble se había
levantado como un airoso monolito, más adelante como en un acto de consolación
e ingenuo desagravio a la amorosa tierra de su habitáculo, yo hice un jardín
lapidario más no triste, para atraer mariposas y pajarillos. Así pues planté
caléndulas, susanas, girasoles, minutisas, ásteres, lirios y lavandas.
Como dato curioso he de decir, que al extender al jefe de los jardineros
de “Forever Spring” los 300 dólares por su trabajo de tala ( lo cual deploraron
mis hijos al darse cuenta, y que para mí fue como “un arboricidio”), aquel
marzal día me sentí como Judas cuando desesperado, devolvió a los Sumos
Sacerdotes las treinta monedas de plata que recibiera en pago por entregar en
un acto traidor al Nazareno su Divino Maestro, y con las cuales ellos más tarde
compraron el Campo del Alfarero (llamado Campo de Sangre por el triste
simbolismo), sitio que posteriormente fue usado como lugar de sepultura para
forasteros.
¡Esta es la historia de…Mi viejo roble!
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