"No obstante, no hay causa que justifique la su,mision e histeria colectiva de una parte de la sociedad ante el mandato del nuevo régimen..."
Cuando se medita
sobre la historia reciente de Cuba es obligatorio pensar sobre la extrema
facilidad con la que el liderazgo castrista pudo infiltrar la conciencia
individual y colectiva de un sector importante de la nación cubana.
Que motivó que un
sector significativo de la sociedad cubana se identificara plenamente con la
personalidad de Fidel Castro, quien a su vez pretendía encarnar las más puras
ambiciones de la nación, aun mas, cuáles fueron las motivaciones para que
muchos de los líderes políticos, sociales y empresariales, además de numerosos
intelectuales, perdieran su identidad ante el caudillo y se sumaran ciegamente
a sus propuestas, máxime, cuando no pocos de ellos le conocían y sabían de su
historial de pandillero y su inclinación a imponer su voluntad por medio de la
fuerza.
Tal vez el que
Castro se convirtiera en una especie de predestinado fue debido a que en aquellos momentos
históricos el ciudadano promedio estaba desalentado. Frustrado en sus proyectos
como persona y nación, consecuencia de los malos manejos gubernamentales que
hacían que el individuo estuviese maduro para un redentor que hiciera purgar
los errores y horrores de los que con vileza habían mancillado la República.
No obstante, no
hay causa que justifique la sumisión e histeria colectiva de una parte de la
sociedad ante el mandato del nuevo régimen. Cierto que las masas enfurecidas
que cumplían ciegamente las consignas oficiales y que sádicamente acosaban y
discriminaban de diferentes maneras a quienes osaban discrepar, eran las victimas más sufridas de las
arbitrariedades de la República, sin embargo, durante esa República vituperada
por el castrismo nunca fueron objeto de los abusos que cometían en nombre de la
Revolución y en agradecimiento a las promesas de "Pan con Libertad",
cuando ya se apreciaba que el pan estaba en falta y la libertad profundamente sepultada.
Empero el rasero
con el que se analizaría históricamente la conducta de las clases populares
durante el azaroso 1959, no es válido
para medir la gestión de aquellos que callaron o participaron en los asuntos nacionales, de los que se
prestaron y facilitaron a la mistificación de un individuo y su entorno,
participando en los crímenes y abusos que desmontaron el quebrantado estado de
derecho para imponer un régimen totalitario.
Figuras importantes
de carácter nacional de aquellos años, fuera por miopía política u oportunismo,
permitieron que Fidel Castro decidiera unilateralmente sobre asuntos que
concernían a la nación. Se apreció que la clase dirigente y la población
beatificaban un individuo que inexplicablemente era situado por encima del bien y del mal.
Aquello tuvo mucho
de contemplación religiosa, de convencimiento de que el sufrimiento ajeno
purificaría a todos los que se sumaran a la Propuesta. El caudillo era
trasformado por la devoción ciega de sus seguidores en un redentor, asumía como
una especie de trinidad en su persona,
los conceptos de Patria, Nación y la nueva entelequia llamada Revolución.
Todos le
concedieron tiempo suficiente al Redentor para que afirmara y acrecentara el
mito, mientras los seguidores más fieles de la secta construían el mecanismo
necesario sobre el cual funcionaría el régimen al menos por los siguientes
sesenta años.
Por iniquidad,
oportunismo o conversión sincera, fueron muchos los políticos, empresarios,
intelectuales, profesionales, personalidades del arte y dirigentes de todo tipo
que, junto a una mayoría ciudadana, cedieron sus espacios en la sociedad
nacional prescindiendo de sus capacidades críticas y acatando sin objeciones al
redentor que nunca despreció la oportunidad de acrecentar su poder y usarlo con
la crudeza que entendiera conveniente.
Es evidente que el
proyecto se instrumentó sobre una liturgia que acariciaba la imaginación y
hacía creer a todos que eran protagonistas en base a lo cual disponían de la
facultad de decidir sobre el futuro, además es apropiado reconocer que el
tiempo fue oportuno para el imaginario de un sector de la sociedad, Navida año nuevo y los Reyes Magos, representados
en unos justicieros y harapientos monjes que habían bajado de la Sierra en los
días navideños.
Extraordinaria escenografía.
El espectáculo fue casi religiosos con la particularidad de que un pueblo que
no era particularmente devoto se prestó ciegamente para la crucifixión a la que
fue sometido, a la vez que se dispuso a excomulgar y lapidar a quienes se
atrevieran a dudar de la nueva era.
Se inauguró un tiempo
nuevo con todo lo que esto implica de sectarismo e intolerancia. Las familias
se dividieron, mientras, los extremistas, hacían cosecha con la persecución
indiscriminada de los no conversos. Anatemas, ofrendas y nuevos mandamientos
aparecieron con los inaugurados dioses y pontífices que también eran intocables
y omnipotentes.
La Nueva Era se distinguía
del pasado porque la Nación cobraba aire de templo. Los flamantes líderes, al
igual que sus dioses, eran infalibles, se conformó una especie de Olimpo integrado
por los jerarcas de la revolución y se construyó un Panteón con los caídos
durante la lucha por el Poder en el cual
reinaba Camilo Cienfuegos, otro verdugo con aires de santidad.
El simbolismo que
alienó a la nación estaría vinculado a los oportunos Doce, que supuestamente
sobrevivieron con el líder la quimérica epopeya de la Sierra Maestra. El falso
mesías jugaba con palomas mientras se fusilaba y encarcelaba sin compasión
alguna.
Los fieles más
estúpidos, fueron muchos, clamaban que Castro era la imagen materializada de
Jesús y la revista Bohemia, la más prestigiosa del país, se prestó al mito de
que la gesta se había cumplido con la vida de 20,000 cubanos asesinados por la
dictadura depuesta, a la vez que en la portada de una de sus ediciones, se
permitía sugerir la aproximación entre la figura de Fidel Castro y la de
Jesucristo.
El montaje de
aquella epifanía herética, superaba con creces el famoso e incomprensible poder
mágico del agua de Clavelito y la Estigmatizada, dos personajes que atraían la
opinión pública de la época. Las atracciones populares fueron sustituidas, las
costumbres cambiadas y hasta los patrones de modas y conductas resultaron
seriamente alterados, pero lo más execrable fue
la campaña denigratoria de los paradigmas nacionales, el cuestionamiento
ético a la mayoría de los patricios y
hasta el intento de cambiar algunos de los símbolos patrios, como la bandera
nacional, acusando a sus creadores de haber sido anexionistas.
Los salvadores
recién llegados idearon una estrategia para recrear el pasado, ensamblar un presente
que reclamaba un liderazgo de absoluto poderío y así construir un futuro que los eternizara con
el bastón de mando. La magia fue tan grande que la sensación de protagonismo
popular se acrecentaba cada día, se formó
el encantamiento suficiente para una seducción masiva que hacía creer a
cada hechizado que él era el único protagonista en cada acontecimiento
nacional.
Surgieron
santuarios, ritos y cosas sagradas y como contraparte una herejía, en su
mayoría miembros de las huestes de los supuestos salvadores, que desde los
albores del triunfo insurreccional denunció el rumbo comunista del nuevo
proyecto. Fueron mujeres y hombres que a pesar de la frustración asumieron el
compromiso de rectificar un proceso en el cual habían creído profundamente.
Ellos, con estoicismo heroico, poblaron las prisiones, o estrenaron, una novedosa forma de crucifixión que fueron
los paredones de fusilamiento.
Sin embargo, tal
parece que un sector del país necesitaba un sueño, una quimera, y se sumaron, ciega y obedientemente a la nueva era, a pesar
de que eran de conocimiento público las ejecuciones, las violaciones a los
derechos ciudadanos, las confiscaciones y el sectarismo.
La mayoría de la ciudadanía compró el sueño sin atisbo de crítica. Lo
interesante es que las promesas no eran novedosas. Viejos y repudiados
políticos habían utilizado los mismos dichos sin poder conmover un sector importante
de la nación. Nación que se caracterizaba por su escepticismo y desconfianza,
la burla y choteo hacia todos los que se presentaban como salvadores. Un pueblo
particularmente individualista, hipercrítico, con una enfermiza inclinación a ridiculizar a los
héroes más venerados sin que esto implicase el irrespeto a su gesta.
El cubano por lo
regular rendía culto a la obra y no a su hacedor. Tenía sus caciques, sus
líderes, pero estaba consciente de la falibilidad humana y aunque la
justificase no intentaba ocultarla. Pero en esta ocasión todo parece indicar
que se conjugaron el sincretismo religioso y factores ancestrales de nuestra
cultura, con un conjunto de fenómenos propios del mundo moderno bien nutrido de quimeras
ideológicas conjugadas con realidades políticas de la mitad de siglo XX. Sin
embargo, en honor a la verdad, esto es una suma de especulaciones porque las
razones para las nuevas ocurrencias, sin precedentes en el panorama nacional,
permanecen sin explicación.
Muchos se
convencieron que estaban haciendo historia. El caudillo manipuló hábilmente las
ambiciones personales de sus seguidores. Los más avispados se convirtieron en
presidentes de la cuadra en la que residían con poder para intimidar a los
individuos más notables del área, también sujetos anodinos, semi analfabetos,
se estrenaron como administrador de empresas o funcionarios de organismos gubernamentales,
a fin de cuentas era lo mismo, todos tenían
la capacidad para tomar decisiones substanciales sin que importara el resultado
de sus gestiones, la clave para el éxito o fracaso radicaba en la militancia,
una vez más lo importante era ser fiel al Comandante en Jefe, los derechos de
los abusados no les importaban a nadie y la ruina económica a la que se dirigía
el país menos todavía.
La trinidad
castrista creo numerosos organismos de masas al servicio del régimen que al
igual que otras tantas empresas y establecimientos confiscados requerían de
"cuadros", funcionarios incondicionales
que asumieran puestos de dirección, cuyo único mérito requerido era
instrumentar ciegamente las disposiciones del nuevo orden.
Según transcurrió
el tiempo los fracasos se acumularon. Las consecuencias de la suma de los
errores ha sido la factura de miseria espiritual y material que han pagado por
décadas los cubanos de a pie.
Es difícil
entender qué por la sola voluntad de un individuo y sus fieles seguidores, analfabetas y letrados, participaran en crímenes morales y físicos para
construir una Utopía que se apreciaba estaba repleta de fisuras que auguraban
su destrucción. Es incomprensible que tantas personas aptas para percatarse de
la decadencia del país, aceptaran seguir trabajando a favor de su propia
destrucción.
Sorprende la
habilidad con la que Fidel Castro supo interpretar los defectos de carácter y
formación del pueblo cubano. Castro era un individuo de historia turbulenta, de
claros antecedentes pandilleros, sin vida laboral que lo acreditase, sin
valores familiares que le distinguieran y de un constante y conocido
oportunismo político, pero aun así pudo
seducir a un amplio sector de la elite moral de la sociedad cubana, además del
pueblo llano.
El mito fue tan gigantesco
que generó una nueva realidad. Paulatinamente la doble moral hizo presa de la
ciudadanía. Se convirtió en hábito expresar ideas y sentimientos contrarios al pensamiento real. La delación se transformó en virtud
ciudadana y los calificativos
denigratorios para quien no pensara acorde al Proyecto eran obligatorios si se
quería mantener la imagen del buen revolucionario.
El caudillo se
ganó a la gente, sintetizó sueños y promesas. Con lenguaje popular, costumbre
de vecino humilde, promesas infinitas y un tuteo personal que le hacía fieles
seguidores, fue tendiendo una red donde los incautos cayeron voluntariamente y
los rebeldes fueron atrapados sin piedad.
Lo que ocurrió en
Cuba durante el primer año de la nueva era fue una ascensión plena de
misticismo. Repleta de entusiasmo y espontaneidad. Un sector del país no sólo
le entregó al máximo líder el poder político, sino que lo estimuló a que
personificase la nación y su destino. Aceptaron su voluntad como un mandato
final, confiando que el hombre nuevo prometido los redimiría a todos de las
vilezas que estaban cometiendo.
Llegó el momento
en el que el Bien y el Mal dejaron de estar representados por conceptos
abstractos reconocidos por todos, para encasillarse en la variabilidad de
juicios del cofrade mayor.
El pecado ahora
tendría un rápido castigo y la sumisión un pronto premio. Las sentencias se
impartirían en la inmediata tierra, por lo que era posible ver quienes tendrían
como destino el Infierno o el Paraíso, y en qué consistían éstos.
La devoción atroz
con la que se aceptó aquel alumbramiento tenebroso dio origen a un
fundamentalismo donde lo más importante no era la doctrina acogida sino el
individuo que la representaba. Lo importante no era la Religión que como corriente
tenía un curso previsible, sino el Dios que apresó a la nación, escindiéndola
en fervorosos y atormentados.
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