"Creo que todos somos actors en la vida real y cotidiana..."
Por karla Barro.
¡Hola!..., es un placer volver con ustedes, estimados y
asiduos lectores de ‘ENFOQUE 3’, en este otoñal mes de Noviembre, temporada que me encanta, porque también
celebro felizmente, el día 20, un nuevo cumpleaños.
Como de costumbre, amigos, viajaremos todos en nuestro
mágico Tranvía amarillo, aunque
como ya hemos dado suficientes vueltas al mundo en los meses pasados visitando
80 Teatros, ahora vamos a dar un paseíto
divertido por Miami, y así también
aprovecho para contarles cosas
que ustedes desconocen de mi vida aventurera y teatrera.
Creo que todos somos actores en la vida real y
cotidiana, ¿no? Aunque a menudo las
circunstancias dadas limitan y canalizan los recursos intelectuales de una
persona. En realidad esto será mi ‘De Profundis’ o ‘Secretas
Confesiones’. Les cuento: yo,
desde muy pequeña, quería ser payasa, pero mi madre ponía el grito en el cielo para que yo
olvidara esa divina afición, pues a ella le parecía algo descabellado. Por
ello, me compró un piano, que yo aporreaba cada día…, horas y horas…, así,
durante ocho años. Todo lo que estudié en un Conservatorio de Música en La
Habana, no sólo hizo, que al crecer, amara la música con fervor, sino también
me fue útil más tarde para musicalizar
mis propios montajes de escena y poder valorar,
discretamente, los Musicales y el trabajo junto a los Directores de Orquesta. También, aún muy joven, pero ya precozmente
casada y con dos hijos, a los 20 años, obtuve una beca de Arte Dramático, donde
estudié Interpretación y todas las asignaturas que conciernen a la Formación
Actoral: Caracterización y Maquillaje, Historia del Traje, Teoría Literaria,
Historia del Teatro, Expresión Corporal, Historia del Arte, Dramaturgia, Voz y
Dicción, Crítica Teatral, etc.
Llegada ahí, ocurrió la inevitable
catástrofe, al descubrir con auténtico dolor que, a pesar de mi frenética
vocación actoral y adorar la historia de dos monstruos sagrados: las icónicas
actrices Sarah Bernhardt
y Eleonora Duse, mis ídolos de entonces, yo carecía del
talento necesario para ser actriz, sin duda, la profesión más difícil y hermosa
que existe.
Desolada, vagabundeé un tiempo por mi entorno, viviendo sin vivir
en mí, en un estado de completa inestabilidad y apatía. No comía, no dormía, ni
jugaba con mis hijos pequeños, ni tenía el cuerpo para hacer el amor. ¡Una total
calamidad de difícil explicación! ¡Tremendo trance! ¡Cómo si se acabara el
mundo! Entonces, sin poder tampoco vivir lejos del Teatro, con una buena dosis
de determinación, pensé en
trabajar allí en lo que fuera necesario: taquillera, acomodadora, telonera,
señora de la limpieza, utilera, sonidista, tramoyista, apuntadora, portera…. Y
comencé a hacer trabajos voluntarios en el Grupo de Teatro de Aficionados del
Banco Nacional de Cuba, que estaba en La Habana Vieja. Me gustaba el ambiente, me hacía sentir mejor
persona, me divertían las pequeñas obras, pero sobre todo los ensayos, algo
torpes, en los que yo intentaba aprenderlo
todo, convirtiéndome en una esponja, e intentando ser útil, tomar
parte en lo que hiciera falta: copiando a máquina los textos para actores y
técnicos, haciendo de apuntadora y también aprendiendo a hacer los efectos de
sonido (los truenos, la lluvia, los relinchos, ladridos, cacareos, el chirrido
de las bisagras de las puertas…), también
consiguiendo o inventando cosas para el decorado, las utilerías, el
vestuario y algunas veces, a pesar del miedo escénico, hasta actuando malamente
si había que sustituir alguno de los actores que faltara a los ensayos.
Representábamos en los parques, o haciendo
Teatro de Calle y muchas veces, en tiempos de la zafra, íbamos a lugares
lejanos, en el campo, donde se cortaba la caña de azúcar y muchos de los
pobladores en su vida, jamás habían visto una obra de teatro en vivo. Al finalizar las funciones, cuando ya nos
íbamos, los niños y hasta los viejos
campesinos, corrían detrás de nuestro
viejo camión, diciéndonos adiós, felices, riéndose de lo lindo y gritándonos
por el nombre de los personajes de unos divertidos entremeses de Cervantes, que
les habíamos representado con gran
satisfacción: ¡Repollo…, Panduro…, Pedro
Estornudo…, Rana…, Jarrete…! Creo
que ese maravilloso público nos recordaría por largo tiempo. Nosotros a ellos
también…, toda la vida! Yo jamás los
he olvidado, pues fue sin duda, una inolvidable y gratificante experiencia, un
orgullo total. ¡Ahhhh!...
Y fue entonces, cuando ocurrió el milagro: me
enteré por casualidad, del comienzo de un curso de Dirección de Escena, que
ofrecían en la Casa del Teatro del Vedado.
Me presenté al casting, pasé las pruebas de ingreso, me aceptaron y allí
mismo, al poco tiempo, reviví, estudiando a fondo teorías y prácticas del
Método Brechtiano, que ni imaginaba, pues en la escuela de Arte Dramático sólo
nos habían enseñado el Método de Constantin Stanislavsky. En el curso tuvimos dos estupendos profesores de Dramaturgia y Dirección
de Escena: Virginia Gruter y Néstor Raimondi, antiguos alumnos del Berliner
Ensemble, el teatro del genial Bertolt Brecht, en Alemania. Al terminar el
magistral curso, me di cuenta de pronto
de algo. Fue como un resplandor interno,
un relámpago, una ‘anagnorisis’ o
descubrimiento:¡yo era un ‘animal’ de teatro y podía llegar a ser Directora de Teatro….y no muy
mala! Esto fue como cuando descubrí de
pequeña, que los niños no venían de París,
ni los traían las cigueñas; o que
había una extraña ‘regla’ al mes, sólo para las hembritas; o el miedo, al
conocer la triste fugacidad de la vida, siendo
aún adolescente, al quedarme huérfana de padre y madre, ambos en la misma semana, por causa de
enfermedades incurables. Ese terrible
hecho me curtió para siempre. ¡Fue un desafío de la vida misma!
Entonces,
luego, fue allí, en la Casa del Teatro, representando en mi examen
final, la primera escena de la pieza “Arroz
para el Octavo Ejército” de B.Brecht, cuando los exigentes profesores
quedaron sor-prendidos y muy satisfechos con la ‘mini-puesta en escena’-
que presenté bajo el nuevo conocimiento
del Método de Dirección de Bertolt
Brecht. Sus críticas fueron tan excelentes que después, los compa-ñeros del curso me miraban con
otros ojos y me felicitaban efusivamente, como si me hubiera nomi-nado para un
Oscar en Hollywood.
Fue algo así como cuando los
toreros, por primera vez en el ruedo, vencen a su toro bravío y el público saca
sus pañuelos blancos, para que el jurado les otorgue el rabo y las dos
orejas. ¡No podía creérmelo! Sentí un hormigueo - como de hormigas locas- desde el occipucio
hasta las choquezuelas, atravesando el ‘huesito de la alegría’. Entonces,
aquella calurosa y ventosa mañana de
1962, sencillamente decidí, sin vuelta atrás, que sería Directora de Teatro, durante el resto de mi vida. ¡Y amén! Bueno, queridos asiduos lectores de ‘Enfoque 3’, esa ya es otra historia, que huele un poco a
chamusquina, pero que les contaré en el
próximo número con todo placer. Y de
estas ‘Confesiones’, por favor, ni
una palabra a nadie, ¿eh? Sólo podrán
enterarse los que lean cada mes
nuestro “ENCUENTRO 3”, que es un privilegio y un regalo
literario ¡fuera de serie!
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