El Mariel, la historia no contadaEl verdadero perfil de esos días de abril a junio de 1980, no se concibe de manera integral si no se incorporan al registro existente incontables testimonios que corresponden a lo ocurrido en la Cuba profunda
MIAMI, Estados Unidos. – Entre las
innumerables conmemoraciones y eventos, bien descarrilados o forzados a la
posposición por causa de la pandemia del
virus de Wuhan, cuyos estragos enfrentamos, ha debido aplazarse la celebración
de numerosos programas relacionados con la conmemoración del cuarenta
aniversario del “fenómeno” Mariel.
Entre las actividades previstas
podríamos citar el lanzamiento del Dossier Carlos Victoria, a cargo de las
Ediciones La gota de agua, que será presentado en fecha aún no determinada
durante “Los viernes de tertulia” que conduce el escritor, poeta y periodista
Luis de la Paz en la sede del ballet de Miami; la puesta en escena de la obra “¡Sin
quejas ni lamentaciones!” de Rolando Morelli, autor de estas líneas, en el
“American Museum of the Cuban Diaspora”, también en Miami, y varias lecturas de
poemas y relatos en el mismo escenario miamense.
Es natural que todas estas celebraciones
coincidan en un mismo ámbito, puesto que en él residen el mayor número de
cubanos del exilio, entre ellos, muchos de los llamados “marielitos” de ayer.
Por iguales o parecidas causas, me parece, cuando se habla de los sucesos del
Mariel en su origen, las referencias a lo ocurrido se constriñen a la capital
de Cuba, donde concurren como en un embudo todos los puntos de la geografía
nacional. Afirmar esto es reconocer un hecho no demasiado nuevo, pero
“ignorado” en su significación.
Ya en mi temprana juventud decíamos sin
reparar mientes en la implicación del fenómeno: “todo lo que no es La Habana es
césped” a lo que algunos agregaban “sin recortar”. Posiblemente hubiera otras
variantes de esta declaración. En fin, que nuestra capital terminaría por “no
aguantar más” y reventar por las costuras. En realidad, mucho antes de que Juan
Formell se hiciera eco del fenómeno, ya la ciudad de La Habana había llegado a
un tope de superpoblación en el que mucha gente no tenía donde vivir, y se las
arreglaba peor que otros a quienes la categoría de estar mal les quedaba corta.
Los orientales no eran todavía “los palestinos” que llegarían a ser menos
de una década después, pero eran ya los pre-apestados “invasores” que “se
querían coger la Habana para ellos solos”, expresión ésta que circulaba
entonces, como se afianzó decir después y ha sido moneda de cambio de las
autoridades para justificar el decreto por el cual a los no nacidos en La
Habana, salvo excepciones conocidas y otras toleradas por los mismos, no se les
permite residir en la capital.
Observo que, en mi condición de
“provinciano”, nunca conseguí establecerme en La Habana por más gestiones que
hice, y debí conformarme con verdaderas escapadas de fines de semana y durante
períodos vacacionales en los que, generalmente, me hospedaba con parientes,
amigos cercanos nacidos y residentes en la capital, o en hoteluchos de mala
muerte, como el desaparecido San Carlos, que no estaban en capacidad de alojar
viajeros internacionales. Aun así, era preciso disponer de alguna “justificación”
que se estimara legítima para ocupar una habitación de esta categoría ínfima, y
las visitas a las casas de parientes o amigos, eran fiscalizadas abierta o
encubiertamente por los Comités de Defensa de la
Revolución”.
¿Quiénes éramos? ¿Qué buscábamos o
hacíamos en la capital? ¿Qué relación nos unía a nuestros anfitriones? Las
interrogantes lo mismo se dirigían a quienes nos alojaban como a nosotros
mismos. Vivíamos la asfixia, pero creíamos respirar. Algunos de estos
procedimientos se nos antojaban incluso algo “normal”. ¡La Habana era después
de todo La Habana! El interior del país era aún peor. La camisa de fuerza menos
disimulada. Sí, Cuba era dos repúblicas o muchas a la vez. Y no es lo mismo la
capital que el interior. En esencia esto no ha cambiado.
Es mucho más fácil represaliar y oprimir
con absoluta impunidad a la población que no cuenta con la atención de posibles
ojos y oídos de cuerpos diplomáticos e incluso de algún visitante extranjero.
La capital es la cabeza del país (algo más parecido a una cabeza olmeca que a
una cabeza de tamaño natural) sostenida sobre un cuerpecito de alfeñique al que
se le propinan toda suerte de palizas. Un cuerpo lleno de mataduras, al que se
azota para que no se eche al suelo.
Muchos de quienes salieron por el
Mariel, procedían del interior del país, bien porque se hubiesen asentado antes
del Decreto-Ley que vino después, bien porque se arriesgaron a hacer antes que
la del Mariel-Cayo Hueso, la travesía
terrible que en muchos casos fue llegar de sus respectivas provincias a La
Habana. Poco se ha hablado, creo, de esos desplazamientos y de la suerte
corrida en muchos casos por quienes se jugaron todo al albur de la suerte para
llegar, antes a La Habana, y después, al exilio.
Durante una visita que hice a mis
padres, dieciséis años después de haber salido (cuando me lo permitió el estado
cubano apremiado por la necesidad de divisas) se me acercó una señora a quien
conocía, a preguntarme ansiosamente por el destino de su hijo —dando por
sentado que yo podría saberlo— que había sido detenido en mayo de 1980 antes de
llegar a La Habana por las autoridades castristas, devuelto a su residencia
donde lo esperaban ya hordas de supuestos vecinos y otros indignados pobladores
para propinarle un acto de repudio, el cual había desaparecido finalmente sin
dejar rastro, luego de un segundo intento de “deserción” de su parte. El
“delito” cometido por esta persona, que había merecido el primer acto de
repudio sufrido por él y su familia, se resumía en haberse “marchado subrepticiamente”
en dirección a la capital para escapar de Cuba, cuando ninguno lo esperaría de
él “un muerto de hambre” según decían, que “debería estarle agradecido a la
Revolución y a Fidel por haberlo hecho persona”. Luego del primer “acto de
repudio”, (siempre orquestados por el estado cubano) otros le sucedieron contra
la residencia del individuo que vivía con su familia, de manera que una
madrugada éste se arriesgó a salir a escondidas e intentar nuevamente llegar a
La Habana, donde con mejor suerte se presentaría en uno de los lugares
conocidos de “recogida de la escoria”. Lo que ocurrió durante este segundo
intento, nadie lo sabe, o tal vez lo sepan algunos que no lo han declarado
nunca a la señora, que vivía aún hace unos años, y aún procuraba saberlo.
Esta anécdota es sólo una muestra de lo
que ocurría al interior de Cuba por esos días del año 1980.
Algún que otro recuento del Mariel
corresponde a personas al interior de Cuba, como el que procede de Guillermo
Hernández, en su libro Memorias de un joven que nació en enero (Editorial
Persona, ed. Yara González Montes y Matías Montes Huidobro, 1991). Guillermo
era natural de Santa Clara. Entre los años 1975 y 1979 cursó estudios en la
“Escuela de Letras” de la Universidad de La Habana, y al tiempo que enseñaba
literatura en una escuela secundaria de la propia ciudad, matriculó la carrera
de derecho. Algo en él se iba manifestando cada vez más pronunciada y
abiertamente contra la opresión reinante, realización ésta que lo que lo había
llevado en primer lugar a matricular derecho, en un acto “de ingenuidad
jurídica”, según afirmación que le oí alguna vez.
Según su testimonio gráfico no logró
concluir la carrera de abogado que se había propuesto terminar, pues fue
expulsado de la Universidad de La Habana, la noche del 24 de febrero de 1980 en
medio de una reunión convocada aparentemente con otro propósito, en realidad
con la intención de expulsarlos a él y a un número de otros estudiantes
integrados a las “Facultades de Letras y Leyes” respectivamente, acusados del
crimen de “diversionismo ideológico”.
En testimonio personal a este autor,
Guillermo resaltaba la nocturnidad y alevosía de la encerrona. Expulsados él y
sus compañeros de infortunio ante una asamblea vociferante y amenazadora, les
fue informado que las autoridades “competentes” ya habían sido notificadas de
la separación académica, a fin de que se tomaran otras medidas pertinentes.
Por la misma causa, Guillermo quedó
cesante en su empleo como profesor de enseñanza secundaria. Sin otras avenidas
por delante de él, regresó a la casa de sus padres en Villa Clara, donde estos
lo aguardaban ansiosamente. Temeroso de que le fuera aplicada de un momento a
otro la imprevisible “Ley contra la peligrosidad” (suerte de espada de Damocles
pendiente sobre la cabeza de cualquiera), o la llamada “ley contra la vagancia”
por hallarse desempleado, se mantuvo en su casa, vigilado de cerca por la
Seguridad del Estado e incapacitado para continuar una vida más o menos normal.
Naturalmente, cuando en los primeros días de abril de ese mismo año llegaron
hasta él, en un oscuro rincón de provincias, las noticias de lo ocurrido en la
Embajada del Perú y el consiguiente éxodo del Mariel, contempló de inmediato y
manifestó eventualmente su intención de acogerse a esa válvula liberadora.
El procedimiento para acceder a esta
espita milagrosa, sin embargo, no era simple cuestión de trámite. Después de
informar, según se requería, al Comité de Defensa de la Revolución de su
intención de sumarse al éxodo, aguardó a que le fuera autorizado emprender la
tramitación correspondiente. A la espera de una respuesta se hallaba al
interior de su casa, cuando la noche del nueve de mayo se presentó una turba de
individuos armados con varillas de acero (cabillas), machetes y toda clase de
instrumentos persuasivos, queriendo derribar puertas y ventanas del inmueble.
Caídos en la cuenta de lo que aquello significaba, los ocupantes se
precipitaron a reforzar desde dentro las posibles entradas, con tablas, muebles
y cuanto obstáculo fuera concebible anteponerles. Guillermo contó alguna vez,
con extremo de detalles, lo que sufrieron él y sus padres y hermano durante el
tiempo que se prolongó el encierro ante la indiferencia de la policía local, a
la que acudieron en algún momento propicio, en busca de protección. “Ellos nada
podían hacer ni querían hacer para protegerlos de nada”, fue la respuesta. “La
indignación del pueblo revolucionario contra los traidores y apátridas como
ellos” no iba a ser contenida por las fuerzas del orden revolucionario.
El testimonio de lo sucedido con
posterioridad, en el que no abundaré aquí, da cuenta de una paliza sufrida por
el propio Guillermo, su padre y su hermano, forzados a procurar “una baja de
empleo” como prerrequisito para emprender el trámite formal de salida del país,
y la retención posterior de tres largos años sufrida por ambos padres con
posterioridad a la salida del propio Guillermo y su hermano por el puerto del
Mariel.
En un par de ocasiones intercambiamos
notas Guillermo y yo sobre nuestros respectivos avatares que nos condujeron de
las provincias respectivas en las que por entonces residíamos, a la capital, y
de allí a Cayo Hueso. No me extenderé aquí en el relato de mis propias
experiencias, sin embargo, mencionaré de pasada otro testimonio “de provincias”
que recoge, con el trazo escueto característico de su escritura, la ferocidad
de los “actos de repudio” durante los días “del Mariel”. Se trata del
testimonio que corresponde a mi coterráneo y colega, el escritor Carlos
Victoria, por entonces residente en la ciudad de Camagüey, que se recoge en el
número conmemorativo del éxodo, de que hablé al comienzo. He aquí un brevísimo
resumen de ese testimonio:
“(…) Ver a Cuba metida en esa fiebre
donde se desataron los instintos más bajos (…); ver por primera vez la posibilidad
real de una fuga, de iniciar una vida que se pareciera a lo que yo vagamente
entendía que debía serlo, me despertó un instinto que tenía por muerto. El
instinto del cambio. Tal vez el más riesgoso y el más preciado de todos los
instintos. (…) Hoy recuerdo solamente detalles de aquellos días enloquecidos.
Hay cosas que uno olvida, también por instinto. Y han transcurrido (muchos)
años.
Recuerdo, como en una neblina, los actos
de repudio, con sus golpizas y sus escupitajos (mi madre recibió uno en la
mejilla), sus huevos y sus piedras lanzados con furor. (…) La violencia
mezclada con la farsa.”
El verdadero perfil de esos días de
abril a junio de 1980, no se concibe de manera integral si no se incorporan al
registro existente incontables testimonios que corresponden a lo ocurrido en
ciudades capitales de provincia y ciudades, pueblos y villorios del interior
del país, esa Cuba profunda que si desemboca en nuestra capital es sólo por un
cuentagotas cuyo contenido se vierte en la boca de un embudo. Si nuestra
querida Habana es un horror sin cuento, el interior de Cuba ha sido desde hace
mucho tiempo “el horror mismo” de un sistema que busca lavarse el rostro de
cara a la galería internacional, siempre “sin salir del asfalto”.
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