"La pasion por silenciar dejo de ser exclusivamente, un asunto de los defensores y los ofendidos..."
Por Rafael Rojas
En los años 90,
mientras colapsaba el bloque soviético y se desmantelaba el régimen del
apartheid, el escritor sudafricano J. M. Coetzee escribió un ensayo titulado Giving Offense (1996), al que siempre
vale la pena regresar. La edición en español del libro, en Debate, titulada Contra la censura. Ensayos sobre la pasión
por silenciar (2007), apareció justo cuando las transiciones a la
democracia en Europa del Este comenzaban a perder su encanto y el fenómeno de
la ostalgie se instalaba en Berlín y
otras capitales del antiguo socialismo real. El libro de Coetzee sobrevivió a
ambas coyunturas y hoy se lee como una las mejores exploraciones sobre la
proscripción de textos, bajo regímenes democráticos o no, en el siglo XX.
Coetzee tenía en cuenta la larga
tradición de pensamiento liberal a favor de la tolerancia, que enfrentó los
grandes aparatos de censura de la Inquisición española y las monarquías
absolutas entre los siglos XVI y XVIII.[1] Pero el escritor sudafricano observaba también
que bajo el orden liberal que se construyó durante el siglo XIX, y que colapsó
en la primera mitad del siglo XX, se reprodujo la censura. Los totalitarismos
de izquierda o derecha y los comunismos y anticomunismos de la Guerra Fría,
restringieron la circulación de las ideologías en pugna.
La “pasión por silenciar” dejó
entonces de ser, exclusivamente, un asunto de los ofensores y los ofendidos.[2] No eran el sacrilegio, la herejía, la obscenidad
o la pornografía los únicos blancos de la censura. Lo censurable adquiría un
nuevo rango doctrinario y filosófico, sólo comparable al de la interdicción
teológica de la Edad Media. Bajo el comunismo soviético, no sólo se censuró a
quienes desafiaran la autoridad de Stalin o Brezhnev sino a quienes
transgredían el canon ideológico del marxismo-leninismo. Como recuerda Coetzee,
en la URSS se censuró a Osip Mandelshtam por su poema contra Stalin –a quien
luego dedicó una “Oda”, que tampoco lo salvó de morir en un campo siberiano-, y
también a Boris Pasternak y a Alexander Solzhenitsin por “distorsionar la
realidad soviética” y traicionar la “conciencia ideológica” del partido.
La política cultural soviética fue
trazada, originalmente, en textos de Lenin y Stalin, de Lunacharski y Zhdanov,
pero entre 1934 y 1936, los años previos a la promulgación de la Carta Magna
soviética, adquirió un status constitucional. Los dirigentes soviéticos
–Trotski incluido- podían ser más o menos rígidos en su idea de la función
social de la literatura y el arte. Sin embargo, a partir del Primer Congreso de
Escritores de la Unión Soviética en 1934 y del lanzamiento de la Constitución,
dos años después, la censura quedó incorporada a las leyes supremas del
régimen, que, en los artículos 124º, 125º y 126º, consagraban la existencia de
una ideología de Estado, la subordinación de la cultura y la educación a la
misma y el ejercicio de los derechos ciudadanos dentro de las instituciones
controladas por el Partido Comunista, “núcleo dirigente de todas las organizaciones sociales”.[3]
La
censura como derecho de Estado
La naturalización del
mecanismo de la censura dentro de los regímenes de partido comunista único se
transfirió de la Unión Soviética a todos los países del campo socialista,
incluida Cuba, que se incorporó gradualmente a ese bloque entre 1960 y 1971.
Aquel fue el periodo de formación del nuevo Estado por lo que los criterios de
inclusión y exclusión de la vida pública no estaban plenamente formulados. Desde
luego que hubo censura en Cuba desde el mismo año del triunfo de la Revolución
en 1959, pero inicialmente su lógica respondió a los mecanismos de exclusión
que genera todo proceso revolucionario. Desde los primeros meses de 1959, un
amplio sector del campo intelectual demandó la exclusión de escritores y
artistas identificados con el antiguo régimen.
En un número de la revista Ciclón, que impulsaban José Rodríguez
Feo y Virgilio Piñera, de marzo de 1959, se demandó una “depuración” por medio
del despido de profesores universitarios y de figuras del pasado republicano de
las principales instituciones culturales del país. Entre los nombres que se
mencionaban estaban el historiador Ramiro Guerra, el antropólogo Fernando
Ortiz, los filósofos Jorge Mañach y Humberto Piñera Llera y los poetas Gastón
Baquero y José Lezama Lima. Exigencias similares, de emplazamiento moral de la
vieja generación, se leyeron en el periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, y en el suplemento Lunes de Revolución, que dirigía
Guillermo Cabrera Infante. Algunos de aquellos intelectuales, como Baquero,
Mañach y Piñera Llera, acabarían exiliándose entre 1959 y 1960. El exilio
agregó un nuevo estigma, al de la pertenencia al “pasado burgués”, y la obra de
aquellos autores, y muchos otros, fue borrada y descalificada.[4]
Ninguno de los grandes escritores
cubanos, a la altura de 1958, participó directamente en el proceso
revolucionario. Los más vulnerables eran aquellos que, además de carecer de
vínculos sólidos con la corriente comunista prerrevolucionaria, se
identificaban con ideologías liberales o católicas. Entre las viejas
generaciones, esos serían los casos de Piñera y Lezama, pero también de Lino
Novás Calvo y Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro y Lydia Cabrera, Agustín
Acosta y Eugenio Florit, que se exiliaron entre los años 60 y 70. Piñera y
Lezama, en cambio, escribieron textos de identificación con el gobierno
revolucionario que, aunque basados en simpatías genuinas, les sirvieron para
asegurar un lugar, como escritores, bajo el nuevo orden social y político.
Una vez purgado el campo intelectual
cubano de sus principales figuras liberales y católicas, vendría el trazado de
límites de lo tolerable dentro del nuevo campo revolucionario. Publicaciones
republicanas, como Diario de la Marina,
que intentaron acomodarse a una idea no comunista de la Revolución fueron
clausuradas en 1960. La revista Bohemia
fue reconstruida editorialmente tras el exilio de su director, Miguel Ángel
Quevedo, y algunos de sus principales articulistas, partidarios de la
Revolución pero opuestos a su deriva comunista, se establecieron en Nueva York,
donde por un breve periodo, intentaron relanzarla bajo el nombre de Bohemia Libre. Sus nombres, como todos
los de republicanos exiliados, fueron borrados de los diccionarios de literatura
cubana y desautorizados en las publicaciones oficiales de la isla.
Como en la Unión Soviética, la exclusión
y la censura avanzaron a medida que toda la sociabilidad cultural de la isla se
ponía en manos de un Estado en construcción. Algunos periódicos, como Hoy, del viejo partido comunista, y El Mundo, sobrevivieron al primer avance
del control estatal sobre la esfera pública, entre 1960 y 1961. Ambos
periódicos –el primero, disuelto cuando se crea Granma en 1965, y el segundo, destruido por un incendio en 1968-
mantuvieron sus respectivos suplementos culturales. Pero desde 1962, cuando se
crean la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y su revista Unión, ya la mayor parte de la esfera
cultural cubana está bajo control gubernamental. Un control que no sólo
implicaba la exclusión de los intelectuales “burgueses” del antiguo régimen
sino la censura de los “revolucionarios” heterodoxos.
La UNEAC surgió, en buena medida, de
una purga y un reacomodo que desfavoreció al grupo editor del suplemento Lunes de Revolución, dirigido por
Guillermo Cabrera Infante, del periódico Revolución,
que encabezaba Carlos Franqui. Las famosas reuniones en la Biblioteca Nacional entre
los intelectuales cubanos y Fidel Castro, los días 16, 23 y 30 de junio de
1961, y el Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, en agosto de ese
año, se produjeron luego de la censura de PM,
el documental de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, que relataba la
vida nocturna habanera en los bares del puerto, en los días de la lucha contra
la invasión de Playa Girón.[5] Los nuevos burócratas de la cultura cubana
consideraron que el film distorsionaba la realidad, al trasmitir una imagen
disoluta y decadente de los obreros negros cubanos.PM fue vetada, Lunes de
Revolución fue clausurado en noviembre del mismo año y un grupo de cineastas
brillantes, cercanos a esas posiciones estéticas y políticas, como Néstor
Almendros, Roberto Fandiño, Eduardo Manet y Fausto Canel, tropezaron con una
burocracia comunista que consideraba que La
Dolce Vita de Federico Fellini y Accattone
de Pier Paolo Pasolini eran muestras del cine “decadente y burgués”.[6] Para fines de la década todos aquellos cineastas
se habían exiliado.
El discurso de Fidel Castro en la
Biblioteca Nacional y la documentación de aquel congreso de escritores y
artistas, fueron los primeros documentos de la política cultural de la
Revolución. Desde entonces la censura se instaló explícitamente en las
relaciones entre el gobierno revolucionario y el campo intelectual. Fidel lo dejó
claro cuando dijo que la Revolución concedía “absoluta libertad formal”, pero
relativa “libertad de contenido en la expresión artística”. Castro clasificaba
el arte y los artistas cubanos en “revolucionarios”, “no revolucionarios” y
“contrarrevolucionarios”. Estos últimos debían ser excluidos por lo que los
límites de la expresión de contenidos debían aplicarse a los revolucionarios y,
sobre todo, a los “escritores y artistas que sin ser contrarrevolucionarios no
se sentían tampoco revolucionarios”. Estos últimos, concluía, eran los que
constituían el verdadero “problema” para la libertad de expresión bajo el nuevo
régimen.
Es muy significativo que cuando el
jefe del gobierno intentó poner ejemplos se remitió a la intervención de un
escritor católico –Mario Parajón, seguidor del existencialista cristiano francés
Gabriel Marcel-, que sostuvo que concordaba con el programa económico y social
de la Revolución, pero discrepaba en cuanto a su “filosofía” –léase, la recién
proclamada ideología marxista-leninista del régimen. Castro captó que a través
de Parajón hablaban muchos escritores católicos, especialmente los del grupo Orígenes (José Lezama Lima, Eliseo
Diego, Fina García Marruz, Cintio Vitier, Ángel Gaztelu, Justo Rodríguez Santos…),
que podían desarrollar una obra valiosa “no revolucionaria”. Pero al calificar
esa posibilidad como “problema” sostenía que el Estado debía tolerar o no,
discrecionalmente, el arte de ese tipo de artistas. La censura aparecía, así,
como una garantía del Estado, invirtiendo radicalmente la premisa liberal de la
libertad de expresión como derecho natural del hombre:
Esto significa que
dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la
Revolución, nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer
derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la
Revolución de ser y de existir, nadie –por cuanto la Revolución comprende los
intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la
nación entera- nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que
esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los artistas y de los escritores,
revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la
Revolución, ningún derecho.[7]
De este pasaje central
de Palabras a los intelectuales (1961)
se desprendían tres premisas básicas de la política cultural cubana: 1) la
censura es un “derecho” del Estado; 2) el gobierno y sus dirigentes tienen el
deber de clasificar a los escritores y artistas en “revolucionarios”, “no
revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”; 3) los límites de la libertad de
contenido, trazados por el Estado, se aplican a todos los intelectuales,
incluidos los revolucionarios. Desde los años 60, no sólo los “no
revolucionarios” sino muchos escritores y artistas identificados con el
proyecto político en el poder y con sus principales líderes, fueron vetados o
temporal o definitivamente excluidos de las instituciones culturales del país.
En sus epistolarios, alojados en la
Universidad de Princeton, Virgilio Piñera, desde La Habana, y Severo Sarduy, desde
París, vinculados a los grupos de Ciclón y
Lunes de Revolución, comienzan a
quejarse, desde 1961, del poder que se le concede a los comunistas en la esfera
de la cultura y de mutilaciones o silenciamientos de textos suyos en revistas
como La Gaceta de Cuba y Unión, ambas de la UNEAC y creadas en
1962. A pesar de esos y otros testimonios de censura, habría que reconocer que
en sus primeros años, hasta 1965, cuando se instala el primer Comité Central
del Partido Comunista de Cuba, que comienza a subordinar la política cultural a
la ideología de Estado, las publicaciones de la isla priorizaron la inclusión.
Eran años de integración del campo intelectual y, especialmente, de convivencia
de varias generaciones de creadores cubanos, de diversas ideologías.
En un contexto de construcción del
Estado o de incipiente articulación de la nueva red institucional, la libertad
de expresión dependía más del titular de cada organismo: Alfredo Guevara en el
Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), Haydé Santamaría
en la Casa de las Américas, Nicolás Guillén en la UNEAC… Luego de 1965, cuando
se funden los periódicos Revolución y
Hoy, dando lugar a Granma y Juventud Rebelde, medios del Partido y la Juventud Comunista, el
Consejo Nacional de Cultura, hasta entonces la institución rectora de la
política cultural, se vuelve una dependencia más del aparato ideológico en
gestación. Ernesto Che Guevara, ya
fuera de la clase política cubana en 1965 y ausente de aquel primer Comité
Central, advirtió entonces, en su ensayo El
socialismo y el hombre en Cuba, que la esfera de la cultura, en la isla,
podía adoptar la misma modalidad burocrática que en los socialismos reales de
la Unión Soviética y Europa del Este.
La remoción del primer grupo editor
de la revista Casa de las Américas,
encabezado primero por Pablo Armando Fernández y luego por Antón Arrufat,
ambos, figuras centrales de Lunes de
Revolución, y el establecimiento de una nueva dirección, en manos Roberto
Fernández Retamar, fue señal de esa creciente centralización. Pero, tal vez,
luego de la censura de PM y el cierre
de Lunes, el siguiente escándalo de
exclusión en la cultura cubana estallaría en 1966, con la aparición de la
novela Paradiso de José Lezama Lima. Tras
su publicación, la burocracia insular ordenó el retiro de circulación de la
novela, por sus pasajes homosexuales, aunque en los ataques verbales o escritos
de la oficialidad contra Paradiso y
Lezama se mezclaron siempre la homofobia y el machismo con otros componentes de
la ideología y la estética oficiales como el ateísmo, el realismo y el
populismo.
También en 1966, al surgir El Caimán Barbudo, suplemento cultural
del periódico Juventud Rebelde, se
hace más visible la exclusión que desde 1961 avanza en el campo intelectual
cubano. Jesús Díaz, director de la publicación, atacó al grupo de poetas
asociados en la editorial El Puente
(José Mario, Isel Rivero, Ana María Simo, Reinaldo García Ramos…), clausurada
por la UNEAC en 1965, como un “fenómeno estética y políticamente erróneo”, de
una “fracción disoluta y negativa” de la
nueva generación.[8] Díaz y los primeros editores de El Caimán (Guillermo Rodríguez Rivera,
Luis Rogelio Nogueras, Elsa Claro…) no fueron los responsables de cerrar El Puente pero sí justificaron el cierre
con argumentos inscritos en la lógica de Palabras
a los intelectuales de Fidel Castro.
Esos jóvenes escritores también
serían víctimas de la misma lógica al publicar una reseña del poeta Heberto
Padilla, crítica de la novela Pasión de
Urbino (1967) de Lisandro Otero, Vicepresidente del Consejo Nacional de
Cultura, y favorable a Tres tristes
tigres (1967) de Guillermo Cabrera Infante, recién exiliado en Londres, que
había ganado el Premio Biblioteca de Seix Barral en 1964. A pesar de haber replicado
el texto del poeta, los editores del suplemento cultural fueron removidos por
el Secretario de la UJC Jaime Crombet. Padilla terminaba por entonces su
cuaderno de poemas Fuera del juego,
que en 1968 ganaría el Premio Julián del Casal de la UNEAC, con el voto unánime
del jurado compuesto por José Lezama Lima, José Zacarías Tallet, Manuel Díaz
Martínez, César Calvo y J. M. Cohen. Tras el premio, la UNEAC publicó el
cuaderno, así como la pieza de teatro Los
siete contra Tebas de Antón Arrufat, también premiada, pero emitió una
declaración en la que reprobaba ambas obras por “ambiguas”, “criticistas”, “a
históricas”, carentes de “convicción revolucionaria” y “servir al enemigo”.[9]
A la vez que la UNEAC denostaba a
Padilla y a Arrufat, una campaña en la prensa oficial, especialmente desde la
revista Verde Olivo de las Fuerzas Armadas,
a cargo del pseudónimo Leopoldo Ávila, arremetía contra el poeta, el dramaturgo
y otros escritores residentes en la isla, como José Lezama Lima y Virgilio
Piñera, o exiliados como Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. El clima de
homofobia e intolerancia, que crecía desde mediados de los 60, con la
instalación de los campos de concentración de las Unidades Militares de Ayuda a
la Producción (UMAPS), se extendió a la cultura por medio de arrestos
eventuales, expulsiones de centros de trabajo o censuras concretas. Según
diversos testimonios del propio Padilla o de Guillermo Cabrera Infante,
Virgilio Piñera, José Triana y José Mario fueron encarcelados brevemente, el
marxista negro Walterio Carbonell fue separado de la UNEAC, el artista pop Raúl
Martínez fue suspendido de las Escuelas de Arte y las obras de teatro María Antonia de Eugenio Hernández
Espinosa y Los mangos de Caín de
Abelardo Estorino fueron censuradas por el Consejo Nacional de Cultura.[10]
Para 1971, cuando se produce el
quiebre del campo intelectual recientemente estudiado por Jorge Fornet, tres
generaciones de escritores cubanos, entre José Lezama Lima, nacido en 1910, y
Eduardo Heras León, nacido en 1940, Mención en el Premio Casa de las Américas
de 1970 por su libro de cuentos Los pasos
en la hierba, y luego castigado en una fábrica fundidora de acero hasta
1976, eran objeto de censura.[11] Una censura que, al igual que en cualquier otro
socialismo real de Europa del Este, adoptaba diversos grados de interdicción:
mutilación del texto, escamoteo de mensajes, postergación de la publicación,
exclusión definitiva de una obra del plan editorial y, en su variante más
extrema, caída en desgracia del autor ante la dirigencia del país, lo que podía
derivar hacia el interrogatorio, la cárcel o la marginación.
Del caso Padilla al caso Bruguera
En Censores trabajando. De cómo los Estados
dieron forma a la literatura (2014) el historiador de la cultura, Robert
Darnton, describe los mecanismos de exclusión editorial en tres contextos
disímiles: la Francia borbónica de los siglos XVII y XVIII, la India británica
antes del proceso descolonización y la Alemania oriental comunista. De los
tres, el último caso era el que, según Darnton, mostraba más nítidamente el rol
del Estado como institución que hace de la censura un mecanismo de construcción
de un canon ideológico y estético para la literatura nacional.[12]
El historiador visitó la dirección
editorial de la RDA en tiempos de Erich Honecker, en Berlín, en 1990, e hizo un
organigrama de la censura bajo el socialismo real. La oficina editorial estaba
directamente subordinada al Ministerio de Cultura, pero, a su vez, su trabajo
era supervisado permanentemente por la dirección cultural del Partido
Comunista, dependiente del aparato ideológico del Buró Político.[13]Esa estructura de poder fue la misma que comenzó a
reproducirse en Cuba tras el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de
1971 que incorporó la política cultural dentro del proceso de
institucionalización del socialismo de acuerdo con el modelo soviético.
Esa institucionalización, que
culminaría con el Primer Congreso del Partido Comunista en 1975 y la
promulgación de la Nueva Constitución y el establecimiento del Ministerio de
Cultura al año siguiente, completó el proyecto de control de la cultura desde
la ideología del Estado. Todavía entre 1968 y 1970, había censura y exclusión, pero
se publicaba a Padilla y Arrufat, a Lezama y a Piñera, aunque la burocracia
descalificara sus obras. A partir de 1971, los límites de lo tolerable se
estrecharían sensiblemente. La distinción entre lo “no revolucionario” y lo
“contrarrevolucionario” de Palabras a los
intelectuales se borró y la hegemonía del marxismo-leninismo ortodoxo sobre
las ciencias sociales se hizo más tangible.
Hasta 1971, una revista como Pensamiento Crítico, publicaba a
teóricos de la Nueva Izquierda como Herbert Marcuse, Jean Paul Sartre o Regis
Debray. Después de aquel año el marxismo crítico occidental quedaría englobado
en la categoría de “revisionismo”. No pocos historiadores y ensayistas
inscritos en el nacionalismo revolucionario, como Jorge Ibarra, Ramón de Armas
o Cintio Vitier, que proponían una idea de la historia de Cuba ajena al
marxismo soviético perdieron visibilidad o fueron censurados. El ensayo Ese sol del mundo moral, que se publicó
en Siglo XXI, México, en 1974, debió esperar a la caída del Muro de Berlín y la
desintegración de la URSS, veinte años después, para ser publicado en la isla.
Aquel recrudecimiento del control
ideológico de la cultura, determinado por el propio proceso de
institucionalización, coincidió en sus orígenes con el llamado “caso Padilla”.
El poeta de Fuera del juego (1968),
que denunciaba la acelerada incorporación de elementos del socialismo
burocrático de Europa del Este en Cuba, fue arrestado en 1971, junto a su
esposa, la también poeta Belkis Cuza Malé, y obligado a “autocriticarse” ante
sus colegas de la UNEAC. La represión contra Padilla, que repetía las pautas de
procesos similares contra Andrei Siniavsky, Yuli Daniel y otros escritores
disidentes en la URSS, provocó la fractura de una parte de la intelectualidad
de izquierda (Jean Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag, Octavio Paz,
Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards…), que había simpatizado con
la Revolución en su primera década.[14]
En su confesión ante la UNEAC,
Padilla fue inducido por sus carceleros de la Seguridad del Estado para que
denunciara a todos aquellos escritores y poetas con los que había compartido
sus dudas y malestares por la stalinización
del socialismo cubano. Todos y cada uno de los muchos que mencionó (Pablo
Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes, José Lezama Lima, Manuel Díaz
Martínez, David Buzzi…) se sumaron al poblado ostracismo en el que ya habitaban
otros desde los 60. El propio Padilla, en su autocrítica, ceñía aún más el
deslinde entre “revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”, que alcanzaría
codificación estatal en el citado Congreso de Educación y Cultura del 71, en el
que Fidel Castro estableció las premisas de la “parametración” y el combate
contra el “diversionismo ideológico”.
Durante los siguientes cinco años,
la administración de la censura fue encargada al funcionario Luis Pavón Tamayo,
presidente del Consejo Nacional de Cultura. Con la creación del Ministerio de
Cultura en 1976, encabezado por Armando Hart, un líder histórico de la
Revolución que había sido el primer Ministro de Educación, la política cultural
adquirió más capacidad de mediación. Otra vez, la flexibilidad comenzó a
extenderse tímidamente al sector considerado “no revolucionario”, pero la
exclusión y el estigma siguieron siendo predominantes hasta mediados de los 80.
En los 70 desaparecieron de las
librerías y publicaciones cubanas tres de los mayores escritores cubanos residentes
en la isla: José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, entonces, en
plena creatividad y reconocimiento internacional. Los últimos libros de Lezama
que se publicaron fueron los ensayos de La
cantidad hechizada y la Poesía
completa en 1970. De Piñera, la obra de teatro Dos viejos pánicos en 1968 y el cuaderno de poemas La vida entera en 1969. De Arenas, no se
publicó nada más después de Celestino
antes del alba (1967), aunque todavía en 1970 aparecían reseñas suyas en Unión, La Gaceta de Cuba y Casa de las Américas.[15]
La novela El mundo alucinante (1969) de Arenas,
que estaba escrita desde 1966, fue presentada al concurso Cirilo Villaverde de
la UNEAC y el jurado, integrado por José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Alejo
Carpentier, Félix Pita Rodríguez y José Antonio Portuondo, a pesar del apoyo de
los dos primeros, le concedió una mención pero desaconsejó su publicación. Cuando
Arenas se convenció de que su novela estaba censurada, en una reunión con el
director del Instituto del Libro Rolando Rodríguez, decidió enviar el
manuscrito a París con sus amigos Jorge y Margarita Camacho, quienes lo harían
llegar al traductor Didier Coste y a la editorial Seuil, responsables de la
versión francesa. También, a través de Camila Henríquez Ureña y el Instituto
Cubano-Mexicano de Relaciones Culturales, Arenas entregó al crítico mexicano
Emmanuel Carballo otra copia del manuscrito para ser publicada en la editorial Diógenes.[16] La buena acogida internacional de El mundo alucinante, que ganó el Premio
Médicis en 1969 en Francia, afianzó la censura de Arenas en Cuba, tal y como
sucedía con otros tres narradores cubanos inscritos en el boom: Lezama, Sarduy y Cabrera Infante.
Durante los años 70,
mientras trabajaba febrilmente en su “pentagonía” narrativa, Arenas fue
estigmatizado, perseguido y encarcelado en la fortaleza del Morro. Como tantos
otros escritores y artistas de su generación, sufrió no sólo la purga de su
escritura sino la reclusión de su cuerpo. Varios de los intelectuales cubanos que
se exiliaron por el puerto del Mariel, en 1980, tuvieron experiencias similares
de veto y cautiverio. Carlos Victoria, Daniel Fernández y Néstor Díaz de
Villegas también sufrieron prisión en Cuba, durante los años 70. Las primeras
obras de Reinaldo García Ramos, Miguel Correa, Juan Abreu y Roberto Madrigal
fueron vetadas en las publicaciones de la isla.[17]
Fueron muchos los
escritores cubanos borrados de la esfera pública, en esa suerte de “muerte
civil”, como le ha llamado Antón Arrufat, por más de quince años.[18]El propio Arrufat debió esperar desde Los siete contra Tebas, en 1968, hasta
la publicación de su novela La caja está
cerrada, en 1984, para que el veto comenzara a desaparecer lentamente. Algo
similar le sucedería al poeta holguinero Delfín Prats, quien ganó el premio
David de poesía, concedido por la UNEAC en 1968, por el cuaderno Lenguaje de mudos, pero el libro fue pulverizado
por la burocracia cultural. Aunque vivía en la isla, el nombre de Delfìn Prats
desapareció, incluso, del Diccionario de
la Literatura Cubana editado por el Instituto de Literatura y Lingüística,
de la Academia de Ciencias, entre 1980 y 1984.[19]Veinte años después de su primer cuaderno, en 1988,
Prats recibió el Premio de la Crítica por el poemario Para festejar el ascenso de Ícaro, lo que marcó el inicio de una
rehabilitación incompleta.
De acuerdo con el citado
Diccionario, las fichas biográficas
de casi todos los escritores cubanos que comenzaron a escribir en los 60, como
Roberto Friol, Miguel Barnet, César López, Reynaldo González, Nancy Morejón, Manuel
Granados, Antonio Benítez Rojo o, incluso, de algunos denominados
“revolucionarios” por Padilla en su “Autocrítica”, como Ambrosio Fornet,
Edmundo Desnoes o Lisandro Otero, se interrumpe bruscamente hacia 1970. Muy
pocos escritores–Alejo Carpentier, Nicolás Guillén o Manuel Cofiño- mostraban
una “Bibliografía activa” que llegaba hasta 1975 o 1978. Esto explica la
intensa reproducción de la censura en la primera mitad de los 70, el periodo
que Fornet llamó “quinquenio gris”.[20] Pero que las rehabilitaciones se demoraran hasta
mediados de los 80 y, en muchos casos, hasta el periodo postsoviético, de los
90 para acá, hizo evidente el carácter sistémico de la censura en Cuba.
En otras esferas de la
cultura, como las artes plásticas, el teatro o el cine, sucedió algo parecido.
Artistas ligados al pop art, el expresionismo, el surrealismo o el
abstraccionismo, como Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Servando Cabrera Moreno o
Humberto Peña, dramaturgos que no
respondían al modelo realista que demandaba el Estado, como Abelardo Estorino,
Roberto Blanco, Vicente Revuelta, Eugenio Hernández Espinosa y los hermanos
Pepe y Carucha Camejo del teatro Guiñol, o documentalistas de vanguardia, con
una poética racial, como Nicolás Guillén Landrián o Sara Gómez, también
sufrieron la “parametración” de los 70, que, en síntesis, suponía la aplicación
de los “parámetros” de la cultura revolucionaria, establecidos por el régimen,
a quienes en sus obras y, lo que es más importante, sus personas, proyectaban
ideas y valores contrarios a la ideología y la moral oficial.
La política cultural
de los 80 produjo una relativa discontinuidad al promover la obra de la nueva
generación de escritores y artistas –los nacidos en los años 50-, pero también
al agenciar la rehabilitación de intelectuales vetados desde los años 60 y 70.
Los rehabilitados no serían, únicamente, católicos como José Lezama Lima o
Cintio Vitier o herejes como Virgilio Piñera o Antón Arrufat sino marxistas resueltos
como el filósofo Fernando Martínez Heredia y el escritor y cineasta Jesús Díaz.
La novela de este último, Las iniciales
de la tierra, vetada por década y media, como La caja está cerrada de Arrufat, se publicó finalmente en 1987. La
siguiente novela de Díaz, Las palabras
perdidas (1992), fue censurada en la isla y publicada en la editorial
Anagrama, así como el film Alicia en el
pueblo de maravillas (1990), que escribió con el director Daniel Díaz
Torres.
La apertura de los 80
terminó con el cierre de fines de la década, marcado por la oposición del
gobierno cubano a que en Cuba se produjera un proceso de cambio similar al que
tenía lugar en la Unión Soviética y los socialismo reales de Europa del Este.
El giro represivo de la política cultural se manifestó de múltiples formas
entre fines de los 80 y principios de los 90: cierre de publicaciones
alternativas como Naranja Dulce, Proposiciones, Albur o Memorias de la
postguerra, clausura de proyectos autónomos de sociabilidad artística e
intelectual como Castillo de la Fuerza,
Arte Calle, Hacer, Paideiao el Teatro Obstáculo de Víctor Varela, arrestos y golpizas contra
escritores y artistas que se radicalizaban estética y políticamente como los
poetas María Elena Cruz Varela o Rolando Prats Páez o los artistas Ángel
Delgado, Juan Si González o Jorge Crespo.
La represión cultural
de fines de los 80 y principios de los 90, especialmente severa con artistas y
caricaturistas que trabajaban con imágenes de Fidel Castro y el Che Guevara o
con símbolos e íconos nacionales, se basó en un desplazamiento ideológico
captado por la reforma constitucional de 1992. En la nueva Constitución se
afianzó el núcleo nacionalista de la ideología oficial, al agregar en el
artículo 39º el principio de la “defensa de la identidad de la cultura cubana”.[21] El Ministro de Cultura, Abel Prieto, dio forma a
ese desplazamiento cuando propuso complementar la clasificación tripartita de
los intelectuales de Fidel Castro en Palabras
a los intelectuales(1961). Ahora los escritores y artistas cubanos no se
dividían únicamente en “revolucionarios, no revolucionarios y contrarrevolucionarios”
sino en sujetos de la “cubanía”, la “cubanidad interior o exterior” y la
“anticubanía”.[22]
La consecuencia más
inmediata de aquel nuevo cierre de la esfera pública fue la diáspora de una
parte considerable del campo intelectual cubano para mediados de los 90, cuando
estalla la crisis de los balseros. Quienes se exiliaron entonces – los
escritores Manuel Moreno Fraginals, Jesús Díaz, Manuel Díaz Martínez, Eliseo
Alberto o Zoé Valdés o los artistas Tomás Sánchez, José Bedia, Arturo Cuenca,
Gustavo Acosta o Consuelo Castañeda…- se sumaron al nutrido corpus de arte y
literatura cubanas, invisibilizado dentro de la isla. Tal y como había sucedido
en los 70, aquella exclusión produjo un reajuste de las jerarquías ideológicas
y culturales que favoreció a quienes permanecieron en Cuba en los 90. Pero
incluso la mitad que se quedó no se libró de la censura o la interdicción, como
prueban las constantes dificultades de la Torre de Letras y la revista Azoteas, dirigida por Reina María
Rodríguez, o del zamisdat literario Diáspora(s), impulsado por Rolando
Sánchez Mejías y Carlos Alberto Aguilera.
Algunos de los más
reconocidos y artistas cubanos de la diáspora de los 90 creó en Madrid en 1996
la revista Encuentro de la cultura cubana,
dirigida por Jesús Díaz. La publicación abrió sus páginas a los intelectuales
residentes en la isla y rindió homenaje a los cineastas Tomás Gutiérrez Alea y
Humberto Solás, al dramaturgo Abelardo Estorino, y a los poetas Eliseo Diego,
Fina García Marruz, César López, Antón Arrufat y Reina María Rodríguez, todos,
afincados en Cuba. El funcionariado cultural cubano, sin embargo, orquestó una
sistemática descalificación de la revista y una calumnia permanente contra sus
editores y hasta llegó a expulsar de la UNEAC a uno de los miembros de su
Consejo Editorial, el poeta, narrador y ensayista Antonio José Ponte. La
campaña oficial contra Encuentro llegó
a la catarsis en tiempos de la “Batalla de Ideas”, a fines de los 90 y
principios de los 2000, siendo Ministro de Cultura, Abel Prieto, quien acompañó
de manera entusiasta la represión contra la oposición pacífica en la primavera
de 2003, que incluyó el encarcelamiento del poeta Raúl Rivero.
Desde los 90, varios
críticos cubanos comenzaron a documentar la historia de la censura en la isla:
Víctor Fowler y Arturo Arango lo hicieron para la literatura, Juan Antonio
García Borrero para el cine, Norge Espinosa para el teatro. El ensayo de
Desiderio Navarro “In medias res públicas” (2001) puede leerse como una
síntesis de aquella crítica cultural, que atinó a localizar en Palabras a los intelectuales de Fidel
Castro el origen de la censura constitucional en Cuba.[23] Que dicha crítica generaba consenso entre los
intelectuales de la isla hacia 2006, en el momento en que Fidel Castro traspasó
el poder a su hermano Raúl, se verificó al año siguiente, cuando un intento de
reivindicación de burócratas de la cultura en los 70, como Luis Pavón Tamayo,
Jorge Serguera y Armando Quesada, provocó una generalizada protesta
electrónica, conocida como la “guerrita de los e-mails”. En aquellos debates
quedó expuesto con claridad que la censura no era un recurso exclusivo del
“quinquenio gris” de 1971 a 1976, sino un mecanismo consustancial a la política
cultural del Estado cubano.[24]
En las antípodas de
ese consenso, la política cultural cubana de la década raulista (2006-2016), refirmó
su adhesión a las tesis centrales de Palabras
a los intelectuales de Fidel Castro y siguió aplicando dogmáticamente la
premisa de la censura constitucional. Filmes de cineastas y documentalistas
como Enrique Colina, Eduardo del Llano, Juan Carlos Cremata, Ián Padrón, Miguel
Coyula, Ricardo Figueredo y, más recientemente, Carlos Lechuga, han sido
retirados de circulación porque las autoridades los consideran distorsionantes
de la realidad de la isla.[25] Paradójicamente, uno de los últimos filmes
censurados en el Festival de Cine de La Habana, Santa y Andrés (2016) de Lechuga, narra la historia de un escritor
condenado al ostracismo en los años 70, que se inspira en la experiencia de
Delfín Prats. La censura del film de Lechuga, como advirtió el crítico Dean
Luis Reyes, fue una negación palmaria del discurso oficial desde los 90, que sostiene
que los mecanismos represivos contra la cultura crítica en Cuba fueron
superados en los 80.[26]
Que la censura sigue
siendo una herramienta constitutiva del Estado cubano se puso de manifiesto con
el arresto de la artista Tania Bruguera en diciembre de 2014. Esta reconocida
creadora cubana proyectó un performance en la Plaza de la Revolución, titulado
“El susurro de Tatlin # 6”, que consistiría en instalar un podio con un
micrófono para que los ciudadanos hicieran uso libre de la palabra por un
minuto. La policía política, con el respaldo del Ministerio de Cultura, detuvo
a la artista para impedir que realizara el performance y cuando Bruguera
intentó convocar a una conferencia de prensa para denunciar la censura, ante el
monumento al acorazado Maine, en el malecón de La Habana, volvieron a
encarcelarla. Por si fuera poco, luego de sus tres arrestos, el gobierno cubano
le prohibió la salida del país por casi un año.[27]
En Cuba, como en
cualquier otro régimen del socialismo real, la censura es un recurso del
Estado, inscrito en la Constitución, el Código Penal y las leyes. Además de que
existe el delito de “propaganda enemiga”, aplicable a cualquier escritor o
artista, los artículos 53º y 54º del texto constitucional vigente establecen
que las “libertades de palabra, prensa, reunión, manifestación y asociación” se
“reconocen” siempre y cuando se practiquen “conforme a los fines de la sociedad
socialista” y se ejerzan en los “medios” que ofrece el Estado.[28]No es extraño que, bajo esa estructura
constitucional, se produzca la anomalía, desde cualquier perspectiva
democrática, de considerar la censura como un derecho y no como un privilegio
del poder.
[1]J. M. Coetzee, Contra
la censura. Ensayo sobre la pasión por silenciar, Barcelona, Debate, 2007,
pp. 15-68.
[3]J. V. Stalin, La
Constitución Soviética e Informe ante el VII Congreso de los Soviets,
México D.F., Editorial Dialéctica, 1937, pp. 69-71.
[5]Orlando Jiménez Leal y Manuel Zayas, eds., El caso PM: cine, poder y censura,
Madrid, Editorial Colibrí, 2012, pp. 4-8.
[6]Alfredo Guevara, “Polémica con Blas Roca”, en Revolución es lucidez, La Habana,
Ediciones ICAIC, 1998, pp. 203-218.
[7]Fidel Castro, Palabras
a los intelectuales, 16, 23 y 10 de junio de 1961, http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f300661e.html
[8] Graziella Pogolotti, Polémicas
culturales de los 60, La Habana, Letras Cubanas, 2006, pp. 365-390.
[9]Heberto Padilla, Fuera del juego. Premio Julián del Casal. Edición conmemorativa,
1968-1998, Miami, Universal, 1998, pp. 115-121.
[10]Ibid, p. 102; Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba antes y después, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, p.
485.
[11]Jorge Fornet, El
71. Anatonía de una crisis, La Habana, Letras Cubanas, 2013, pp. 201-212.
[12]Robert Darnton, Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura,
Ciudad de México, FCE, 2014, pp. 147-161
[14]Para un análisis de aquella ruptura, ver Claudia
Gilman, Entre la pluma y el fusil.
Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos
Aires, Siglo XXI, 2003, pp. 233-264.
[15]Ver, por ejemplo, la antología de Nivia Montenegro
y Enrico Mario Santí: Reinaldo Arenas, Libro
de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990), Ciudad de México, Ediciones El
Equilibrista, 2013, pp. 99-134.
[16]Emmanuel Carballo, “Arenas en Cuba y fuera de
Cuba”, Revista de la Universidad de
México, No. 124, junio de 2014, pp. 1-3. Ver también la edición crítica de El mundo alucinante de Enrico Mario
Santí, Madrid, Cátedra, 2008, pp. 17-22.
[17]Stephanie Panicelli-Batalla, “La generación del
silencio”, en el dossier “Mariel, 25 años después”, Encuentro en la red, Madrid, 2005: http://www.cubaencuentro.com/txt/cuba/mariel/quien-es-quien-los-escritores-del-mariel-5173
[18]Antón Arrufat, Virgilio
Piñera: entre él y yo, La Habana, Unión, 1994, p. 45.
[19]José Antonio Portuondo, ed., Diccionario de la literatura cubana, La Habana, Editorial Letras
Cubanas, 1980-84, 2 ts.
[20]Ambrosio Fornet, Las máscaras del tiempo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1995,
p. 28.
[21]Leonel Antonio de la Cuesta, ed., Constituciones cubanas, Miami,
Alexandria Library, 2007, p. 495.
[22]Abel Prieto, “Cultura, cubanidad y cubanía”, Conferencia “La Nación y la Emigración”,
La Habana, Editora Política, 1994, pp. 105-113.
[23]Desiderio Navarro, “In medias res públicas”, en
Rafael Hernández y Rafael Rojas, Ensayo
cubano del siglo XX, Ciudad de México, FCE, 2002, pp. 689-707.
[24]Ver el dossier “2007: contra los censores”, en Encuentro de la Cultura Cubana, No. 43.,
invierno de 2006/ 2007, pp. 253-270; Desiderio Navarro, ed., La política cultural del periodo
revolucionario. Memoria y reflexión, La Habana, Centro Cultural Criterios,
2017, http://www.criterios.es/cicloquinqueniogris.htm
[25]Arturo Arias Polo, “Cuba tiene una larga historia
de censura en el cine”, El Nuevo Herald,
Miami, 7/ 2/ 2016, http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/cuba-es/article59224673.html
[26]Dean Luis Reyes, “Yo quiero ver Santa y Andrés”, On Cuba, 24/ 11/ 2016, http://oncubamagazine.com/columnas/yo-quiero-ver-santa-y-andres/
[27]Ver Rafael Rojas, “El acorazado Maine regresa a La
Habana”, Letras Libres, Febrero de
2015, http://www.letraslibres.com/mexico-espana/el-acorazado-maine-regresa-la-habana
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