Es habitual escuchar
frente a los más resonantes casos de corrupción frases hechas que repiten
aquello de que el funcionario que roba se queda con los impuestos de la gente
que los paga para que el Estado funcione.
Nadie
en su sano juicio podría aseverar lo contrario. Los contribuyentes aportan una
parte importante de su esfuerzo personal tributando. Cuando un corrupto se
apropia de algo indebidamente, se lo ha quitado efectivamente a la sociedad de
un modo inmoral e inaceptable.
Cabe
en ese contexto una comparación incómoda pero igualmente válida. La corrupción
no es la única fuente de derroche del dinero de los ciudadanos. Existen muchas
y variadas formas de tirar recursos a la basura con desprecio y descaro que
cuentan con el aval implícito de todos.
Cuando
en una oficina estatal, por relevante que sea la supuesta tarea que se encara,
se identifican más agentes que los necesarios, que cobran salarios
inexplicables, gozando de privilegios especiales, con permisos extraordinarios,
largas licencias, un ausentismo irracional y una productividad más que
cuestionable, nadie parece horrorizarse demasiado.
A
eso habría que agregar que aquellos que tienen la "bendición" de ser
personal permanente son intocables ya que nadie los puede despedir. Su
estabilidad nunca está en juego. Sus incentivos para hacer lo correcto, ser
gentiles, eficientes y rendir al máximo están definitivamente relajados.
Mejor
no preguntar demasiado acerca de que gobernante o funcionario jerarquizado de
turno les otorgó ese beneficio, en que época y bajo qué circunstancias, porque
es probable que todo haya sido poco transparente.
Es
bastante difícil de comprender la lógica cívica de este tiempo. El dispendio
parece tener diferentes categorías y entonces por un lado están las
dilapidaciones de recursos aceptables y por el otro las inadmisibles.
No
es indispensable ser un economista experimentado para darse cuenta que se gasta
mucho más dinero de los contribuyentes en el despilfarro cotidiano del empleo
estatal, que cuenta con la aprobación de la sociedad, que en la consabida
corrupción que tanto escandaliza, a la que se le dedica largas prédicas y
enormes espacios en los medios de comunicación.
Vale
la pena recordar que la causa de muchos de los problemas que se atraviesan en
el presente tiene que ver precisamente con el excesivo peso del gasto estatal.
Sus fuentes de financiamiento no son inagotables. Impuestos, emisión monetaria
artificial o endeudamiento son las únicas alternativas y todas salen
invariablemente del bolsillo de las personas.
La
ciudadanía está convencida de que es imprescindible encarcelar a los corruptos,
eliminando esa aberración que tanto daño hace. Últimamente se ha insistido
inclusive en la necesidad de recuperar lo robado para que los corruptos
devuelvan el botín con el que se han quedado.
Sin
embargo, a los ciudadanos no parece molestarles tanto ese otro despilfarro que
gotea todos los días, con oficinas improductivas, empleados que sobran, gente
que sigue parasitando para vivir de los demás. Algunos tienen todavía algo de
pudor y tratan de disimular haciendo que trabajan, justificando horas de
presencia estéril y cumpliendo el reglamento.
Claro
que generalizar siempre es un riesgo. No faltará el que intentará defenderse
corporativamente, siendo parte del sistema y haciendo gala de una escasa
ecuanimidad. Ellos dirán que muchos trabajan bien, son eficientes e
imprescindibles. Es posible que tengan razón, aunque si conocen de la
existencia de abusos y excesos bien podrían denunciarlos en vez de ser
cómplices de tanta indignidad a su alrededor.
Lo
cierto es que cuando alguien plantea que sobran empleados estatales, que se
podría funcionar de un modo más profesional, bajo un esquema en el que impere
el merito y solo asumiendo la cantidad de colaboradores que se precisan,
aparecen entonces una avalancha de justificaciones para argumentar la
inviabilidad de cualquier cambio.
Están
los que se enternecen y dicen que si se despidiera a los que sobran, a los
menos eficaces, muchos quedarían en la calle sin trabajo. Es probable que esa
hipótesis sea correcta aunque tampoco es una certeza. Lo que es evidente es que
la sociedad admite que son muchos e ineficientes y parece estar dispuesta a
aceptar ese dislate subvencionando ese disparate.
Tal
vez sea tiempo de dejar de lado la hipocresía y buscar algo de coherencia entre
el discurso y la acción. No parece razonable ofenderse por la corrupción
argumentando que es el dinero de todos, y cuando de ineptitud y prerrogativas
se trata, aceptar todo con resignación, como si fuera algo demasiado diferente.
No
hay dilapidación de dinero de primera y de segunda. En todo caso existe una
forma de derrocharlo que goza de una desaprobación total, como el de la
corrupción, y otra más laxa y condescendiente, que viene de la mano de ese
interminable barril sin fondo que es el inservible empleo estatal.
La
próxima vez que alguien se queje de la inflación descontrolada y las tarifas de
los servicios públicos, de la enorme carga impositiva y la eterna deuda de los
gobiernos, será importante refrescar ésta consciente decisión de quienes
esperan que todo cambie pero siguen avalando estas nefastas prácticas
contemporáneas que minan el presente y destruyen el futuro.
Nada
cambiará demasiado si la sociedad no está dispuesta a revisar en serio sus
profundas creencias. Aborrecer la corrupción es una decisión inteligente, pero
existen otras perversiones que siguen vigentes y cuentan con la anuencia de una
sociedad que continua aprobando el despilfarro.
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