Por Alberto Medina
Méndez.
A esta altura del año
y en especial en estas latitudes, los dirigentes sindicales aparecen en los
medios de comunicación exigiendo incrementos salariales, los gobernantes
intentan moderar esas aspiraciones, y los educadores promueven sus mezquinos
intereses preparando el terreno.
El tema parece
eterno. Se trata de la inagotable controversia acerca de cuáles deben ser los
parámetros de las remuneraciones de los docentes. Sobrevuelan la polémica aspectos
éticos, consideraciones subjetivas y una aureola que convierte el asunto en
algo solemne, sagrado e incuestionable.
De un lado del
mostrador los profesores y maestros se ocupan de exaltar su labor
convirtiéndola en el eje absoluto de la vida en comunidad. Bajo el paraguas de
una interminable lista de trilladas frases hechas pretenden colocar el debate
en un pedestal de opinable majestuosidad.
Del otro lado, un
Estado paternalista, siempre políticamente correcto y extremadamente culposo,
intenta hacer malabares para encontrar ese punto intermedio que no coloque a
los gobernantes en un lugar incómodo y que los muestre genuinamente preocupados
con el futuro del país.
Toda esta parodia, repleta de hipocresía y ausencia de sentido común, finalmente se resumirá en un frio número que surgirá de la negociación entre las dos despiadadas corporaciones. Sindicatos y Estado, fumarán la pipa de la paz, a regañadientes, alcanzando un acuerdo salarial que pagarán todos los contribuyentes y regirá hasta el año entrante, cuando vuelva a reeditarse esta patética escena circular.
Toda esta parodia, repleta de hipocresía y ausencia de sentido común, finalmente se resumirá en un frio número que surgirá de la negociación entre las dos despiadadas corporaciones. Sindicatos y Estado, fumarán la pipa de la paz, a regañadientes, alcanzando un acuerdo salarial que pagarán todos los contribuyentes y regirá hasta el año entrante, cuando vuelva a reeditarse esta patética escena circular.
No existe duda alguna
que la educación es trascendente para una sociedad, pero también se sabe que su
calidad no depende de los niveles salariales de los actuales docentes. Abundan
pruebas al respecto. Un fabuloso salario no convierte a un pésimo educador en
uno excelente, ni tampoco al revés.
El problema de fondo
sigue siendo que estas pulseadas están lideradas por dos enormes monopolios
legales. Esa palabra es detestada por la mayoría pero paradójicamente en estos
asuntos se acepta sin pudor. Es extraño que la gente aborrezca las posiciones
dominantes en las actividades lucrativas y en estos menesteres aplauda
vigorosamente que el Estado y los gremios manejen todo sin competencia alguna.
Suponer que la
educación mejorará como consecuencia de una discusión sobre como se
actualizarán los salarios es una falta de respeto a la inteligencia cívica.
Nada evoluciona mágicamente de ese modo, sin embargo los docentes siempre
reiteran la desgastada cantinela de que si no están bien pagados no pueden ser
eficientes a la hora de dar clases.
Que alguien deba
destacar la relevancia de los incrementos a su propio sueldo es un hecho
vergonzoso. Son los usuarios, directos e indirectos, del sistema los que tienen
autoridad moral para afirmar eso. Nadie aceptaría que un comerciante diga que
merece mayores utilidades. El debe ganarse, como todos, ese derecho ofreciendo
buenos servicios, a un excelente precio y conseguir que los consumidores lo
hagan alcanzar sus pretensiones.
Tiene muy poco de
ético, presionar a la sociedad, tomar de rehenes a padres y alumnos, para
conseguir una mejora en los ingresos. Aun cuando las metas sean conquistadas y
esas herramientas fueran efectivas, la inmoralidad del proceso deslegitima
cualquier argumento utilizado.
No toda la culpa la
tienen los desprestigiados líderes sindicales y los manipuladores políticos de
siempre. Buena parte de la responsabilidad recae en esos docentes que se ufanan
de una supuesta superioridad que hace que toda la comunidad tenga el deber
moral de protegerlos y de una sociedad hipócrita que recicla crónicamente su
inocultable doble discurso.
Esos ciudadanos que
repiten hasta el cansancio que hay que mejorar el sistema educativo, son los
mismos que luego respaldan aumentos lineales, donde no existen criterios que
evalúen méritos profesionales, exijan mayor compromiso o establezcan resultados
mínimos razonables.
Nadie, en la vida
cotidiana, quiere pagar mucho por algo malo. Sin embargo en temas educativos,
la gente parece estar dispuesta a alentar reclamos salariales, a sabiendas de
que el alumno que egresa de la escuela no tiene el nivel esperado. Un absoluto
sinsentido gobierna el debate.
No parece razonable
deliberar acerca de los salarios sin incorporar a la discusión el producto
final que se espera a cambio de esa compensación. No se pagan retribuciones
mejores o peores con independencia del servicio que se presta, sino justamente
para lograr un óptimo rendimiento deseado.
Demasiados docentes
creen con convicción que “merecen” un buen salario y que hacen lo que pueden, y
por lo tanto no se sienten responsables de cómo culmina todo el proceso. Que
alguien egrese del sistema, sin saber leer, escribiendo con errores
ortográficos y con visibles dificultades para comprender textos simples o hacer
operaciones matemáticas, no es un tema que para muchos de ellos tenga vínculo
con sus remuneraciones.
Sería deseable que la
misma pasión que los docentes, sus representantes gremiales y la sociedad le
ponen a lo salarial, puedan invertirse en demandar una calidad equivalente para
que los alumnos que emergen del sistema sean una satisfacción para todos y no
un grupo de personas que terminen resignándose a convivir con la
mediocridad.
En esta ocasión todo
culminará como siempre. Unos se enojarán, los otros buscarán apaciguar los
ánimos y luego de toda esa pantomima, alcanzarán el ansiado nuevo acuerdo.
Demasiado esfuerzo para contentar a la tribuna, para que los salarios docentes
finalmente se adecúen, pero el sistema siga funcionando igual. En definitiva,
la educación en clave salarial.
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