Por
Robert Penn-Davis (Especial para ENFOQUE 3)
Las
guerras del siglo XXI acaban sin desfiles triunfales ni lluvias de confeti.
Estados Unidos se retiró hace tres años de Irak sin cumplir los objetivos que
se propuso en la invasión de 2003. Y esta semana ha concluido la misión de combate
en Afganistán —la guerra más larga de la historia de EE UU, más que la Segunda
Guerra Mundial y que Vietnam— con una ceremonia discreta en Kabul, un
comunicado del presidente Barack Obama y los talibanes celebrando la derrota de
los aliados. La era de las victorias de la primera potencia ha terminado.
“La
guerra en Afganistán ha terminado en el mismo sentido en que terminó la guerra
de Irak en 2011. Es decir, en realidad no ha terminado”, dice el historiador
militar Andrew Bacevich, veterano de Vietnam y padre de un soldado muerto en
Irak. “Los americanos se marchan pero la guerra continuará. El resultado está
por decidir”.
Desde el
1 de enero el objetivo de EE UU y los aliados de la OTAN en Afganistán ya no es
combatir frente a los talibanes y otros grupos insurgentes: esta misión
corresponde a las fuerzas armadas afganas. Los cerca de 11.000 militares
norteamericanos tendrán una misión más limitada: entrenar a los afganos y
participar en operaciones contraterroristas.
El temor
a que una retirada brusca ofrezca vía libre a los talibanes para recuperar la
capital, Kabul, 13 años después de la intervención de EE UU, ha llevado a Obama
a ralentizar sus planes de ahora al 2016, la fecha que Obama ha fijado para la
retirada final: mil soldados más de los previstos se quedarán en el país
centroasiático y el contingente norteamericano dispondrá de un margen mayor
para luchar contra los talibanes y Al Qaeda.
El
Afganistán que EE UU empieza a abandonar no es un país estable. En 2014,
murieron más de tres mil civiles afganos, la cifra más elevada desde 2008,
cuando la ONU contó por primera vez las bajas civiles. Este mismo año, murieron
unos 5.400 soldados y policías afganos, la cifra más elevada desde que comenzó
la guerra.
EE
UU empieza a digerir una década bélica con el regreso de los veteranos y el
debate sobre la incapacidad para ganar del ejército más potente
Desde
2001 Afganistán ha dejado 2.224 militares norteamericanos muertos y 19.945
heridos. En Irak murieron, entre 2003 y 2011, 4.491 norteamericanos y 32.244
resultaron heridos. Más secuelas. “Depresión, ansiedad, pesadillas, problemas
de memoria, cambios de personalidad, pensamientos suicidas: cada guerra tiene
su posguerra, y así es con las guerras de Irak y Afganistán, que han creado
unos quinientos mil veteranos americanos heridos mentales”, escribe el
periodista David Finkel en el libro ‘Gracias por sus servicios’.
Tras la
retirada, llega la hora de digerir la década y media de conflictos sin
victoria. La avalancha de heridos engorda las listas de espera en los
hospitales de veteranos. El regreso, como ocurrió después de Vietnam, no es
fácil. Cerca del 7,2% de veteranos de Irak y Afganistán están en paro, por
encima de la media nacional.
La
diferencia con Vietnam es que, al contrario que entonces, los veteranos no
encuentran en su país una recepción hostil. Vietnam marcó el fin del
reclutamiento obligatorio. El carácter voluntario de las fuerzas armadas, desde
1973, las ha profesionalizado, pero también ha abierto un abismo entre los
militares y el resto de la sociedad.
Menos
del 1% de norteamericanos ha combatido en Irak y Afganistán. EE UU inició la
llamada guerra contra el terrorismo como respuesta a los atentados de 2001,
pero durante estos años EE UU no ha vivido como un país en guerra.
Los
combates eran algo lejano, exótico. Unos meses después del 11-S, “aunque
nominalmente estaba ‘en guerra’, la nación empezó a comportarse como si
estuviese 'en paz'”, escribe Bacevich en
su último ensayo, ‘Quiebra de la confianza. Cómo los americanos han fallado a sus
soldados y a su país’.
“Es
extraño, pero la relación [entre los norteamericanos y las fuerzas armadas] no
ha cambiado realmente a pesar del largo periodo de guerra”, dice Bacevich en un
correo electrónico. “Hoy, como era el caso antes del 11-S, los americanos
pretenden preocuparse por los soldados, pero su preocupación no se amplía hasta
el punto de impedir el compromiso en guerra innecesarias e imposibles de
ganar”.
En un
artículo titulado “¿Por qué los mejores soldados del mundo no dejan de
perder?”, publicado en el último número de la revista ‘The Atlantic’, el
periodista James Fallows vincula la distancia entre los civiles y los militares
con el hecho de que EE UU se haya embarcado en “guerra sin fin que no puede
ganar”.
La
desconexión, unida a la veneración automática de los militares por parte de los
ciudadanos, aisla a los militares de las críticas que reciben otras
instituciones de EE UU, como el Congreso o Wall Street. A la larga, según
Fallows, la ausencia de un escrutinio público perjudica a los militares, porque
pierden incentivos para mejorar. La profesionalización de los ejércitos permite
a los políticos embarcarse en guerras sin asumir un coste social: las
consecuencias las sufre una parte ínfima de la población.
Esta es
la “era del conflicto persistente”, según la frase acuñada en 2007 por el
entonces jefe del Ejército de Tierra, el general George Casey. El concepto
‘ganar guerras’ queda obsoleto. “En este mundo no ‘ganaremos guerras’”,
vaticinó en 2011 Anne-Marie Slaughter, jefa de planificación política del
Departamento de Estado cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado.
“Tendremos un abanico de herramientas civiles y militares para aumentar nuestra
posibilidades de convertir resultados malos y amenazantes en resultados buenos,
o como mínimo mejores”.
El
objetivo, en Irak y en Afganistán, ya no es ganar, sino evitar daños mayores. Y
el plazo es flexible. En Afganistán es 2016. En Irak fue 2011, pero este verano
los avances del Estado Islámico han forzado a EE UU a regresar. Si las guerras
del siglo XXI acaban sin desfiles y confeti, es porque muchas jamás acaban del
todo.
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