sábado, 13 de mayo de 2017

EL ESTERTOR DE LA MEMORIA




                                Por: J. A. Albertini
                                                      Al recuerdo de Pablo Pastrana Bencomo,
                                                      un cubano desterrado que no conocí el cual,
                                                      aferrando su vieja maleta de isla extraviada,
                                                       murió en las vías de  un tren, cargado de
                                                       nostalgia y desmemoria tentadora.
                                                                    El autor.
                                                                                         
— Papá, el café del mediodía ¡dulcecito!, como siempre te ha gustado —la hija, esposa, madre y abuela, le dijo al anciano de sonrisa incierta y mirada hacia atrás.

El viejo con mano temblorosa tomó la tacita blanca, imitación a  porcelana, y paladeó el café que, en jarro de peltre abollado, por años, la compañera de vida, después del almuerzo diario, le ofrecía, recién colado en manga de tela, ennegrecida por las borras continuas, antes de volver al trabajo. Un hilillo de café se le escurrió por la comisura de los labios hundidos que protegían las encías desdentadas.

— ¡Cuidado papá! acabo de ponerte ropa limpia —la hija advirtió y con un paño retiró el rastro de bebida oscura que se obstinaba en los surcos de la barbilla.

El olor y sabor del café, junto al alarido del tren matutino y vespertino que cruzaba, sin hacer parada, cerca del ingenio, siempre se la traía de vuelta. Fue un matrimonio de más de medio siglo. Se conocieron un 25 de diciembre, en el baile de Navidad anual que el dueño del ingenio y familia les obsequiaba, al inicio de cada zafra azucarera, como estímulo y reconocimiento, a los obreros. Aquella tarde, aunque no llovió fue fría y nublada. Ella era nueva en el batey. Había sido contratada como maestra de primaria para la escuelita, con vivienda contigua, que los vecinos, la patronal y el sindicato habían construido. Y ahora, en su primera actividad social, los congregados en el salón de fiestas comunal, se deshacían en atenciones.
La invitó a bailar y el aroma a melaza, envuelto en humo de molienda que la torre del central escupía, signó la relación que dio cuatro hijos. Una hembra y tres varones.


—Papá, mañana es Navidad —la hija señaló. —Mamá, que en paz descanse, y tú se casaron en igual fecha. —En verdad no quiero decir el año. Eso me haría sentir más vieja de lo que soy —bromeó, pero el anciano no articuló palabras ni varió la expresión infantil y bobalicona que engulló las facciones de antaño. Ajeno al entorno real, solo muy de tarde en tarde y casi siempre bajo el influjo del sabor del café repetía: El buldócer necesita petróleo; tengo que ir al ingenio...

Entre ellos, en aquel memorable baile de navidad, se estableció una corriente de simpatía. Ambos provenían de la capital provincial y en busca de oportunidades de trabajo, jóvenes, solteros y sin compromisos, habían  recalado en el central azucarero. Él, mecánico y conocedor de equipos pesados, desde dos años antes, operaba un viejo buldócer de orugas, Caterpillar, modelo D4, que a su llegada permanecía descompuesto y abandonado. Contra todos los pronósticos, con una inversión muy por debajo de lo calculado, puso la máquina a funcionar y, desde entonces, caminos y guardarrayas de acceso al batey se mantuvieron en condiciones óptimas. También, gracias a su pericia en los mandos del tractor, tareas de demolición, movimientos de tierras y construcciones se hicieron más fáciles.

El amor los ensartó a inicios del año nuevo; domingo 6 de enero, día de los Santos Reyes Magos. Sucedió en la fiesta infantil y rifa de juguetes, luego de concluida la misa mañanera, oficiada por el encanecido sacerdote franciscano que una vez por semana y en fechas señaladas, de la ciudad cercana, viajaba al ingenio para atender, en la iglesia pequeña y de madera, los requerimientos de la feligresía.
Ella, junto al cura español que enfatizaba las z, había terminado de extraer el último número ganador. El salón rebozaba júbilo de chicos y mayores.

—Hoy es Nochebuena, pero tú y yo vamos a pasarla solos. Cada cual está en lo suyo y con los suyos. Para cenar estoy asando un pedazo de carne de puerco. En un ratico te afeito para que mañana estés bonito —la hija lo halagó y maternal le pasó la mano por la cabeza de cabellos ralos y blancos. —El fiestón del 25 será en Miami, en casa de mi hermano; tu hijo menor. Toda la familia estará. ¡Ya tienes tres biznietos! —pero el viejo no escuchaba.

Se le declaró en el momento de más bullicio, cuando los menores destrozaban la gran piñata de cartón; colores variados y forma de camello. El estallido de varios globos hizo que él tuviese que repetir el pedido. A ella el rostro se le arreboló un poco pero no dejo traslucir otras emociones. Lo miró fijo; a los ojos y despacio respondió: Debo pensarlo

El domingo siguiente, a la salida de misa, bajo el jagüey frondoso que crecía a un costado de la iglesita, ella le dio el sí. La mañana de enero era fresca; el Sol deslumbraba y la brisa que descendía del follaje del árbol  batía la cabellera femenina y se encaprichaba en la falda azul celeste. Él  sintió un salto interno y nervioso, incapaz de articular palabras, le tomó las manos que oprimió con tanta emoción que  ella  profirió un lamento ahogado. Al instante, aflojó la presión y compungido inquirió: ¿Te lastimé...? No, bobito. ¡Casi me partes las manos!, le respondió con ese humor que siempre la caracterizó y que tan buenos resultados rindió en su labor como educadora, esposa y madre de familia.

—Sabes, papá, en estas fechas no se me arranca del pensamiento las festividades; Nochebuena,  Navidad, 31 de diciembre, Año Nuevo y Reyes Magos, que pasábamos en el batey del ingenio —aun a sabiendas que el anciano no le prestaba oídos, la hija compartió su nostalgia. —Los frijoles negros de mamá, los buñuelos de malanga y el dulce de cascos de toronja, en almíbar, que hacía y que comíamos con aquel queso blanco y fresco que le comprabas a Narciso, el lechero, todavía me hace la boca agua. ¿Te acuerdas papá...?

A finales de enero anunciaron el compromiso y planes de boda. Los vecinos del batey jubilosos acogieron la noticia. Ella, maestra joven y educada, con todos se daba a querer. Él vital y animoso, además de operar el buldócer del ingenio era conocido, gracias a sus habilidades manuales y disposición a servir, por el mote cariñoso de: el hombre orquesta.

A sugerencias de  moradores de la comunidad y directivos del ingenio, la vivienda escolar fue autorizada para ser ampliada; acoger a la pareja y a la segura descendencia. Él que, por entonces, vivía en una habitación rentada, contando con su salario y el de la futura esposa, hizo los arreglos pertinentes con la ayuda desinteresada, los fines de semanas y alguno que otro día, de amigos.

Y al año exacto de la declaración de amor, faltando poco para la hora del mediodía del 25 de diciembre, se casaron en la iglesita del batey. Familiares de los contrayentes, venidos de la capital provincial, los dueños del ingenio y la vecindad en pleno, abarrotaron el templo. Los más, imposibilitados por lo reducido del espacio de entrar al recinto, aguardaron en la calle, aunque tampoco fueron pocos los que desde temprano entre tragos de ron, aroma a carne de cerdo asada y música de vitrola, por anticipado celebraban el prometedor enlace matrimonial.

El festejo nupcial, con toque de guitarras, interpretación de décimas campesinas llenas, para los desposados, de buenos augurios, fue tan destacado que por años, hasta que el desastre trafidista, entre otras barbaridades, prohibiera las flores de los framboyanes, en el batey, cada Navidad  se recordaba el evento, así como la monumental borrachera que, a golpe de licor de anís mezclado con brandy, padeciera el piadoso cura español. La frase: ¡Eh tú! ¡Ponme otro sol y sombra! con la cual el hombre de Dios había exigido un cóctel tras otro, se convirtió, para los lugareños, en sinónimo de broma.

 —Mamá y tú parieron enseguida, o casi enseguida. A los diez meses de casados nací yo —la hija precisó. —No estuvo bien, de parte de ustedes que yo, siendo la única hembra, viniese primero. Mis hermanos debieron haber llegado antes y ser yo la última. Así hubiese sido la más chiquita y consentida de todos —fingió lamentarse y sonrió.

Al nacimiento de la primogénita siguió, con intervalos prudenciales, el de los varones. El tiempo pasaba; los hijos del matrimonio, junto a la chiquillada del batey, fueron creciendo y cada cual encausó su camino. Muchos ex alumnos de la maestra, de ambos sexos, partieron a otros sitios o ciudades. Otros se sumaron, ocupando diferentes responsabilidades, a la industria azucarera local y formaron familias. Algunos no pararon hasta la universidad. Sin embargo, durante las fiestas decembrinas y de Año Nuevo, todos coincidían en el batey, donde ir a saludar a la maestra y al hombre orquesta, era visita obligada. Ella los recibía con el cariño de siempre y no paraba de hacer las recomendaciones que desde niños de sus labios escucharon. Empero, si le presentaban al conyugue desconocido o al retoño reciente, los consejos y observaciones se duplicaban.

—Papá, si te dijera que las Navidades, fin de año o cualquier otra celebración que extraño están ligadas al batey del central y no a la ciudad donde conocí a mi difunto, viví parte importante de la juventud, desarrollé mi profesión y tuve a los jimaguas. ¡Qué va, como el batey no hay dos! —ella, a sabiendas que la mente del anciano navegaba en brumas indescifrables, aireó un rescoldo de nostalgia.  

La primogénita, siguiendo los pasos de la madre, estudió magisterio, se estableció en la capital provincial; contrajo matrimonio y aportó el primer nieto. Suceso que coincidió con la toma violenta del poder político en la Isla por Celso Trafid Zur y sus seguidores, que honrando el apellido paterno de su líder indiscutible se hacían llamar trafidistas.

A poco, la ola arrebatadora del trafidismo, con rugir de motores, olor a petróleo y pisadas de esteras metálicas, irrumpió en el batey del central arrasando, al paso de la maquinaria pesada, con todo vestigio de vegetación, incluyendo arboledas maderables y frutales. Él, parado junto a su añoso Caterpillar fue testigo mudo e impotente de como los palmares  circundantes, al resistirse a la embestida de los tractores tradicionales fueron, palma real tras palma real, derribadas por los potentes buldóceres franceses, Richard Continental,  modelo CD-10 , cuyos operadores, colocando verticalmente las cuchillas, golpeaban y empujaban los troncos, hasta que las raíces estallaban en borbotones de tierra ultrajada y las esbeltas y orgullosas palmas, envueltas en estruendo agónico de pencas y desparramo de racimos de palmiche, resultaban inmoladas.

Uno con atributos de jefe se le aproximó y dijo: Has cuidado bien de este viejo buldócer, pero el progreso no necesita del pasado. Y al indagar el porqué de tanto destrozo vegetal el funcionario respondió: Haremos una gran zafra azucarera que romperá los récords anteriores y, para sembrar la caña necesaria, vamos a requerir hasta el último  palmo de terreno. El orden y el progreso del trafidismo han llegado al batey de este ingenio. Somos la Brigada de Desmonte e Invasión, el hombre afirmó y a partir de allí se iniciaron cambios drásticos. A duras penas, gracias a que los vecinos aceptaron un decreto gubernamental que cancelaba, por belleza excesiva, la floración veraniega de los framboyanes, el batey pudo conservar, de manera precaria, los árboles que por décadas habían ofrecido cobijo y colorido

 —No es que me queje de mis años fuera del batey. En mi matrimonio fui muy feliz viviendo en la ciudad. De hecho, allá nacieron mis hijos. Y del exilio, en este gran país, aunque al principio fue duro, tampoco me quejo...pero... ¡Qué va, como el batey no hay dos! —la hija, los ojos arrasados en lágrimas navideñas, exclamó.

Y, entonces, el nuevo orden progresista se empeñó, desgranando palabras con eslabones de consignas y arrastre de cadenas promisorias, en trastocar y revolcar de manera sistemática la existencia apacible de los vecinos del batey. Ella, la maestra, por no ser educadora confiable, fue sustituida y la familia tuvo que desalojar la vivienda escolar. Él, impotente vio como su inseparable buldócer Caterpillar  resultó, según palabras de un funcionario, descontinuado; convertido en chatarra y pocas piezas de repuestos que terminaron arrinconadas en polvo de olvido.

Fueron épocas en que, paradójicamente, los que pretendían hacer el cielo terrestre, revivieron y aplicaron leyendas bíblicas como las del fratricidio, las plagas y el personaje que al cantío de un gallo renegó de sus creencias y valores. Y en aquel fragor de esterilidad pegajosa el esposo, a las puertas del cementerio pueblerino, perdió a la compañera de vida. Y por mucho que trató de reencontrarla o recomponerla de nada le sirvió su fama de hombre orquesta.

Fueron épocas en que el café matutino y vespertino perdió aroma y paladar. Fueron épocas en que el silbato del tren matutino y vespertino le supo a llanto. Fueron épocas que indigestaron la memoria y la escupieron en tierra ajena.

—Papá, ¿te acuerdas de nuestra llegada a Hialeah? —la hija lo rasura con una maquinilla eléctrica y no para de hablar. Me acuerdo que todavía estabas fuerte y querías buscar trabajo en lo que fuera. Pero...—desconsolada mueve la cabeza —no sé qué pasó que empezaste a cambiar... Y mira ahora como estás que ya no reconoces a nadie y ni la boca quieres abrir —desfogó un sollozo, pero al momento se animó. — ¡Qué buen mozo has quedado!, y eso que me falta peinarte.

La infecundidad floral de los framboyanes, el paisaje sin palmas reales, el desmadre que amargó el azúcar del ingenio y opacó el sol del batey, lo llevaron, junto al resto de la familia, a emigrar. En el destierro, de muchas maneras, trató de rehacer su vida laboral, pero los años pasaron y de hombre orquesta, pisada a pisada, devino en anciano dependiente.

Paulatinamente, sus días se fueron limitando al butacón reclinable. La memoria desdibujó el presente; cristalizó en el batey del ingenio y prescindió del lenguaje. Las palabras quedaron en el olor a melaza, el jagüey del sí y la figura de la esposa, extraviada en el camposanto. También, en el café recién colado, los hijos pequeños, el estallido rojo de los framboyanes; pitazos de tren, tañido de guitarras y cantores guajiros; la borrachera del cura, el traqueteo de su buldócer y las risas felices... felices risas....

La hija humedeció, en colonia infantil, las greñas mansas y con un peine pequeño las alisó.

—Hoy no comerás en el butacón. Es Nochebuena y nos sentaremos a la mesa. Para evitar embarres al cuello te amarro una servilleta grande. Pero, bueno, si te embarraras, no importa: hoy es Nochebuena. Papá, ¡qué buena me ha quedado la yuca!... ¡blandita, blandita! Y de los frijoles negros... ¡ni te cuento!

La hija, concluida la cena, lo desvistió. Limpió la cara hendida de restos de comida y enjuagó la boca de suavidad infantil. Luego, lo atavió con un pijama a cuadros blancos, azules y rojos. Auxiliado por las manos protectoras llegó al dormitorio pequeño y se tendió en la cama estrecha.

—Que duermas bien. Recuerda que mañana tenemos fiesta. Es Navidad y aniversario de bodas. Desde mi cuarto estaré pendiente de ti. —Lo miró con arrobo triste y apagó la luz.

Acostado, boca arriba, en la oscuridad de la habitación, escuchó la sirena del central, olfateó la melaza y entendió que era hora de ir a trabajar: El buldócer necesita petróleo; tengo que ir al ingenio...Además, era el día de su boda. Con la agilidad de hombre orquesta se lanzó del lecho. De la cocina le llegó el trajinar de la esposa, envuelto en aroma de café. Se vistió con la habitual ropa de trabajo; calzó las botas rústicas y cubrió la cabeza con la manoseada gorra del cienfueguero equipo de pelota. Nunca fue del Almandares, Habana o Marianao. No era hombre de cambios o fanatismos de última hora. Fue hasta el clóset y recuperó la maleta modesta, color azul, con la que había llegado a Hialeah y que guardaba la poca ropa que de la Isla trajo.

En la cocina, junto a la esposa, saboreó el primer café del día. Era temprano y los niños aún dormían. El pitazo del tren matutino lo alertó. Desayunó apurado. La besó en la frente y salió al agradable amanecer de diciembre: el día de su boda.
El llamado del tren se aproximaba. Apuró el paso y atravesó el batey: El buldócer necesita petróleo; tengo que ir al ingenio...Caminó más aprisa y el fragor cercano de la locomotora que, con fricción metálica, engullía rieles y tiraba de los vagones le hizo comprender que para llegar al batey debía subir al tren. Se detuvo en medio de los rieles nocturnos de Hialeah. Con los brazos, por encima de la cabeza, levantó la maleta. La luz lo encegueció; la maleta azul escapó de sus manos, se abrió y al aire de luna desparramó, junto con sus zapatillas plásticas, la poca ropa que de la Isla había traído...Nada importaba; ya estaba en el tren del regreso. El batey se acercaba y pronto, desde las ventanillas del vagón, vería el follaje de los framboyanes. No, no llegaría tarde. Era Navidad; 25 de diciembre...el día de su boda.    


NOTA: Historia tomada del libro "Siempre en el entonces: Dos noveletas y ocho cuentos". Obra reciente del escritor J.A. Albertini.



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