"Pero estos tiempos no tienen nada de normales en el convulsionado ambiente politico norteamericano..."
Alfredo M. CeperoDirector de www.lanuevanacion.com
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Hace un par de semanas se cumplió un año de
la victoria inesperada de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los
Estados Unidos. En cualquier situación normal el triunfador ya habría sido
aceptado por la militancia del partido contrario y el candidato derrotado
habría reconocido su derrota con elegancia y resignación. Pero estos tiempos no
tienen nada de normales en el convulsionado ambiente político norteamericano.
El ganador es hostigado y despersonalizado por sus adversarios en la política y
en la gran prensa con el objeto de descarrilar su agenda. La perdedora
sigue litigando los temas como si aún estuviéramos en medio de la campaña
política. Todo son excusas y mentiras para justificar una derrota que resultó
una sorpresa y un terremoto electoral nunca antes visto en la vida política
norteamericana.
Hillary Clinton insiste en negarle validez a las elecciones y legitimidad a la
presidencia de Donald Trump. Lo acusa de conspirar con Vladimir Putin para
alterar los resultados del proceso electoral y de haber contado en su campaña
con elementos que se enriquecieron haciendo negocios con los rusos. Sin aportar
la más mínima prueba, se ha lamentado de haber sido discriminada por su
condición de mujer y de la parcialidad de la prensa en las informaciones sobre
la campaña.
Pero cualquier daño que le esté causando o que pudiese haberle causado a Trump
se queda pequeño con el daño que esta mujer le ha causado y le sigue causando a
su propio partido. A base de dinero, manipulaciones e intimidación
Hillary le pasó la aplanadora a Bernie Sanders y se robó las primarias
del Partido Demócrata. El escándalo resultó obvio durante la convención del
partido pero ha ganado intensidad y credibilidad después del revelador libro de
Donna Brazile, un verdadero ídolo en los círculos demócratas. Las trampas de
Hillary y sus apandillados han quedado al descubierto en un momento en que
ambos Clinton son vulnerables.
Por otra parte, esta pareja de delincuentes confronta por estos días un intenso
escrutinio relacionado con su grotesco enriquecimiento ilícito mientras ella
desempeñaba la cartera de Secretaria de Estado. Y en el centro de todo ello, su
participación en las actividades delincuenciales que permitieron la adquisición
del 20 por ciento del uranio norteamericano por la agencia nuclear soviética.
Cualquier persona en sus cabales, se retiraría a la vida privada a disfrutar su
fortuna y pasar desapercibida. Pero eso no se aplica a los Clinton. Ambos
padecen de una obsesiva adicción al poder político, se han acostumbrado a
operar al margen de las leyes y se consideran con un derecho absoluto a la
impunidad ante las mismas.
Son una dinastía que se negó a entregar el poder y ha hecho el ridículo de que
le haya sido arrebatado de las manos por gente que se cansó de su arrogancia,
de su avaricia y de su descaro. El hecho incontrovertible es que, con su
empecinamiento, han dejado sin oxígeno al partido para facilitar el desarrollo
de nuevos líderes. Y, peor aún, creado las condiciones para que extremistas
como Bernie Sanders, Elizabeth Warren, Tom Perez y Keith Ellison se hagan con
el poder. El partido moderado de John Kennedy, Henry Jackson y Sam Nunn desapareció
para dar paso a un partido de izquierda radical que quiere hacer del ciudadano
un ser manipulable a sus intereses políticos y un parásito de un estado
todopoderoso.
Para no quedarse atrás, el Partido Republicano ha contado con la dinastía de la
familia Bush. Gracias a su popularidad como vicepresidente de Ronald Reagan,
George H.W. Bush (41) ganó las elecciones presidenciales de 1988 frente al
Gobernador de Massachusetts, Michael Dukakis. Pero Bush estaba lejos de la
filosofía conservadora y los principios nacionalistas de Ronald Reagan. Como
los Rockefeller antes que él, George H.W. estuvo siempre ubicado a la izquierda
del partido y promovió una política internacionalista reñida muchas veces con
los intereses nacionales de los Estados Unidos. Dejó a medias la invasión de
Irak y le perdonó la vida a Saddam Hussein para cumplir con los requerimientos
de las Naciones Unidas.
En las elecciones del año 2,000 fue electo presidente su hijo George W. Bush
(43) sobre quién cayó la responsabilidad de enfrentar el reto del terrorismo
islámico contra las Torres Gemelas del Centro Mundial de Comercio en Nueva
York. Durante sus ocho años de gobierno cumplió con su responsabilidad de
mantener la seguridad de los Estados Unidos. Pero en sus últimos cuatro años promovió
programas de beneficio social que dispararon la deuda nacional de los Estados
Unidos. Todo esto, unido a la impopularidad de sus guerras en Irak y
Afganistán, redujeron a menos del 30 por ciento sus niveles de aprobación.
Ahora bien, independientemente de los aciertos y errores como gobernantes del
padre y del hijo, los Bush han sido tradicionalmente una familia honorable.
Gobernaron con honradez y se comportaron como caballeros en sus vidas privadas.
Nunca incurrieron en la retórica destructiva que empaña la política de nuestros
días. Pero esa moderación y esa política de altura llegó a su fin durante las
elecciones presidenciales de 2016, cuando Donald Trump le arrebató la
postulación a Jeb Bush, el tercer Bush en una generación que quería domiciliarse
en la Casa Blanca.
Al igual que Hillary en el Partido Demócrata, se esperaba que Jeb Bush navegara
sin obstáculos y fuera "coronado" como candidato presidencial del
Partido Republicano. Pero se apareció el reto inesperado de un hombre sin
experiencia política pero con la habilidad de interpretar las inquietudes,
frustraciones y aspiraciones de una proporción considerable del electorado
norteamericano. Gente que había sido ignorada por la cúpula de ambos partidos y
buscada un redentor sin compromisos con las maquinarias tradicionales y sin
miedo a llamar las cosas por su nombre. Donald Trump demostró ser ese hombre.
Fueron unas primarias republicanas sin precedentes en la historia del último
medio siglo. Uno a uno, Trump fue eliminando a sus 16 adversarios sin compasión
ni tregua. Además de su carisma personal utilizó armas fuera de lo
convencional. Les puso apodos y ridiculizó a muchos de sus adversarios. En
algunos casos llegó al insulto personal y hasta la insidia, como fue en el caso
del padre de Ted Cruz. Confieso que Trump me resultó repulsivo en muchos
momentos de los debates televisados y vote en su contra durante las primarias
republicanas. Los Bush nunca le perdonaron que le endilgara a Jeb el
calificativo de "low energy", (algo así como el débil).
Pero llegó la hora de las definiciones cuando Donald Trump, a pesar de la
oposición activa de las élites republicanas, fue postulado por el partido. Ya
no era una opción entre varios republicanos con quienes compartía principios
sino entre un candidato republicano y una candidata demócrata totalmente
corrupta y mentirosa congénita. Entre la izquierda y la derecha, entre el
aborto y la vida, entre la seguridad nacional y las fronteras abiertas, entre
el derecho a portar armas y poner mi seguridad personal en manos del estado,
entre el individuo como dueño de su destino y el ciudadano subordinado a los
designios del estado.
No sólo voté por Donald Trump sino me lancé a buscarle votos entre mis amigos,
muchos de los cuales también lo rechazaban. Mi repulsión personal tenía que ser
supeditada a los intereses nacionales de los Estados Unidos, el país donde han
nacido, viven y probablemente vivirán los 18 seres que han nacido como frutos
del matrimonio de 52 años entre mi esposa y yo.
Por eso me resultan tan abominables las declaraciones de los dos Bush que han
sido honrados con los votos de republicanos que los llevaron a la Casa Blanca.
Bush 41 le admitió a la BBC que había votado por Hillary Clinton porque Donald
Trump le resultaba repulsivo. Y, por su parte, Bush 43 afirmó que temía
"ser el último presidente republicano". Todo ello, porque Donald
Trump se atravesó en el camino de que un tercer Bush fuera presidente de los
Estados Unidos.
De hecho, Donald Trump es tan republicano como los Bush pero en un Partido
Republicano que ha cambiado de manera radical, tal como ocurrió cuando Ronald
Reagan fue presidente. Los Bush, que nunca profirieron una crítica contra el
"zurdo fanático" de Barack Obama, atacan ahora a Trump por razones
netamente de venganza personal. Su apasionamiento les impide entender que ni
los Estados Unidos son una monarquía ni ellos son una dinastía.
Termino citando mi artículo de 23 de noviembre de 2015, donde les dije:
"Si tuviera la oportunidad de hablarle a los Bush les diría que, aunque
les cueste reconocerlo, por su propio bien y por el bien de la nación que han
servido y amado, deben de aceptar la realidad de que los nuevos tiempos y las
nuevas circunstancias los han convertido en una dinastía obsoleta".
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