"Esos ciudadanos no ocupan espacios en los Medios, no dictan discursos, ni protagonizan gestion alguna..."
Hace varias semanas
sugería José Luis Fernández, actual presidente del Presidio Político
Histórico Cubano, que los militares enaltecen en una figura anónima a todos los
soldados sin identificar que cayeron en el cumplimiento de su deber, y que el
exilio, debería buscar una fórmula para rendir tributo a
los millares de hombres y mujeres desconocidos que con devoción y
estoicismo, honran día a día, el gentilicio cubano.
Por casi sesenta años, numerosas
personas han contribuido de una forma u otra a la lucha contra la dictadura
castrista. Divisiones de hombres y mujeres, en su mayoría desconocidos, se han
sacrificado con humildad apoyando a los dirigentes que a través de
todos estos años han liderado propuestas contra la dictadura.
Esos ciudadanos no ocupan
espacios en los medios, no dictan discursos, ni protagonizan gestión alguna.
Son personas sin uniformes ni armas, personas
anónimas que han demostrado a su manera y
constantemente, llevar a la tierra en la que nacieron en lo más
profundo de sus corazines.
Este andar se inició hace casi
seis décadas. Mientras unos honraban la Patria de Todos en la lucha
clandestina o con el fusil en los llanos y montañas de Cuba, otros
ingresaron a la isla clandestinamente o en gloriosas expediciones.
Según pasaron los años cundió la
desesperanza y el exilio fue creciendo en número, ya en tierras extrañas, al
ritmo que imponían las nuevas condiciones, se abocaron a recuperar
sus vidas sin abandonar el compromiso con la nación en crisis.
Estudiaron, trabajaron y
paralelo a los deberes familiares y sociales continuaron la lucha por la
democracia en Cuba. Integraron o apoyaron las agrupaciones que se constituían
en otras costas contra el régimen castrista. Participaron en todas las
actividades contrarias a la dictadura y hasta fueron capaces de ser solidarios
con otros pueblos amenazados por el castrismo o azotados por desastres
naturales.
Los mayores envejecieron, los
hijos los convirtieron en abuelos, y la primera generación de los nacidos fuera
de la isla también fueron abuelos. La mayoría de ellos crecieron en un ambiente
de patria transnacional, muchos honraron las obligaciones contraídas por sus
padres y crecieron añorando la tierra que no habían conocido. Esos
jóvenes envejecieron inexorablemente, los vástagos de esa primera generación de
exiliados vieron el brote de las canas y sintieron el gruñido de las articulaciones
enmohecidas.
La mayoría arribó a estas playas
que serán inconmensurablemente bellas cuando se les diga adiós, parafraseando a
José Martí, confiados en que sería por poco tiempo. No ha sido así. Los huesos
y las almas de esos pioneros del exilio y de muchos de los que vinieron
después, reposan en algún camposanto y deambulan por cualquier punto de la
calle Ocho, muy posiblemente, gracias a la pasión que
nunca les dejó por retornar al terruño, como relata José Antonio Albertini en
su novela “Un día de Viento”, en la que los muertos, entre ellos, él y sus
amigos, desesperan por el regreso.
La vida la recorrieron
conscientes del camino que les correspondía. La adversidad fue vencida por las
convicciones. Cierto que tuvieron el respiro de la familia, los hijos y los
nietos, pero jamás dejaron la ruta. Permanecieron comprometidos. Nunca fueron
seducidos por una existencia en las que sus obligaciones con la tierra en la
que habían nacido, no estuvieran presentes.
Los días de destierro se
convirtieron en años. La certeza de un pronto regreso se fue extinguiendo pero
el compromiso de seguir bregando por el retorno se acentuó y se hizo más firme.
El sentido común clamaba en silencio que el sueño
se agotaba a la par que la existencia, pero no han hecho caso, por
eso, las deserciones fueron causadas por la guadaña no por el
abandono de los compromisos contraído. Las frustraciones y los desencantos
no han impedido a los sobrevivientes continuar batallando hasta el último
suspiro, mirando el sol de frente y exigiendo para los demás lo que
anhelan para ellos. Han sido capaces de cumplir con sus deberes, a pesar de las
adversidades, una condición que demanda una entereza moral extrema.
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