Por
Alberto Medina Méndez.
Un
desgastado y recurrente debate sobre las nuevas versiones del nepotismo ha
vuelto al ruedo. Aquella vieja costumbre de la política de contratar
familiares en cargos estatales permanece totalmente intacta.
Es evidente que esta
inextinguible impronta de los dirigentes clásicos goza de muy poca
transparencia, especialmente cuando se lo oculta deliberadamente y se esmeran
en que nadie lo divulgue demasiado.
Puede ser una decisión
éticamente cuestionable, sobre todo cuando se sabe que en ciertas posiciones
existen personas más preparadas para cubrir esos puestos que requieren de un
cúmulo de conocimientos técnicos.
Este esquema tradicional no
solo sigue su curso de rutina, sino que ahora se ha perfeccionado apelando a
nuevos ardides, mucho más ocurrentes, que le permitieron ampliar su campo de
acción hasta límites insospechados.
Para los lugares electivos ya
se ha constituido en una infame costumbre postular a quienes llevan el mismo
apellido de quien, circunstancialmente, está impedido normativamente de
aspirar a un nuevo mandato. Hijos, hermanos, primos y hasta padres, son una
opción para esta maniobra.
Con mucho mayor cinismo, y sin
pudor alguno, se utilizan espacios femeninos para proponer a esposas,
hermanas, primas, madres e hijas para colarse en ese indignante cupo de
género disfrazado de conquista social.
El enfoque de la discusión ha
sido, hasta ahora, alevosamente sesgado. Unos y otros han intentado generar
un clima muy particular llevando agua para su molino y utilizando esta
controversia con un sentido demagógico.
La portación de un apellido no
es, necesariamente, un ingrediente negativo. En ciertas tareas específicas de
extrema confianza hasta podría ser considerado como un meritorio atributo de
valor nada despreciable.
Lo absolutamente llamativo en
esta polémica, tan escandalosa como hipócrita, es que se ha decidido ignorar,
sin decoro alguno, el verdadero meollo de la cuestión, ese que realmente
impacta en los ciudadanos.
El punto central, cíclicamente
desdeñado, es la ineficiencia intrínseca del Estado en todas sus formas. La
indisimulable incapacidad de sus miembros para resolver asuntos y su inercia
dilapidadora es la verdadera tragedia.
Nadie parece estar dispuesto a
cuestionar la eterna discrecionalidad política para designar a sus
integrantes de todos los niveles, ni tampoco a revisar la patética dinámica
usada para seleccionar a los funcionarios de mayor rango.
Los mecanismos arbitrarios
solo alimentan la inagotable inoperancia, generan resquicios por donde se
desliza irremediablemente la corrupción, se escurre el favoritismo partidario
y la mediocridad le gana a la excelencia.
No sería demasiado sofisticado
intentar una deseable jerarquización de la gestión de los servidores
públicos, sometiéndolos a exigentes concursos y exámenes de calidad en los
que demuestren sus talentos para la labor.
A la ya objetable potestad de
los políticos para proclamar funcionarios se agrega su inescrupulosa
tendencia a hacerlo sin criterio suficiente. Mucho más preocupante es esto
aún, cuando se trata de sus colaboradores más cercanos y de esos que tendrán
las mayores responsabilidades.
La inmensa mayoría de esos
funcionarios han sido elegidos unilateralmente por el poderoso de turno, sin
sensatez, método profesional alguno, ni la necesidad de alcanzar un estándar
mínimo para cumplir su cometido.
Así las cosas, los resultados
de ese desordenado proceso son totalmente predecibles. Un grupo de personas,
con escasa preparación, que nunca trabajó en equipo, con conocimientos
difusos e incompletos, no puede lograr nada de lo que luego se pueda estar
genuinamente orgulloso.
Este combo que no tiene
justificación alguna, que ninguna persona de bien podría defender sin
sonrojarse, permanece indemne sin que nadie proponga abordar una urgente
reforma profunda que modifique este rumbo.
No se puede esperar que la
clase política lidere esas imprescindibles transformaciones. Son ellos los principales
beneficiarios de este enorme desmadre. Es ese caos el que los habilita sin
restricciones, para hacer lo que sea necesario y “acomodar” a sus alfiles sin
pasar por filtro alguno.
Por eso es muy difícil
comprender, desde la racionalidad, la actitud ciudadana de crisparse ante la
designación de algunos parientes de ciertos políticos mientras se pasa por
alto la inmensa cantidad de inútiles que pululan en todas las jurisdicciones
de la administración estatal.
La sociedad se ofende por lo
que parece burdo, pero admite livianamente que miles de agentes públicos,
trabajen a desgano, sin compromiso alguno, abusando de las ventajas que una
maraña de leyes ridículas les permiten.
Hasta que la gente no
comprenda la verdadera gravedad del asunto, el impacto que tiene en sus vidas
esta perversa maquinara y los pésimos servicios que recibe del Estado como
supuesta contraprestación a los abultados e impagables impuestos que abona,
nada bueno sucederá.
El primer paso consiste en
dejar de naturalizar lo inadmisible. No se puede soportar, con tanto desdén,
la interminable lista de situaciones inaceptables con las que se convive.
Hasta que eso no ocurra, todo seguirá igual.
Reaccionar desmesuradamente
ante la presunta inmoralidad que se deriva de la presencia de familiares en
los gabinetes políticos mientras se acepta mansamente que una abrumadora
mayoría de empleados estatales estafen a la comunidad a mansalva no parece
una postura demasiado inteligente.
Si la gente se siente
insultada por los políticos que promueven parientes para ocupar puestos
públicos y, al mismo tiempo, no tiene la decisión de ser más vehemente para
exigir mayores niveles de competencia y eficiencia a los estatales, seguirá
cayendo en la trampa de minimizar los importante.
Se puede entender que ciertas
determinaciones políticas incomoden a la sociedad y que sean asumidas como
una falta de respeto, pero resulta muy difícil comprender la inexplicable
tolerancia con los incompetentes.
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