"A quienes nacimos poco antes o poco después de 1959 se nos bloqueó toda posibilidad de conocer la trascendencia...."
Dos medias verdades no hacen una verdad,
Son numerosos los reclamos hechos por los
artistas cubanos en contra del Decreto No. 349. Pretende regularse, por ley,
lo que es y lo que no es arte. A partir de su publicación oficial, el
Gobierno decidirá cuales manifestaciones son “opciones culturales con alto
valor creativo y estético”. No se indica quienes o qué organismos calificarán
las obras y los artistas. Este absurdo, risible si no fuera tan triste para
la historia de la cultura cubana, recuerda el filme Amadeus, de Milos Forman, donde el atribulado ángel
de Salzburgo debía someterse a la evaluación de unos mediocres funcionarios
de la Corte; adicionalmente, debe sufrir la envidia de Antonio Salieri,
aplastado por la creatividad y la laboriosidad del genio.
Ante semejante irracionalidad, una pregunta:
¿Por qué regular algo que, por naturaleza, no es regulable y seria
ridículamente punible? Cualquier profesor de Estética estaría en contra de
limitar las expresiones culturales, con la excepción de aquellas que atenten
contra la salud mental y física de los ciudadanos. En efecto, proliferan en
el mundo de hoy obras y autores que se atribuyen el calificativo de
“artistas”. Pero salvo la singularidad citada arriba, ningún gobierno
moderno, democrático, razonable, iría cientos de años atrás, cuando reyes y
emperadores eran dueños absolutos del Escriptorium y del Tropo.
Una razón que explicaría el miedo
gubernamental detrás del Decreto No 349 es la actual democratización de las
manifestaciones culturales. Sean mediocres o de “alto valor estético” en
minutos alcanzan gran difusión a través de las redes sociales. Las
editoriales, las disqueras, hasta los museos y las galerías empiezan a
languidecer bajo la ofensiva del libro digital, Spotify, el Museo Británico y
el Louvre ofreciendo paseos virtuales. Ya no hay que pasar por las manos de
nadie para ser publicado o escuchado. Y eso es de suma importancia para el
régimen cubano: el arte cubano —el que se produce adentro— fuera de control.
El dilema que se les presenta a las
autoridades de la Isla en materia cultural es complejo. Y todo porque no se
trata de cultura sino de ideología, como diría el obispo Pedro Meurice. No es
política cultural —extraña conjugación de opuestos— sino de política,
simplemente. Si el arte es reflejo de la base económica que lo genera, en la
Cuba de nuestros días, abocada a una crisis financiera, productiva, social,
solo puede crearse lo que por ley quiere silenciarse: la cultura de la
sobrevivencia y la marginalidad. Una vez más la filosofía tropical cubana
hace su “aporte” al marxismo: la culturapolítica-ideológica es la que define la base material de
la sociedad; o sea, contrariando los clásicos: en Cuba es la supra-estructura
la que define las relaciones de producción.
II
En sesenta años hemos asistido a otras
mutilaciones de la cultura nacional por intereses políticos e ideológicos.
Especialmente significativa fue la supresión consciente, orientada desde
“arriba” —y nula difusión— de la cultura cristiana. Por varias generaciones,
estuvo ausente del público toda manifestación artística que rosara el cristianismo
con un verso, una melodía, un trozo de mármol. La mayoría de los jóvenes
cubanos desconocen que significan sus nombres propios y los de nuestras
ciudades, los refranes que usamos a diario, la manera en que saludamos, nos
despedimos y damos gracias —dar gracias a Dios fue una expresión suicida, de
“mal gusto” en otros tiempos.
Permítanme una pequeña anécdota: cuenta el
Cardenal Ortega que cierto día aparecieron varios jóvenes estudiantes de la
Escuela de San Alejandro en el Arzobispado preguntado por un sacerdote. Los
futuros pintores estudiaban la plástica del Renacimiento, rica en motivos
religiosos y pasajes bíblicos. En clase el profesor había disertado sobre un
cuadro llamado La
Anunciación. Los pupilos preguntaron,
más allá del color y las perspectivas, que quiso representar el autor en la
obra. Pero el maestro enmudeció, y en cambio recomendó buscar un cura que
explicara lo que sucedía en el cuadro.
Van quedando pocos de aquellos que un día
quitaron de la pared de sus casas el Corazón de Jesús y pusieron a Fidel
Castro, el nuevo mesías, indiscutible salvador. En esos años, entrar a una
casa y ver un cuadro religioso —la bucólica Última Cena— una cruz, o una
imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre era una segura invitación al
fusilamiento moral por los compañeros del Comité de Defensa de la Revolución.
Más allá de acusar a católicos y practicantes de otras religiones de poco
confiables, contrarrevolucionarios agazapados, quienes profesaran alguna
inclinación religiosa tenían debilidades
ideológicas. Un religioso era ser débil,
un infestado. Tenía una tara familiar. Un leproso ideológico cuyo
cencerro público anunciaba que podía ser altamente contagioso.
Los mayores hablan de las UMAP y otras
atrocidades por las cuales las víctimas aún esperan la imprescindible
disculpa, oficial y privada. A quienes nacimos poco antes o poco después de
1959 se nos bloqueó toda posibilidad de conocer la trascendencia. En seis
décadas, casi los únicos héroes y mártires son aquellos que calzan en el
discurso milenarista del comunismo. Sesenta años sin acceso a historias
alternativas.
Las guerrillas anti-creyentes operaban a
nivel de barrio, fábricas y centros de estudio. En cada escuela, por ejemplo,
se crearon círculos de un oxímoron llamado ateísmo científico. Como
prosélitos de la nueva fe, marxista, los niños anunciadores de la Buena Nueva
comunista debían ir detrás de sus compañeros débiles ideológicos y convencerlos de que Jesucristo no
había existido, que la Iglesia era una comunidad retrógrada, de pensamiento
mágico, social y potencialmente reaccionaria. En el colmo de esa guerra
materialista contra la fe, todo vestigio de arte relacionado debía ser
tapiado, ocultado del ojo público. De esa manera se llegó a rodear de pinos
la imagen del Cristo en la entrada de la Bahía de la Habana.
No olvidar, queridos amiguitos, los Planes
de la Calle. Eran los domingos, casi siempre a la hora de la misa, frente a
las iglesias. La algarabía de los niños saltando en sacos, tirando de las
sogas, jugando a la gallinita ciega y a ponerle el rabo al burro con una
música estridente de fondo —y a veces de frente al pórtico eclesial.
Inocentemente perturbadores, los niños planes-callejeros no podían imaginar que interrumpían la
paz de un lugar sagrado para otros niños y adultos.
III
El peor daño que la amputación cristiana ha
hecho a Cuba para salvar el cuerpo materialista —además de cercenar valores
humanos trascendentes— ha sido a la cultura nacional. Se podría empezar por
el Padre Félix Varela, a nombre de quien, precisamente, se impone una orden
por aportes culturales relevantes. Hay como una evitación consciente a
mencionar al Varela sacerdote, y solo decir Félix Varela a secas, acaso, el
patriota que nos enseñó a pensar. Sería muy bueno que los historiadores
honestos dijeran con todas sus letras que en el Padre Félix Varela, en su
pensamiento, obra y acción, habita primero la fe en Cristo, confirmada hasta
en su lecho de muerte en San Agustín de la Florida.
La guerra inmisericorde contra cualquier
manifestación religiosa, en especial la cristiana, abarcó todos los ámbitos
de la cultura. Los poetas, dados siempre, como los filósofos, a la búsqueda
de lo insondable, de preguntas últimas y metáforas redentoras, sufrieron como
pocos. Mencionar nombres haría la lista demasiado larga. Basta mencionar el
Grupo Orígenes, católicos practicantes la mayoría. También fue suprimir a
bardos de escarceos con la poesía religiosa; las nuevas generaciones no
conocieron a Eugenio Florit o Dulce María Loynaz; esta última, autora
de Jardín, salida del inxilio cuando le concedieron el Premio
Cervantes en 1992, en una especie de expiación de culpas por el silencio a
tantos autores por tantos años.
La canción que tuviera una sola estrofa
relacionada con la fe cristiana u otra religión debía ser eliminada de los
catálogos. En ocasiones, música y músico sufrían el mismo destino. A Celina
González, su conocida Santa Babara Bendita pudo costarle cierto ostracismo.
Cuenta Maggy Carlés que el Ave María de Schubert estuvo ausente de la radio y
la televisión por décadas hasta que autorizaron — ¿o ella se atrevió?— a
cantarlo de nuevo. El pueblo cubano nacido entre los sesentas y los noventas
no supo qué era un villancico, una saeta —salvo la que Joan Manuel Serrat
musicalizó de un poema de Machado—, a qué se refería el Mesías de Hendel, el
Magníficat de Bach.
El daño a la plástica no fue menor. Había
una verdadera escuela de plástica religiosa en Cuba. Puede hallarse todavía
en la obras de arte funerario de los cementerios cubanos. Hubo una pujante
escuela de mujeres trabajando el mármol, el barro y el vidrio con inspiración
cristiana. Amelia Peláez, y las escultoras Jilma Madera —autora del citado
Cristo de la Bahía de la Habana— y Rita Longa fueron algunas de las
descollantes. Rita suscitó en sus días pasiones encontradas. Mujer culta y a
la vez de fe, su Santa Rita de Casia, en la parroquia que lleva su nombre,
fue muy criticada en las elites beatonas debido a sus curvas; al mismo tiempo, fue aceptada por venir de
unas manos cristianas, con oficio y reconocimiento social.
Con la Revolución fue difícil encontrar
quien en su propio taller esculpiera santos y cruces artísticas. Por cierto,
en Fresa y
Chocolate las esculturas
religiosas, y la pertinencia o no de exhibirlas, es la causa eficiente para
que Diego entre en una contradicción insalvable con el régimen y sus
comisarios culturales.
La literatura cubana fue desinfectada de todo virus religioso. También la narrativa
internacional fue emputada con una insolencia que asusta. No hace mucho un
exitoso presentador de la radio en Miami releía pasajes de una novela de
aventuras. En la vieja edición, hecha en Cuba antes del periodo
revolucionario, se mencionaba a Dios. En la aséptica editorial revolucionaria, esa palabra
ya no cabía en los linotipos. Tal pareciera que la narrativa hecha después
del 59 tenía como un resguardo profano evitar personajes o situaciones que
implicaran el tema de las religiones a no ser que fuera para “‘echarle”.
Acaso uno de los pocos dispensados fue el ministro-consejero cultural de la
embajada cubana en París, Alejo Carpentier, quien ya sabemos cómo ridiculizó
al Vaticano y a los ordenados en El Arpa y la Sombra y en Concierto Barroco, respectivamente.
La limpieza materialista llegó al punto de
ocultar la religiosidad martiana, que si bien es anticlerical, pondera al
Jesús histórico como figura epónima. En Martí puede hallarse la contradicción
del hombre culto y libre: critica la Iglesia católica de su tiempo
—pro-colonial— y al mismo tiempo, predica la necesidad de los pueblos de
tener una cultura religiosa cristiana por los valores humanos que enseña.
Tampoco escapa del ajuste al cinturón histórico materialista Carlos Juan
Finlay, de quien nunca se ha propagado su fe católica, y a lo cual, según sus
propias palabras, debió las fuerzas para hacerse médico —era tartamudo y
solían burlarse de él—, rebasar las dificultades en sus investigaciones, y
después entregar, en un acto de suprema piedad, el resultado de los estudios
a manos extranjeras sin pedir gloria propia a cambio.
IV
La fe llamada Revolución cubana no puede
admitir nuevas escrituras, nuevos santos, otra Revelación, otro mesías
salvador. Según el catecismo castrista, ya vino el que tenía que venir y dijo
lo que tenía que decir por los siglos de los siglos. Por tanto, la homilía
debe ser impoluta, llena de sus citas memorables, libre de toda duda. Y el
papel de cancerbero de la sagrada escritura comunista le ha sido dado, con
pecados concedidos, a la llamada política cultural.
Pero el arte, para desgracia de los
suplantadores de dioses, suele cuestionar las verdades apocalípticas hechas
por hombres de carne y hueso. La cultura cubana actual está poniendo en
peligro la Buena Nueva que, por sus propios errores e incoherencias, empieza
a ser ajena a las generaciones que ya nacieron con el Corazón de Jesús de
vuelta a la sala de la casa.
El cine, la literatura, la plástica
comienzan a hacerse sospechosamente disidentes. Llegados a este punto donde
el más mínimo movimiento hacia adelante puede descarrilar la Fe Castrista,
los guardianes de esa teocracia materialista necesitan enseñarle los instrumentos a quienes puedan creer que los tiempos
de las guerrillas culturales se han acabado. Todo lo contrario: de cualquier
malla, diría Cheo el Miliciano, sale un censor. No lo niegan los comisarios.
En discursos y proclamas dicen que ahora más que nunca necesitan unidad
(SIC), y que la cultura cierre filas en torno a lo que sesenta años después
todavía llaman Revolución.
Para mala suerte de los artistas por
decreto, la obra solo florece en libertad. O en la necesidad y la búsqueda de
esa libertad. Los tiempos de la épica revolucionaria cubana, con la Nueva
Trova, el Nuevo Cine Latinoamericano, el Nuevo Teatro, y una UNEAC que con
sus defectos y virtudes todavía permitía en sus patios algunos escritores
díscolos paseándose entre los kikiri de Nicolás, han pasado hace mucho
rato. La obra cultural que todavía apoya al régimen es escasa y mediocre. Una
gran cantidad de artistas, escapando
a la maldición del agua por todas partes, han emigrado. Aunque reconocen, como el
poeta de Trocadero y el novelista de Mantilla que fuera de Cuba no se escribe
igual, siempre habrá un José Martí y un Cirilo Villaverde capaz de hacerlo en
el frio más intenso de la ciudad de Nueva York.
Lo que no puede hacer un artista, un
creador, es limitarse, o peor aún, dejarse limitar. Sería algo así como
negarse el oxígeno propio, morir por asfixia auto-inducida. Y a eso,
justamente, parecen ir encaminados los pasos del tristemente famoso Decreto
No 349. Como antes sucedió con la parametración, y la deconstrucción cristiana de la
cultura cubana, lo que se anuncia —y ojalá no se implemente— es la peor de
las ofensivas contra las manifestaciones culturales emergentes. El censor, un
Leopoldo Ávila redivivo, fanático, contraatacará sin misericordia y esta
vez sin contrarios que se le opongan.
Puede que sea mucho pedirle al régimen lo
contrario: una apertura cultural amplia, sin condicionamientos de ningún tipo.
Escritores, plásticos, cineastas, y músicos cubanos por el mundo convocados a
la Patria, y que en congresos y jornadas abiertas, expusieran sus obras y sus
opiniones. La Revolución y la cultura se hicieron para el pueblo, no el
pueblo para la cultura que un grupo de poder quieran imponerle. Sabemos que
es un sueño. Pero también lo fue aquel Corazón de Jesús enorme en la Plaza de
la Revolución hace 20 años. Parafraseando a Gardel, puede que para los
autores del Decreto No. 349, veinte años no sea nada. Entonces sí que
habrán cometido un error fatal.
Amadeus es una adaptación de la obra teatral
de Peter Shaffer, estrenada en 1979. Y esta, a su vez, toma
el guion original de una obra pequeña escrita por el ruso Alexander
Pushkin llamada Mozart
and Salieri(1830).
También fue llevada a la opera por Nikolai
Rimsky-Korsakov en
1897. Especialistas serios advierten que en todas las versiones hubo una gran
dosis de creatividad: ni Salieri era un mediocre ni se ha comprobado que
causara la muerte, indirectamente, de Wolfang Amadeus Mozart. Lo que sí
parece cierto eran las rígidas exigencias de reyes y emperadores a los
artistas para ejercer y pagar los servicios en sus predios.
Palabras del Arzobispo Monseñor Pedro
Meurice en Santiago de Cuba ante el Papa Juan Pablo Segundo, 1998: “Le presento además, a un número creciente
de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el
proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas y la cultura con
una ideología. Son cubanos que al rechazar todo de una vez sin discernir, se
sienten desarraigados, rechazan lo de aquí y sobrevaloran todo lo extranjero”.
Puede referirse a un periodo donde
escasearon los viejos maestros de artes en esa institución centenaria,
formadora de nuestros mejores artistas plásticos. El desconocimiento del
contenido religioso y bíblico de las obras pictóricas pudo ser perfectamente
posible en los años posteriores a la década del 70.
Virgilio Piňera: La Isla en peso: La maldita circunstancia del agua por todas
partes/me obliga a sentarme en la mesa del café. Si no pensara que el agua me
rodea como un cáncer/hubiera podido dormir a pierna suelta.
Es el alias de un censor
fantasmagórico, cuya identidad real todavía se discute. Para Norberto Fuentes
era solo Luis Pavón en un 50 %. La otra mitad, orientaciones precisas de cómo
y cuándo proceder contra cada intelectual, dadas por el propio Fidel Castro. Ver: Fuentes,
Norberto. Plaza sitiada.
Editorial Cuarteles de Invierno, 2018.
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