"El presidente tomó la decisión de destituir a James Comey tras su comparecencia en el Senado y considerar que defendía a Clinton. Solo Bannon se opuso en la Casa Blanca..."
Por. JAN MARTÍNEZ AHRENS
La Casa Blanca ha cambiado. El gusto de su nuevo
inquilino se ha apoderado de sus interiores. Cuenta la revista Time que las cortinas doradas han sustituido
a las marrones; se han multiplicado las banderas de Estados Unidos, los
retratos de los testosterónicos presidentes Andrew Jackson y Teddy Roosevelt
lucen más arriba, y sobre todo, en el centro del comedor, un lugar casi sagrado
en la iconografía presidencial, ha sido instalada una pantalla extraplana de
1,5 metros de largo. Es la televisión de Donald Trump. El ojo desde el que muchas veces
contempla el mundo y toma las decisiones que lo harán temblar.
Fue frente a esta pantalla cuando el
miércoles 3 de mayo, según medios
estadounidenses,
decidió acabar con el
director del FBI, James Comey. Ese
día, el encargado de investigar la trama rusa compareció cuatro horas ante el
Comité Judicial del Senado. Su declaración
mostró un hombre tenso, pero firme, dispuesto a llevar hasta el fin sus pesquisas. Alguien
que disgustó profundamente a Trump. “Un fanfarrón”, resumió el presidente en
una entrevista a NBC.
Su
comparecencia culminó un largo proceso de desencanto y desconfianza. Aunque en
público había llegado a defenderlo, Trump nunca le tuvo estima. En campaña no
le perdonó que cerrase el caso de los correos privados de Hillary Clinton. Y
una vez en el poder tampoco soportó que desmintiese sus acusaciones de que
Barack Obama le había espiado, ni que diese tanta cobertura a la investigación
rusa y tan
poco a la caza de los filtradores. Todo este odio acumulado estalló el 3 de
mayo.
Tras
verle, presa de la ira, comentó a sus más íntimos que Comey, siempre según
los testimonios recogidos por los medios estadounidenses, le había parecido un traidor, un extraño
que había aprovechado la comparecencia para defender a la odiada Clinton. Con
esta imagen en la retina pasó el fin de semana en su club de golf en Bedminster
(Nueva Jersey). El lunes, de vuelta a la Casa Blanca, la decisión estaba
tomada.
El
presidente estaba al habla con el director del FBI. Donald Trump andaba
preocupado por la trama rusa. “¿Si fuese posible, me haría usted saber si estoy
bajo investigación?”, le preguntó. “Usted no está bajo investigación”, contestó
James Comey.
La
conversación, cierta o no, fue reconstruida este miércoles por Trump a la
cadena de televisión NBC. En la entrevista reconoció que llegó a cenar una vez
con Comey y que este le interrogó sobre su continuidad. Algo que se truncó
después de su comparecencia ante el Senado el miércoles 3 de mayo. “Más allá de
toda recomendación iba a despedirle”, explicó Trump.
Esa
misma mañana llamó al vicepresidente, Mike Pence; al estratega jefe, Steve
Bannon; al jefe de gabinete, Reince Priebus, y al consejero legal, Donald McGahn,
y les comunicó su deseo de despedir a Comey. Nadie, salvo Bannon, protestó. Su
argumento era que había que esperar. Trump no le hizo caso. Llamó al fiscal
general, Jeff Sessions, y a su ayudante, Rod Rosenstein, jefes directos de
Comey, y les ordenó preparar por escrito el despido. El motivo elegido fue la
decisión de cerrar en julio pasado del caso de los correos sin dejar a la
fiscalía proceder. Rosenstein lo redactó. El martes, cuando tuvo los papeles,
Trump avisó a su equipo de prensa y envió por medio de un antiguo
guardaespaldas un sobre color manila a la sede del FBI. Su destinatario era
Comey. A las 17.40, hora de Washington todo saltó. Lo demás ya es historia.
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