"Recuerdo que aquella tarde, al salir del cine, le dije que la película me había parecido opresiva y angustiosa..."
Una tarde de 1964, en el
cine La Rampa de La Habana, vi la película El proceso, un film de Orson Wells
basado en la novela homónima de Franz Kafka.
Fui a verla con mi amiga Josefa Villa que en ese entonces se empeñaba en hacerme conocer (ya antes me había obligado a ver Los 400 golpes, de François Truffaut y a leer El extranjero, de Albert Camus) lo mejor del cine y la literatura mundial.
Recuerdo que aquella
tarde, al salir del cine, le dije que la película me había parecido opresiva y
angustiosa. Unos días más tarde, siempre en su papel de educadora, me prestó
una biografía de Kafka. Fue aquella lectura la que hizo que me interesase por
su vida y su obra.
Muchos años después, ya
viviendo en Miami, leí La metamorfosis, de la cual ya conocía, gracias a García
Márquez, su famoso comienzo: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un
sueño intranquilo encontrose en su cama convertido en un gigantesco insecto”.
La lectura de La
metamorfosis me hizo querer saber más sobre el enigmático escritor y su
melancólica relación con Praga, su ciudad natal. Quizás por eso lo primero que
hice el año pasado al llegar a esa ciudad, fue buscar no solo la casa en la que
había vivido, sino también su estatua y su museo.
En la Plaza Central de
la Ciudad Vieja pregunté a varias personas por su casa. Una me dijo que no
sabía; otra que cuál de ellas buscaba porque había vivido en varias. Y la
última, un joven que hablaba un inglés perfecto, me dijo: “Kafka nació justo al
lado de la Iglesia de San Nicolás”.
Sin embargo, aunque le
di varias vueltas al templo, no la encontré. Tal vez porque no había un aviso
que la identificara. Quién sabe. Decidí entonces salir en busca de su estatua.
Sabía que había sido creada en 2003 por el escultor Jaroslav Róna, que estaba
inspirada en su cuento Descripción de una lucha y que estaba en el barrio
judío. Tenía la dirección y un pequeño mapa, pero aun así no di con ella.
Terminé perdido en un laberinto
de callejuelas que siempre terminaban en las márgenes del río Moldava. Mi
esposa, que me acompañaba, no dijo nada, pero yo pude advertir su enojo cuando,
extenuados, regresamos a la Plaza Central para cenar en un restaurante que nos
habían recomendado.
Al otro día, frustrado
por no haber podido hallar ni la casa de Kafka ni su estatua, salí a buscar su
museo. Solo que esta vez pedimos instrucciones en la carpeta del hotel: “Es
fácil”, nos dijo el empleado. “Nada más tienen que cruzar el Puente Carlos,
bajar las escaleras y doblar a la derecha. No se pueden perder”.
Y eso fue lo que
hicimos. La verdad que cruzar el puente y bajar las escaleras fue fácil. Lo
difícil fue encontrar el museo. Los mapas turísticos de las ciudades europeas
son pequeños y en ellos no aparecen todas las calles. Al fin, después de dar
varias vueltas, dimos con el lugar.
El Museo de Kafka, como
su literatura, es sombrío y confuso. En una de las salas, llamada Espacio
Existencial, se explica a través de manuscritos, diarios y fotografías
familiares, el influjo que Praga ejerció en el escritor.
En la otra sala —son
solo dos— llamada Topografía Imaginaria, se identifican los lugares de la
ciudad en los que Kafka, a veces de manera críptica, situó las tramas de sus
relatos.
Al salir entramos en una
pequeña tienda que está frente al museo donde no solo venden sus libros sino
también todo tipo de regalos relacionados con él: tazas, bolsos, camisetas,
gorras y pósters.
Estuvimos un rato
curioseando entre los anaqueles pero, aunque muchos de los souvenirs eran
tremendamente artísticos, el lugar se sentía como una trampa turística.
Sin embargo, mi esposa
encontró un ejemplar bellamente editado de La metamorfosis y, sin decirme nada,
lo compró. Cuando la vi con la bolsa le pregunté qué había comprado. No me
contestó, pero sonriendo, extrajo el libro y comenzó a leer: “Al despertar
Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontrose en su cama
convertido en un gigantesco insecto”.
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