"La virtud hasta ahora inigualada de la democracia Americana..."
Por Luis Marin.
Es abismal la diferencia entre el inicio del período
de Obama y el de Trump, aquél recibido con regocijo por los poderes mundiales
al punto de que le adelantaron un premio Nobel de la Paz, no por lo que había
hecho sino por lo que se supone que podría hacer en el futuro; éste, con
una rechifla universal que le anticipa un impeachment, algo
sorprendente porque se supone que procede por actuaciones atinentes al cargo y
para entonces todavía ni siquiera había tomado posesión; lo acusan de loco,
amenazan con asesinarlo y hay quienes solicitan que sea depuesto por un golpe
militar.
La virtud hasta ahora inigualada de la democracia
americana es la transferencia pacífica del poder de un presidente a otro
libremente electo. Obama dice que “le prometí al Presidente Trump que mi
administración garantizaría una transición sin problemas”; pero ¿es eso lo que
está ocurriendo?
Todavía antes de que asumiera el cargo ya había
violentas manifestaciones en las calles de varias ciudades, generosamente
replicadas en los medios, contra un gobierno que ni siquiera había comenzado,
sin señal de que vayan a detenerse sino de todo lo contrario.
Esto sí que es un gran cambio en la concepción de la
democracia porque implica que las políticas de la Administración anterior no
van a poder cambiarse por la siguiente, de signo contrario, porque eso
terminaría con la paz de la República, ignorando así el voto de la mayoría, que
antes era el estandarte de la democracia en América.
El cambio lo marcó Obama al decir que la Constitución
no es más que “un pedazo de papel”, que es la tesis de Ferdinand Lassalle,
fundador y más influyente ideólogo de la socialdemocracia alemana, para quien
“la esencia de la Constitución de un país es la suma de los factores reales de
poder que rigen en ese país”.
De manera que no tiene ningún valor inmanente, ni
sagrado, sino que es la expresión del crudo balance de los poderes fácticos de
una sociedad histórica concreta; bueno, eso no es lo que creían los “Padres
Fundadores”, ni los Presidentes juran sobre una conjunción real de poder, sino
sobre aquel venerable “pedazo de papel”.
En Latinoamérica ya lo hemos vivido y observamos cómo
se han establecido dictaduras perpetuas mediante el expediente de
desestabilizar en la calle cualquier otro gobierno de modo que nadie pueda
mantenerse en el poder sino el autócrata insurgente.
Es el caso de Bolivia, Ecuador, Nicaragua; pero éstos
son los últimos de la fila, nadie podía imaginar que esta táctica pudiera
aplicarse a tan gran escala y en la primera potencia del mundo. Sin embargo, la
izquierda ha comprobado que la temeridad rinde frutos inesperados en un mundo
que premia la “post verdad” y donde la manipulación de las conciencias no
parece tener límites.
En verdad, ya lo hicieron cuando se lanzaron en una
arriesgada campaña contra el establishment a favor del
“Vietnam heroico”: todo el mundo se escandaliza por la conspiración de Nixon en
Watergate; pero nadie repara en la conspiración contra Nixon
que llevó a su derrocamiento, orquestada por el New York Times y el Washington
Post. Algo semejante vimos en Venezuela con el derrocamiento de Carlos Andrés
Pérez.
De manera que es muy pertinente el aserto de Trump de
devolverle el poder al pueblo, que ha desatado la furia de los poderes facticos,
que pretenden aniquilarlo antes de que pueda hacer algo.
Prometió revertir la apertura de Obama hacia el
régimen comunista de Castro y ajustar cuentas con su filial en Venezuela,
restableciendo el orden de lo principal a lo accesorio. Obama nunca dijo lo más
importante: Que el Partido Comunista Cubano tiene que abandonar el poder como
prerrequisito para cualquier transición en la isla.
Lo que está por verse es si Trump podrá llevar a cabo
siquiera uno de los puntos de su lista de promesas: si manda el pueblo o el New
York Times.
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