"Sin embargo, de tanto en tanto, las naciones finalmente logran aprender."
Ya son parte
habitual del paisaje en casi todas las latitudes. Se podría describirlos como
personajes pintorescos que conociendo de diversos asuntos creen tener la
fórmula perfecta para resolver la totalidad de las problemáticas apelando a una
falsa simplicidad y un escaso pragmatismo.
Algunos de ellos
recitan fabulosos discursos y hablan desde un pedestal en el que todo se ve con
tanta lucidez como para iniciar ya mismo el camino de las reformas. Suenan
arrogantes y hacen gala de una dudosa autoestima.
Otros son
más reservados. No gozan del don de la oratoria pero ostentan otros atributos
técnicos que les permiten desplegar un arsenal de conocimientos convirtiéndose
en referentes indiscutidos de su especialidad.
Esa casta
tan especial tiene muchos matices pero dispone de un denominador común. Ellos
carecen del coraje necesario para tomar el toro por las astas y empoderarse
para guiar un proceso de transformaciones.
En general,
las revoluciones se producen cuando convergen temporalmente tres circunstancias
concretas. Una crisis de relativa trascendencia, un conjunto de intelectuales
que sueñan con un cambio y un grupo de líderes dispuestos a aprovechar esa
coyuntura para construir un futuro mejor.
Las
sociedades tropiezan cíclicamente. Puede ser una dificultad política o una
recesión económica. Cualquier hecho pone a una comunidad de cara a una
situación indeseada que emerge como un obstáculo digno de superarse.
La inmensa
mayoría de las veces, se logra salir del brete, pero casi siempre solo para
retomar el camino equivocado, ese que llevó a la debacle para continuar su marcha
original, hasta la próxima escala del mismo episodio.
Sin embargo,
de tanto en tanto, las naciones finalmente logran aprender. En ocasiones con
mucho dolor y elevados costos, sortean sus difíciles trances revirtiendo la
inercia, para encaminarse en otra dirección diferente.
Esas son las
verdaderas revoluciones. El resto solo son simples traspiés sin aprendizaje
alguno. Impactos minúsculos que no logran hacer reflexionar lo suficiente como
para intentar buscar otros senderos alternativos.
La existencia de
una crisis no conduce inexorablemente a un cambio en serio. Son los
intelectuales los que diseñan los nuevos desafíos y marcan el rumbo. En toda
sociedad están presentes aunque, a veces, sin potencia.
Pero tampoco son
solo ellos los que consiguen torcer el cauce. Se precisan allí personas con
valor, determinación y profundas convicciones como para dejar de lado todo y
tomar la batuta que permita encauzar las energías.
Estas sociedades
contemporáneas que disfrutan de los colosales logros de la humanidad, se han
acostumbrado al confort del presente. Se les hace cuesta arriba abandonar su
hábitat para sumergirse en la incertidumbre de las incomodidades que plantea la
batalla política en el mundo real.
Muchos
pueden observar la realidad y analizarla con claridad, pueden inclusive
bosquejar los pilares del porvenir, pero a la hora de ser protagonistas del
cambio se quedan, invariablemente, a mitad de camino.
No registran
siquiera el problema. Asumen que sus prioridades actuales son lo
suficientemente importantes como para que no merezcan ser postergadas. Son
otros los que deben emprender ese recorrido y no ellos.
Reaccionan
espasmódicamente. Se envalentonan frente a algún desatino del gobierno de
turno, pero rápidamente todo se diluye y se desvanece frente a cualquier
cuestión doméstica que asoma en su agenda personal.
Pueden
participar tímidamente de un intento fugaz, pero sus chispazos son efímeros y
pronto volverán a su rutina sin pena ni gloria. No se harán cargo de lo
ocurrido. Identificarán a los culpables y los señalarán sin piedad.
Se quejan de
lo que otros no hacen, pero no están dispuestos a hacer lo necesario para que
las cosas que desean puedan realmente suceder. Es una actitud mezquina, pero
fundamentalmente autocomplaciente y conformista.
Las nuevas
tecnologías vigentes les han brindado una nueva tribuna para su dinámica
preferida. Los teclados de una computadora y las redes sociales son su ámbito
predilecto. Desde allí pueden bombardear a discreción.
Sus citas
más frecuentes empiezan siempre con “hay que hacer”. Obviamente, no se refieren
a lo que ellos deben hacer, sino a lo que los demás deben hacer. Ellos creen
que son los otros los que se deben encargar de invertir su tiempo y recursos en
implementar su iluminada visión.
Claro que cuando
se los confronta con su postura timorata siempre tienen una artillería de
excusas para justificarse. El trabajo, los estudios, la familia y hasta sus
pasatiempos aparecen en la grilla de ocurrentes pretextos.
Su escala de
valores es absolutamente respetable y hasta comprensible. Lo que cuesta
entender es su tendencia a pretender que sean otros los que alteren su agenda
para hacer lo que ellos no están dispuestos a hacer.
Resulta
inimaginable prescindir de los liderazgos que orientan
las transformaciones, pero tal vez sea tiempo de ensayar otras variantes, mas
colaborativas, en las que estos individuos no se sientan frustrados, se
integren a equipos más grandes aportando su dinero, pasión y tiempo a esas
causas que dicen defender y con las que no colaboran en casi nada.
En
el fondo, es probable que no tengan las convicciones suficientes. O simplemente
no crean en la posibilidad de alcanzar el éxito. Podría ser más grave. Tal vez
lo que no tienen son las agallas imprescindibles. Por ahora tienen muy buenas
intenciones. Solo son los revolucionarios de cartón
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