"En este complicado marco de politica exterior era dificil imaginar que otra cosa podia hacer Trump..."
Por Jorge
Riopedre
El 15
de septiembre de 1938, el primer ministro británico, Neville Chamberlain, se
reunió con Adolfo Hitler para negociar un acuerdo que evitara la guerra. El
pacto de Munich fue suscrito dos semanas más tarde por Francia e Inglaterra,
aceptando la demanda alemana de que se le entregara una zona de Checoslovaquia
poblada por alemanes. Los checos se sintieron traicionados porque el convenio
se hizo “acerca de nosotros, sin nosotros y contra nosotros”. Winston Churchill
se limitó a valorar la acción de Chamberlain con la siguiente admonición: “Se
te ofreció elegir entre la deshonra y la guerra y elegiste la deshonra, y
también tendrás la guerra”.
Durante
décadas, presidentes demócratas y republicanos se han plegado a la política de
apaciguamiento chamberleana. La vacilación de John F. Kennedy tal vez ha
ocasionado más daño a las Américas que todas las intervenciones de Estados
Unidos juntas. Jimmy Carter toleró el deplorable espectáculo de los rehenes
norteamericanos en Teherán. George W. Bush sacó a Corea del Norte de la lista
de países que patrocinan el terrorismo. Barack Obama restó importancia a la
humillación de marinos estadounidenses arrodillados en una embarcación detenida
por iraníes y accedió a un controvertido acuerdo con Irán. Tanta beatería
debilita la imagen de Estados Unidos dentro y fuera de sus fronteras.
En
este complicado marco de política exterior era difícil imaginar qué otra cosa
podía hacer Donald Trump, un hombre sin experiencia política o diplomática
formado en una áspera cultura neoyorquina donde no se toman prisioneros. Peor
aún, al derrotar a Hillary Clinton se convirtió en el asesino de la abeja reina
de los medios de prensa y la mitad de la población estadounidense, falta
imperdonable que no prescribe ni aunque descubra la piedra filosofal.
Pese a
todo, Trump se las ha agenciado para anotarse algunos puntos que quizá le
aseguren un lugar en los libros de historia: la reforma fiscal, el traslado de
la embajada norteamericana a Jerusalén y sobre todo las negociaciones de paz
con Corea del Norte. En este lance puede que se defina la reelección de Trump,
a menos que él decida volver a la vida privada o los demócratas encuentren la
fórmula para forzar su salida del poder. Ahora bien, si Trump sobrevive y va a
la reelección, su base política parece estar dispuesta a que continúe
residiendo en la Avenida Pennsylvania.
Esto
me lleva a reiterar la conclusión a la que llegué en mayo de 2016 (siete meses
antes de los comicios) luego de escuchar por radio un comentario del veterano
político Maurice Ferré, en el que predijo que las elecciones presidenciales de
aquel año las decidiría el voto blanco. Otras fuentes confirmaron la
predicción. Barack Obama ganó la reelección en 2012 a pesar de haber recibido 5
millones de votos blancos menos que en 2008. Estos cinco millones que no
votaron por Obama tampoco votaron por Mitt Romney, se quedaron en sus casas, de
modo que si Trump lograba movilizar esa masa abstencionista la victoria sería
suya, como hubo de suceder.
Por
consiguiente, los republicanos podrían conservar la Casa Blanca si logran
recuperar de nuevo un estimado de entre 5 y 10 millones de votantes blancos
descontentos que no votaron en 2012, además de obtener el apoyo de blancos que
votan tradicionalmente por el Partido Demócrata. Si tal cosa ocurre, los
republicanos podrían volver a ganar las elecciones con alguna ayuda del voto
hispano, sobre todo el voto cubano en un Estado clave como la Florida. Sin
embargo, los demócratas no deben desanimarse, dentro de pocos años los blancos
pasarán a ser la minoría y entonces ellos podrán cambiar la cerradura de la
Casa Blanca. Sólo tienen que esperar por
el resultado inexorable del cambio demográfico.
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