Por Pascual Garcias. Hubo un tiempo en que las cosas, en general, eran más sencillas. Por ejemplo, en el ámbito gastronómico, nuestras madres cocinaban todos los alimentos de temporada y en casa se comía de casi todo. No había libros de recetas culinarias ni de consejos de salud alimentaria.
Comíamos y punto y, como dice mi padre, nosotros mismos sabíamos lo que nos sentaba bien y lo que nos sentaba mal.
Cuando yo empecé a emborronar papeles, allá por mi adolescencia, con un bolígrafo y un cuaderno sobraba, y más tarde incluso pudimos permitirnos el lujo de una máquina de escribir, que yo compré con el dinero de mi primera beca en el instituto y con la que pergeñé mis primeras cosas; luego todo fue mejor pero mucho más complicado: llegaron los ordenadores, los programas, las memorias, los discos duros y el copón de Bullas, y hoy uno necesita hasta segundo de ingeniería informática para valerse en condiciones medianas delante de una pantalla. Ya no vamos de vinos y de cervezas, sino que catamos añadas, variedades de uvas y cosechas del mismo modo que no nos calzamos un zapato cualquiera ni nos vestimos con un traje normal, sino que todo tiene su nombre propio, su marca exclusiva y siempre cara, porque hemos entrado hace años ya en un ámbito de sofisticación y exclusividad, de especialización y destreza fuera de lo común, que tal vez no nos permita ser felices del todo."En tiempos de mis abuelos y de mis padres, hombres y mujeres se iban a la cama a pasarlo bien, a disfrutar del juguete más preciado y más barato..."
que Dios nos concedió en un
acto de generosidad infinita, aunque tal vez inmerecida y desproporcionada,
porque, andando el tiempo, no siempre hemos sabido honrar esta habilidad, este
tesoro misterioso, servicial e insólito que tantas satisfacciones nos ha
proporcionado a hombres y mujeres desde el albur de los tiempos (ya tenía yo
ganas de escribir esto en alguna parte). Pero hoy, ya digo, todo resulta más
difícil, y lo que más, el sexo, la práctica natural del regocijo de nuestro
cuerpo, la atención a la llamada de la ley de la especie, el cumplimiento de un
mandato tan antiguo como imprescindible, el arte de la piel y el dispendio de
nuestros propios fluidos, porque hoy todo son teorías, manuales,
descubrimientos, métodos y técnicas que uno debe conocer de forma inexcusable
para ser feliz en la cama y, lo que al parecer resulta más importante, para
hacer feliz a la otra, y cuando uno necesita estudiar un cursillo para
disfrutar con el sabor de un helado de turrón o de un café granizado es que
hemos perdido el norte del todo y algo va fatal. Prolegómenos, lugares donde
aplicar la caricia, tempos, ingeniería de posturas, velocidades y superficies;
cambios de ritmo, puntos principales de la intensidad escondidos como los
arcanos de la sabiduría, pero, según dicen, seguros y efectivos como el
maleficio de una bruja antigua. Y todo ello combinando la salud del cuerpo
ejercitado en mil gimnasias, la buena alimentación y el conocimiento minucioso
y profundo de una amplia gama de filosofías, místicas de la carne y consejos
médicos, psicológicos, anatómicos y casi, casi metafísicos. Y cuando uno llega
al catre, zas, va y se te borra todo, como en los innumerables exámenes del
instituto; y se te oscurece la mente, se te agarrotan los miembros y se te seca
la boca y te conviertes en un mar de dudas, aunque en esos instantes no temes
haber perdido el tiempo y malograr las expectativas que te habías formado sobre
la noche que se avecinaba en compañía de tu nuevo amor, sino, sobre todo,
decepcionar a la otra, que ya había empezado a barajar una puntuación del cero
al diez y casi, casi que, a buen seguro, te va a poner un no presentado.
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