En esta ocasión pudiera decirse que hubo, sin duda algo positivo.
El número de
gobiernos democráticos en la región fue superior al de los últimos años,
cuando acudía a la cita una relativamente numerosa alianza
antidemocrática de estadistas, que sumieron hasta hace poco a sus países
en el autoritarismo, la corrupción y la insostenibilidad
económica. Eso permitió condenar verbalmente a la dictadura
venezolana y cerrarle la puerta de la Cumbre al presidente Maduro.
También hizo posible una declaración positiva –al menos en papel– sobre
algunas medidas que los gobiernos del hemisferio debieran tomar para
extirpar el cáncer de la corrupción. Nada que no se hubiese podido lograr
sin salir del edificio de la OEA en Washington.
La atmósfera
mayoritariamente democrática del evento resultó un contén natural a los
camorristas enviados por Raúl Castro, quien optó por esconderse
detrás de ellos y su canciller. Este último prefirió dar una versión
simplista de la historia regional desde el siglo XIX, antes que discutir
el problema de cómo fortalecer hoy día la gobernabilidad democrática
regional para erradicar la corrupción, tema de este
conclave. Después de todo, ¿a qué gobierno corrupto le puede
interesar aportar ideas sobre cómo ser anulado?
Pero la pregunta
que debe responderse con honestidad es ¿para qué sirve el
sistema de Cumbres de las Américas en la actualidad? ¿Se justifica el
presupuesto de sus burocracias y eventos?
Celebrada en Miami
en diciembre de 1994, la primera Cumbre de las Américas fue
una iniciativa del presidente Bill Clinton con un objetivo focalizado en
impulsar la creación de un área de libre de comercio de las Américas
(ALCA), que expandiera así el tratado de libre comercio entre Canadá,
Estados Unidos y México (TLC) ya existente.
Al pasar los años,
cambiaron los gobiernos que habían impulsado estas ideas y se produjeron
acontecimientos dramáticos que desviaron la atención de Estados Unidos
hacia la lucha contra el terrorismo. De convocarse para promover un
propósito bien definido se decidió, por inercia también, que se
mantendrían por aquello de que “es bueno reunirse cada cierto
tiempo”. Y al mejor estilo de la diplomacia soviética, se
planificaban con años de antelación temas a debatir que pocas veces
coincidían con los que apremiaban al momento de celebrarse el evento.
Pero surgió el mito
de que sería un fracaso regional –y en particular de Estados Unidos–, que
se pusiera fin a estas citas. A fin de cuentas, Washington siempre paga
la mayor parte de los gastos asociados a ellas al sacarlas de la sede de
la OEA en Washington. Pero esa generosidad abrió la puerta para que una
pandilla de impresentables aprovechase la ocasión para darle a Estados
Unidos “lecciones de historia” y traer para apoyarlos a su “sociedad
civil”.
Al perder su
definida orientación inicial, el sistema de Cumbres de las Américas
subsiste como una extraña aberración en la que sus organizadores dicen
que forma parte de la OEA cuando lo creen propicio, y se distancian de
sus reglas para acomodar a gobiernos a los que nunca se les debió
permitir acercarse siquiera a ellas.
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