domingo, 22 de abril de 2018

¿PARA QUE SIRVE EL SISTEMA DE CUMBRE EN LATINOAMERICA?

"La atmosfera mayoritariamente democratica del evento resultó un conten natural a los camorristas enviados por Raul Castro..."



LATINEWS/M3.
Como siempre ocurre al concluir un evento diplomático, al cierre de la VIII Cumbre de las Américas en Lima las delegaciones de cada país se retiraron a casa sacando cálculos de cuánto perdieron o adelantaron sus respectivas posiciones, siempre resaltando ente la opinión pública lo segundo y ocultando lo primero.
 
En esta ocasión pudiera decirse que hubo, sin duda algo positivo.
          El número de gobiernos democráticos en la región fue superior al de los últimos años, cuando acudía a la cita una relativamente numerosa alianza antidemocrática de estadistas, que sumieron hasta hace poco a sus países en el autoritarismo, la corrupción y la insostenibilidad económica.  Eso permitió condenar verbalmente a la dictadura venezolana y cerrarle la puerta de la Cumbre al presidente Maduro. También hizo posible una declaración positiva –al menos en papel– sobre algunas medidas que los gobiernos del hemisferio debieran tomar para extirpar el cáncer de la corrupción. Nada que no se hubiese podido lograr sin salir del edificio de la OEA en Washington.
           La atmósfera mayoritariamente democrática del evento resultó un contén natural a los camorristas enviados por Raúl Castro, quien optó por esconderse detrás de ellos y su canciller. Este último prefirió dar una versión simplista de la historia regional desde el siglo XIX, antes que discutir el problema de cómo fortalecer hoy día la gobernabilidad democrática regional para erradicar la corrupción, tema de este conclave.  Después de todo, ¿a qué gobierno corrupto le puede interesar aportar ideas sobre cómo ser anulado?
           Pero la pregunta que debe responderse con honestidad es ¿para qué sirve  el sistema de Cumbres de las Américas en la actualidad? ¿Se justifica el presupuesto de sus burocracias y eventos?
          Celebrada en Miami en diciembre de 1994,  la primera Cumbre de las Américas fue una iniciativa del presidente Bill Clinton con un objetivo focalizado en impulsar la creación de un área de libre de comercio de las Américas (ALCA), que expandiera así el tratado de libre comercio entre Canadá, Estados Unidos y México (TLC) ya existente.
           Al pasar los años, cambiaron los gobiernos que habían impulsado estas ideas y se produjeron acontecimientos dramáticos que desviaron la atención de Estados Unidos hacia la lucha contra el terrorismo. De convocarse para promover un propósito bien definido se decidió, por inercia también, que se mantendrían por aquello de que “es bueno reunirse cada cierto tiempo”.  Y al mejor estilo de la diplomacia soviética, se planificaban con años de antelación temas a debatir que pocas veces coincidían con los que apremiaban al momento de celebrarse el evento.
           Pero surgió el mito de que sería un fracaso regional –y en particular de Estados Unidos–, que se pusiera fin a estas citas. A fin de cuentas, Washington siempre paga la mayor parte de los gastos asociados a ellas al sacarlas de la sede de la OEA en Washington. Pero esa generosidad abrió la puerta para que una pandilla de impresentables aprovechase la ocasión para darle a Estados Unidos “lecciones de historia” y traer para apoyarlos a su “sociedad civil”. 
           Al perder su definida orientación inicial, el sistema de Cumbres de las Américas subsiste como una extraña aberración en la que sus organizadores dicen que forma parte de la OEA cuando lo creen propicio, y se distancian de sus reglas para acomodar a gobiernos a los que nunca se les debió permitir acercarse siquiera a ellas. 

Es ya hora de revisar este gasto innecesario de dinero y esfuerzo.
          Para evitar los despilfarros derivados de la sangría del erario público en “turismo diplomático de alto nivel”, la OEA debiera nuevamente asimilar todas las reuniones hemisféricas del sistema panamericano bajo sus reglas de participación y los principios de la Carta Democrática.  Los recursos malgastados en estas ceremonias serían mejor empleados si se destinaran al fortalecimiento de las capacidades de la OEA para la protección de los derechos humanos y la democracia, y a elevar su casi nula capacidad para prevenir y resolver conflictos en la región.




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