"La pasion por silenciar dejo de ser exclusivamente, un asunto de los defensores y los ofendidos..."
Por Rafael Rojas
En los años 90,
mientras colapsaba el bloque soviético y se desmantelaba el régimen del
apartheid, el escritor sudafricano J. M. Coetzee escribió un ensayo titulado Giving Offense (1996), al que siempre
vale la pena regresar. La edición en español del libro, en Debate, titulada Contra la censura. Ensayos sobre la pasión
por silenciar (2007), apareció justo cuando las transiciones a la
democracia en Europa del Este comenzaban a perder su encanto y el fenómeno de
la ostalgie se instalaba en Berlín y
otras capitales del antiguo socialismo real. El libro de Coetzee sobrevivió a
ambas coyunturas y hoy se lee como una las mejores exploraciones sobre la
proscripción de textos, bajo regímenes democráticos o no, en el siglo XX.
Coetzee tenía en cuenta la larga
tradición de pensamiento liberal a favor de la tolerancia, que enfrentó los
grandes aparatos de censura de la Inquisición española y las monarquías
absolutas entre los siglos XVI y XVIII.[1] Pero el escritor sudafricano observaba también
que bajo el orden liberal que se construyó durante el siglo XIX, y que colapsó
en la primera mitad del siglo XX, se reprodujo la censura. Los totalitarismos
de izquierda o derecha y los comunismos y anticomunismos de la Guerra Fría,
restringieron la circulación de las ideologías en pugna.
La “pasión por silenciar” dejó
entonces de ser, exclusivamente, un asunto de los ofensores y los ofendidos.[2] No eran el sacrilegio, la herejía, la obscenidad
o la pornografía los únicos blancos de la censura. Lo censurable adquiría un
nuevo rango doctrinario y filosófico, sólo comparable al de la interdicción
teológica de la Edad Media. Bajo el comunismo soviético, no sólo se censuró a
quienes desafiaran la autoridad de Stalin o Brezhnev sino a quienes
transgredían el canon ideológico del marxismo-leninismo. Como recuerda Coetzee,
en la URSS se censuró a Osip Mandelshtam por su poema contra Stalin –a quien
luego dedicó una “Oda”, que tampoco lo salvó de morir en un campo siberiano-, y
también a Boris Pasternak y a Alexander Solzhenitsin por “distorsionar la
realidad soviética” y traicionar la “conciencia ideológica” del partido.