A cualquier dirigente del presente se le interpela con el mismo
interrogante. La pregunta recurrente intenta averiguar acerca de las profundas
motivaciones que lo llevaron a ingresar al árido mundo de la acción política.
La respuesta aparece casi instantáneamente, como un latiguillo, que pretende ser ampuloso y grandilocuente, pero que no puede evitar caer en la obviedad, por su excesiva vulgaridad y lo predecible de su contenido.
El personaje en cuestión comparte con franqueza sus sensaciones e irremediablemente repite aquello de que la razón primordial que lo lleva a incursionar en política es cambiar la realidad, redoblando luego la apuesta, cuando confirma que ese es el único modo de transformar el presente.
Es fácil coincidir con esa vaga percepción, tan difusa como general. Lo difícil es creer que este nuevo protagonista de esa fauna tan particular pueda finalmente conseguir algo diferente a todo lo ya conocido, torciendo el descredito que ha logrado acumular a lo largo de décadas, esa actividad.
La historia muestra demasiadas evidencias acerca del modo en que se licúa esa energía inicial y como ese cándido ciudadano se va desmoronando, se desdibuja, hasta mimetizarse totalmente con el resto de sus "colegas".
La meta de hacer algo virtualmente novedoso, de meterse en el fango de la política para hacer todo de un modo singular, de embarrarse hasta el cuello para ser parte del loable proceso de cambio y comprometerse con lo cotidiano, parece algo muy provocador y tremendamente inspirador.
No existen motivos suficientes para endilgarle al nuevo habitante de este mundillo responsabilidades sobre lo ocurrido en el pasado, ni tampoco es justo suponer que repetirá sistemáticamente las patéticas historias de sus antecesores. No deberían pesar sobre él esos errores y tendría entonces que disponer de la oportunidad de intentar construir su propia leyenda.
Sin embargo, es pertinente recordar que muchos iniciaron este recorrido con idéntico entusiasmo y una férrea convicción acerca de lo que pretendían concretar desde la arena política. No querían ser iguales y aspiraban a ser mejores. Se perjuraron no hacer lo impropio y se mostraron muy dispuestos a revertir esa providencial inercia que le planteaba el pasado inmediato.
Es imposible dudar sobre ello. Seguramente esas encomiables intenciones son parte de la nómina de ingredientes que motivaron esa decisión de vida tan relevante. El desafío es, en todo caso, sostener esa claridad conceptual, sin dobleces sin perder el norte en el devenir de ese sendero.
Existe una distancia considerable entre lo que se imagina aquel dirigente sobre ese espacio tan peculiar y lo que finalmente encuentra en él. Su inexperiencia puede llevarlo a tropezar muchas veces, pero eso es parte natural de cualquier proceso de aprendizaje, en casi cualquier ámbito.
Lo que indudablemente es un gran reto es perseverar defendiendo los principios, mantener intacta la llama que sirve de guía, recordar siempre las razones esenciales que llevaron a tomar semejante determinación y que movilizaron al punto de generar esas incontenibles ansias de hacer política.
La crónica contemporánea recuerda con crueldad que el tiempo finalmente juega en contra. Que a medida que se gana en despliegue, se pierden valores, que al avanzar en este perverso juego, quedan en el camino muchos buenos anhelos y desaparece paulatinamente el coraje original.
Muchas veces los políticos intentan justificar sus decisiones aseverando que hacen lo que pueden y no lo que quieren, que todo culmina en el "arte de lo posible" y no precisamente en hacer lo necesario en cada circunstancia.
No se trata de ser intransigente y creer en falsos purismos. La tarea pasa, en todo caso, por avanzar con pasos firmes y perseverantes, por negociar articulando con otros actores, pero siempre en una dirección concreta, con metas claras y con hitos intermedios que siempre se encaminen al objetivo.
Es imprescindible, en ese contexto, que el sujeto revise sus visiones. Si se ha ingresado a la política para cambiar la realidad y se presentan oportunidades, no parece admisible postergar lo correcto y continuar con lo indebido. Cabe, en ese momento, cuestionarse con vehemencia acerca de los verdaderos motivos que lo impulsaron a participar en la política.
Tal vez la razón no haya tenido que ver con el deseo de modificar el presente, sino en todo caso con la ambición de acceder al poder, de sentirse importante y liderar, de mandar y dar órdenes, de ser un personaje público y famoso, de alcanzar reconocimiento y disfrutar del prestigio.
Claro que la política puede ofrecer mucho de eso. Es posible que muchos se muestren entusiasmados con lograr tantos tentadores objetivos personales. Pero sería muy saludable explicitarlo, empezar por no engañarse a sí mismos y evitar estafar a la ciudadanía, diciendo una cosa por otra.
Lamentablemente muchos llegan a la política con un discurso moralmente correcto y recitan sus buenos propósitos consiguiendo a su paso el ensordecedor aplauso de sus afectos que lo estimulan a lanzarse al ruedo.
Hacer política es necesario. Alguien tiene que tomar esa posta. Los más aptos, los que tienen el deseo pero también los talentos para lograrlo deben emprender ese recorrido. Pero es vital comprender que para encarar este proceso se debe dimensionar la trascendencia de intentar modificar rumbos.
No se necesitan nuevos políticos para seguir haciendo lo mismo, ni para conservar todo lo malo. Se precisan nuevas mentes, estilos diferentes e ideas superadoras. El entorno evoluciona y necesita entonces de una dinámica ágil y capaz de interpretar esas eventuales mutaciones.
Más allá de la retórica estéril y vacía, es esencial darle un sentido a la actividad política. Ingresar a ella para convertirla en una profesión muy rentable o para satisfacer los más bajos instintos que vienen de la mano del poder, no parece algo de lo que se pueda estar orgulloso.
Si la idea es trascender, pasar a la historia por lo realizado, ser útil a las futuras generaciones, pues entonces adelante, pero siempre con la convicción de que se ha decidido ser parte de eso no para que todo siga igual sino para patear el tablero. Si no se tiene el valor para intentarlo, si se carece de la determinación suficiente, no vale la pena seguir repitiendo aquello de que se ha decidido hacer política para cambiar la realidad.
La respuesta aparece casi instantáneamente, como un latiguillo, que pretende ser ampuloso y grandilocuente, pero que no puede evitar caer en la obviedad, por su excesiva vulgaridad y lo predecible de su contenido.
El personaje en cuestión comparte con franqueza sus sensaciones e irremediablemente repite aquello de que la razón primordial que lo lleva a incursionar en política es cambiar la realidad, redoblando luego la apuesta, cuando confirma que ese es el único modo de transformar el presente.
Es fácil coincidir con esa vaga percepción, tan difusa como general. Lo difícil es creer que este nuevo protagonista de esa fauna tan particular pueda finalmente conseguir algo diferente a todo lo ya conocido, torciendo el descredito que ha logrado acumular a lo largo de décadas, esa actividad.
La historia muestra demasiadas evidencias acerca del modo en que se licúa esa energía inicial y como ese cándido ciudadano se va desmoronando, se desdibuja, hasta mimetizarse totalmente con el resto de sus "colegas".
La meta de hacer algo virtualmente novedoso, de meterse en el fango de la política para hacer todo de un modo singular, de embarrarse hasta el cuello para ser parte del loable proceso de cambio y comprometerse con lo cotidiano, parece algo muy provocador y tremendamente inspirador.
No existen motivos suficientes para endilgarle al nuevo habitante de este mundillo responsabilidades sobre lo ocurrido en el pasado, ni tampoco es justo suponer que repetirá sistemáticamente las patéticas historias de sus antecesores. No deberían pesar sobre él esos errores y tendría entonces que disponer de la oportunidad de intentar construir su propia leyenda.
Sin embargo, es pertinente recordar que muchos iniciaron este recorrido con idéntico entusiasmo y una férrea convicción acerca de lo que pretendían concretar desde la arena política. No querían ser iguales y aspiraban a ser mejores. Se perjuraron no hacer lo impropio y se mostraron muy dispuestos a revertir esa providencial inercia que le planteaba el pasado inmediato.
Es imposible dudar sobre ello. Seguramente esas encomiables intenciones son parte de la nómina de ingredientes que motivaron esa decisión de vida tan relevante. El desafío es, en todo caso, sostener esa claridad conceptual, sin dobleces sin perder el norte en el devenir de ese sendero.
Existe una distancia considerable entre lo que se imagina aquel dirigente sobre ese espacio tan peculiar y lo que finalmente encuentra en él. Su inexperiencia puede llevarlo a tropezar muchas veces, pero eso es parte natural de cualquier proceso de aprendizaje, en casi cualquier ámbito.
Lo que indudablemente es un gran reto es perseverar defendiendo los principios, mantener intacta la llama que sirve de guía, recordar siempre las razones esenciales que llevaron a tomar semejante determinación y que movilizaron al punto de generar esas incontenibles ansias de hacer política.
La crónica contemporánea recuerda con crueldad que el tiempo finalmente juega en contra. Que a medida que se gana en despliegue, se pierden valores, que al avanzar en este perverso juego, quedan en el camino muchos buenos anhelos y desaparece paulatinamente el coraje original.
Muchas veces los políticos intentan justificar sus decisiones aseverando que hacen lo que pueden y no lo que quieren, que todo culmina en el "arte de lo posible" y no precisamente en hacer lo necesario en cada circunstancia.
No se trata de ser intransigente y creer en falsos purismos. La tarea pasa, en todo caso, por avanzar con pasos firmes y perseverantes, por negociar articulando con otros actores, pero siempre en una dirección concreta, con metas claras y con hitos intermedios que siempre se encaminen al objetivo.
Es imprescindible, en ese contexto, que el sujeto revise sus visiones. Si se ha ingresado a la política para cambiar la realidad y se presentan oportunidades, no parece admisible postergar lo correcto y continuar con lo indebido. Cabe, en ese momento, cuestionarse con vehemencia acerca de los verdaderos motivos que lo impulsaron a participar en la política.
Tal vez la razón no haya tenido que ver con el deseo de modificar el presente, sino en todo caso con la ambición de acceder al poder, de sentirse importante y liderar, de mandar y dar órdenes, de ser un personaje público y famoso, de alcanzar reconocimiento y disfrutar del prestigio.
Claro que la política puede ofrecer mucho de eso. Es posible que muchos se muestren entusiasmados con lograr tantos tentadores objetivos personales. Pero sería muy saludable explicitarlo, empezar por no engañarse a sí mismos y evitar estafar a la ciudadanía, diciendo una cosa por otra.
Lamentablemente muchos llegan a la política con un discurso moralmente correcto y recitan sus buenos propósitos consiguiendo a su paso el ensordecedor aplauso de sus afectos que lo estimulan a lanzarse al ruedo.
Hacer política es necesario. Alguien tiene que tomar esa posta. Los más aptos, los que tienen el deseo pero también los talentos para lograrlo deben emprender ese recorrido. Pero es vital comprender que para encarar este proceso se debe dimensionar la trascendencia de intentar modificar rumbos.
No se necesitan nuevos políticos para seguir haciendo lo mismo, ni para conservar todo lo malo. Se precisan nuevas mentes, estilos diferentes e ideas superadoras. El entorno evoluciona y necesita entonces de una dinámica ágil y capaz de interpretar esas eventuales mutaciones.
Más allá de la retórica estéril y vacía, es esencial darle un sentido a la actividad política. Ingresar a ella para convertirla en una profesión muy rentable o para satisfacer los más bajos instintos que vienen de la mano del poder, no parece algo de lo que se pueda estar orgulloso.
Si la idea es trascender, pasar a la historia por lo realizado, ser útil a las futuras generaciones, pues entonces adelante, pero siempre con la convicción de que se ha decidido ser parte de eso no para que todo siga igual sino para patear el tablero. Si no se tiene el valor para intentarlo, si se carece de la determinación suficiente, no vale la pena seguir repitiendo aquello de que se ha decidido hacer política para cambiar la realidad.
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