Por
Adam Dehoy
La teoría de la conspiración ha
estado entre nosotros desde antes de nosotros estar. La heredamos, como una
condición genética que nos han impuesto,
y no sabemos quién. No obstante podemos creer en ella o no. Depende.
Primero se presentaba como una imagen que reunía a un grupo de “creyentes” en
un oscuro “basement”, léase sótano.
Todo vestidos de oscuro y trajinando sus planes, bajo la presión de la duda
constante entre sí.
Ahora, más sofisticado. Ya no se
reúnen en un húmedo y oscuro sótano, sino en cómodos y refrigerados reservados
en lujosos hoteles de los Alpes suizos. Y aunque tal vez las intenciones no
hayan cambiado mucho y ya no sean un conclave de convencidos camaradas en la
fe; la intención que los mueven sigue siendo la misma.
Hay muchos niveles de conspiración:
desde la banca internacional, los grandes movimientos políticos e ideológicos,
hasta el modesto cuchicheo de políticos locales. Lo mismo en New York, Londres,
Moscú o Zúrich, que en Sweetwater, o Hialeah. La intención continúa siendo, al
menos inmoral y siempre un instrumento utilizado para “joder” a alguien. Este alguien puede ser una persona, una
organización o una idea. La conspiración siempre contiene mala intención e
iguales propósitos.
Según la mayoría de los “especialistas”
en la política nacional (léase EUA), cualquier candidato republicano
medianamente calificado, habría vencido al candidato que el partido demócrata
escogiera. Desde Hillary, llena de problemas y contradicciones, hasta el romántico
y fantasioso Sanders… pero no contaron
con lo que parece ser el arma secreta de los demócratas. Trump.
Los conspiradores son, tienen que
ser; fríos, calculadores, hábiles e imaginativos. Capaces de ver siempre más allá,
o sea tener una vista larga y precisa. El trabajo de la conspiración tiende a
ser lento y tangencial. Intentando mantener la vista, de la victima escogida,
alejada de ese punto en que se tocan. El partido demócrata necesitaba un
rompe grupo. Con las características de Trump. Vano, engreído, huérfano de
ética, con una sed desmedida de protagonismo y desde luego, donde la ética
estuviera ausente. ¿Cómo lo encontraron? Ese fue el trabajo de los
conspiradores. Localizar el arma secreta para
neutralizar lo que hubiera sido una inevitable derrota de su candidato y
del partido demócrata.
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