"Libertad es el derecho que todo hombre tiene a expresarse y a obrar sin hipocresía..."
Por. ROLANDO MORELLI
Para
Gabriella de la Campa, que también es maestra.
Entre las cartas que, de tarde en tarde, y de Pascua a San Juan
recibí de allí durante los primeros diez años posteriores a mi
salida, nunca hubo una carta suya. ¡No que yo pudiera echarla de menos, entre
las muchas otras que sí faltaron! No había razón bastante para establecer una
correspondencia entre ella y yo, aunque a la vista de esta carta suya fechada
el seis de abril del año ochenta y cinco (cinco años exactos después de haberme
marchado), encargada al correos el siete, y finalmente llegada a mis manos con
un retraso de aproximadamente quince años, llego a pensar que sí la hubiera
acaso, en atención a esos sentimientos que la inspiran, o inspiraron en el
momento de escribir. Es difícil (por no decir imposible) establecer con certeza
de qué manera y hasta qué grado podemos causar una impresión cualquiera en
quienes nos rodean. Eso que a veces llaman “dejar una marca”. La expresión,
desde luego, no acaba de gustarme, pero tal vez retrate adecuadamente el hecho.
Una impresión o “una marca”, qué más da, pues al cabo de algo en profundidad se
trata. No soy hipócrita. La hipocresía no forma parte de mis vicios. Por no
serlo, en primer término, tuve que marcharme de allí. “Libertad es el
derecho que todo hombre tiene a expresarse y a obrar sin hipocresía“,
afirmó certeramente Martí. Pero a lo mejor me engaño cuando digo que no busco
dejar una impresión de algún tipo en quienes me importan más.
He sido maestro toda mi vida, e incluso cuando pude ser otra cosa más tarde,
elegí la docencia. Decir el magisterio puede sugerir un tono que me es ajeno.
¡He aquí el quid del asunto!: Enseñar, contribuir a formar a un individuo,
aportarle algo, sí, pero de ahí a dejar en él o en ella esa huella profunda
—intensa e indeleble incluso, como debió ocurrir en el caso de la autora de la
carta— llega a ser en verdad una acción que no busco a conciencia, y que más
bien consigue asustarme. De haberse tratado de una carta retenida todos estos
años por su remitente, y sólo ahora finalmente dejada a los azares del correos,
me sería posible atribuir el hecho a una vacilación demasiado persistente y
acaso oportunista y avezada, (teniendo en cuenta los cambios en las
circunstancias personales y sociales que la rodeaban), pero la comprobación de
que la fecha de envío —constatable en el matasellos— está muy lejos de
corresponder a la de su recepción, acaba produciéndome más de un desconcierto.
Por otra parte, está el hecho de haberme encontrado a mi corresponsal hace
apenas un año, con motivo del viaje que hice allí para asistir
al sepelio de mi madre. Ocurrió justo después del entierro, y fue ella quien se
acercó a mí, conmovida, y con un abrazo —que no pude o supe rechazar, aunque
procediera de una absoluta desconocida— me dio el pésame. No fue sino hasta dos
días después que vino por casa con cualquier pretexto, y entonces, entre
anécdotas y reflexiones que giraban siempre en torno a la cuestión docente —y
mientras yo iba ubicándola entre los recuerdos de otra época y lograba
identificarla al cabo— me habló de la fiesta. Es decir, de su
fiesta. En realidad (y siempre según ella) debía tratarse de vla famosa
fiesta de Martha Ondina. Lo de famosa o mentada tenía que ver
con las circunstancias particulares de aquellos días de abril de mil
novecientos ochenta, que motivaban en primer lugar la fiesta que habría de
tener lugar según una apuesta que su instigadora tenía el pleno convencimiento
de ganar, aunque nadie más que ella misma estuviera en la apuesta. Aquella
conversación, sostenida en la sala de la casa de mis padres y pese a cierto
atropellamiento propiciado por las circunstancias de su decursar, vienen ahora
a iluminar el sentido de esta carta, y a su vez las palabras del texto contribuyen
cierta claridad al recuerdo que conservo de la conversación. La recuerdo ahora
como una más entre los estudiantes del tercer año de la carrera, antes mejor
dotada que el común de sus compañeros, aunque sin ser brillante. Pero los
recuerdos de esta índole suelen ser imprecisos. Ella misma me confesó la
extrema ignorancia que por entonces sufría, y que la caracterizaba —aunque yo
no conserve de ello memoria alguna—. También a su memoria agradecida (o a su
imaginación) —quién sabe si a un deseo muy poderoso de sentirse en deuda de
gratitud y afecto hacia alguien— debo el dato que me confiara como si de una
revelación se tratara: en ocasiones solía ayudarla con un remedial, que
lo mismo podía ser de mi asignatura como de otras. Esto parecía decirlo no
sólo para mí, sino asimismo para sus dos hijos adolescentes que la acompañaban
en la visita. A ratos me parecía entrever la vergüenza que casi con seguridad
suscitaba en los adolescentes aquella declaratoria insistente de su madre, en
relación a un extraño, pero ella pareció adivinar mis pensamientos cuando
aseguró que sus hijos —y hasta el marido— me conocían muy bien por referencias.
¡Cuántas anécdotas no les había contado ella de esos años! Creo que dijo cuentos en
lugar de anécdotas… Para ella, habían sido seguramente de los mejores de su
vida, y fui yo quien —dándose cuenta de ello, y del posible papel que ella me
atribuía en tal empresa— acabé por sentir la inhibida vergüenza propia de los
adolescentes.