Por: J. A. Albertini
Francisco Umbral
Escritor español
En el prólogo que la escritora cubana Zoé Valdés escribió para El camino de ayer, reciente libro de relatos de José Abreu Felippe resalta lo que, a mi juicio define, no solo el volumen prologado, sino toda la producción literaria de Abreu Felippe: El camino de ayer, posee esa cadencia clásica del dramaturgo que transita del grito sofocado al gemido austero.
A punto de finalizar la lectura maduré la idea de escribir una reseña, ceñida a los diez cuentos que integran el texto. Sin embargo, el prefacio certero y el conocimiento que tengo de las obras, sobre todo novelas y cuentos, del autor (mis géneros preferidos) me llevaron hasta el portal primero; habitaciones después de la casa solariega, donde gravita la realidad-ficción que jalona la trayectoria literaria de Abreu Felippe: ...vibran situaciones insólitas y palpitan personajes de un pasado remoto y de otro más reciente...inevitablemente vuelvo a Zoé.
Palpo las paredes que fueron y el fulgor de antaño proyecta, en una suerte de espejo cóncavo y convexo, magnifica, mengua, une y desune, situaciones y personajes de intemporalidad real que difuman lo coetáneo y lo anacrónico en manojo de inmortalidad perpetua, que se filtra a través de una mirada colorida.
¿Acaso Blanca, la abuela de Tavi, (Octavio González Paula) Antonio o el mismísimo José Abreu Felippe, no poseía un ojo azul y otro carmelita...? Quién, en el presente, se atreve a dudar de aquella mirada bicolor, amenizada por el tintineo de las argollas que llenaban los brazos de la bisabuela Tata. ¿Quién cuestiona la existencia de Barrio Azul. La simpatía del sacerdote José Rodríguez, apodado Gasolina, que irradiando agua bendita y una letanía ininteligible, sazonada en aguardiente Cazalla, a todos los personajes de la pentalogía bautizó, una mañana dominguera. Ese domingo, en el instante de la cristianización, las autoridades coloniales, en los árboles custodios del Camino a Santiago, colgaban a 12 vegueros.
Topar con un cronista de vida que disimula en ficción no resulta fácil. Para escribir sobre el conjunto de las obras, o cualquiera de ellas, de José Abreu Felippe hay que entrar al círculo de vida-muerte; muerte-vida que destilan las mariposas vespertinas que revoletean (ellas siguen pegadas a la luz amarillenta) en el perenne bombillo del portal de la casa de Tavi. Las mariposas de Barrio Azul persiguen; son de vuelo insistente. Sus alas están mojadas en sangre de carnero degollado... En eso irrumpió el Jinete Materva y su ayudante Salutaris. Tomaron, sin permiso de la miel del padre; la que venía de Matanzas y, para llevarse algo más sustrajeron una pareja de tomeguines del pinar y una novelita de vaqueros y pistoleros. Por cierto, escrita por Marcial la Fuente Estefanía... ¡La que se armó en Micenas aquel día...! Dicen que llovieron ángeles... ¿Él los vio...? No, no los vio pero, por si acaso, para protegerse, me contaron, tomó en sus manos infantiles el soldadito de plomo, la bola (canica) y el pedazo de pared (ladrillo repellado) que en la memoria conservaba calor de hogar. Olor a fogón de carbón; a sofrito... Sobre todo, tibieza y aroma de manos maternas.
Abreu Felippe es parco en palabras articuladas. Confiesa que le aburren. No obstante, su creación es rica en personajes y situaciones que tejen todo un palpitar de existencias; bruñidas en evocaciones de familia, amor e historias que se guarecen bajo la sombrilla de la literatura: De lo viejo emanaba algo tierno, algo dulce, algo que estaba como de vuelta de todo. En Sabanalamar, reflexiona el joven Tavi. Más tarde, en otra jornada, a lomo de caballo, recorre 32 kilómetros de llanos camagüeyanos para, al igual que el cruzado del film de Ingmar Bergman, El séptimo sello, adentrarse en la partida de ajedrez. La suerte estaba echada. La cuestión era dilatar el jaque mate. La peste lo cercaba. Nadie escapa; nadie puede ocultarse de Ella, ni tan siquiera, en los caminos bifurcados de Jorge Luis Borges. Ella, la inevitable, está en Siempre la lluvia, en las marchas de jóvenes alucinantes que agonizan de disparos, ráfagas de metralleta o a lomo de pencos sabaneros.
Te llegó una citación militar... El Instante se expande en juego de círculos concéntricos, donde no se admite escisiones y el amor a veces es un roce de cuerpos jóvenes, desnudos al sol y guijarros molestos que parten el tiempo a la mitad, en pura vejez que se disuelve en el alma de Mulato; sus dolores de amor y las travesuras de Kukulcán, dios del viento, serpiente emplumada que sedujo y marcó a María Alejandra y Fabián.
El cronista, de Concha la que habanera fue, aprendió que hay una cera gris o sepia que se desliza como llovizna contra el tiempo y lo embadurna. Y de Dago, el que tenía pajaritos cantores en jaulas de güin, consumía miel de panal y tragaba arenque que bajaba con cerveza, conserva la fotografía de un niño, vestido de marinero y mirada de llanto reprimido.
Y mientras cabalga, mueve peones alfiles y torres, ella le permite rendir homenaje de recordación a los seis que murieron sofocados de poesía exiliada y pateada. El escribidor, a estas alturas, sabe que las confrontaciones, reposan en el olvido de pasiones que fueron. De voces de ayer con acento radial: Radio Club, buenas noches. ¡Margarita, buenas noches! ¡Botoncito Qué bueno que te oigo...
José Abreu Felippe es retratista de su tiempo. Un tiempo como los acontecidos o están por venir. Tiempos reales, benévolos, veleidosos, injustos, pasionales y de amorosa crueldad primaveral.
La cabalgadura apenas se sostiene. El cruzado de Barrio Azul, el que bautizó el cura Gasolina, desmonta y lleva a la bestia de las bridas. La muerte observa. Bajo un ateje, de la Calzada de Jesús del Monte, colmado de frutos rojos, alista el tablero de ajedrez. No tiene premura. Aún no es el momento de la despedida. Ella sabe que precipitar el ocaso idealiza el amor en hálito sutil y conserva el recuerdo del vigor adolescente.
El cruzado mira para el camino de ayer y escribe una página más. Es la cuartilla que adivina el mar y avista el barco, de vela o a vapor, que salió, regreso y retorno en travesía incesante, cargado de guanches, de las africanas Islas Canarias.
Ella lo mira con fría amabilidad. Sin prisa dice: Dile adiós a la virgen. Sonríe y le recuerda. Será nuestra última partida. Ensancha la sonrisa y afirma. Después, te lo aseguro, vendrá el olvido y la calma.
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