sábado, 13 de enero de 2018
CUALQUIER TIEMPO PASADO ¿FUE MEJOR?
CUALQUIER TIEMPO
PASADO… ¿FUE MEJOR?
Por: Leonora Acuña de
Marmolejo
Don Jorge Manrique el
gran escritor y poeta español (1440- 1479) dijo en uno de sus versos: “...cómo, a nuestro parecer,
cualquier tiempo pasado fue mejor”; y este concepto puede ser muy
controversial. Yo diría que esto es muy relativo. No debemos ser tan radicales
en nuestros discernimientos, y sin tener que pegar en la indecisión, ser un
poco elásticos en nuestras evaluaciones y determinaciones, no queriendo esto
significar, reblandecimiento o inseguridad de criterio. Mejor aún, podremos
pensar que cierto margen de pérdidas y ganancias en nuestro libro diario, afirma todavía más
nuestros conceptos de los valores reales en la balanza de la vida.
Si
volvemos nuestra reflexión por los laberintos del recuerdo remontándonos
algunos años atrás, fácilmente recordaremos con nitidez de gestos, palabras y
detalles, muchos pasajes que son verdaderas anécdotas; reminiscencias que
enfrentadas al conocimiento y a la experiencia presentes, son ahora hasta
hilarantes, mas nos han dejado cierta satisfacción al pensar para nuestro ego en un soliloquio íntimo:
“Ahora es diferente; ahora me siento mejor” “….Ahora puedo desenvolverme
mejor”; o diremos un poco absortos: “¿Cómo me las arreglé?… No lo sé, pero sí
sé que mi fe y mi optimismo me impulsaron
a sacar mi barco adelante” Es así como nuestra idiosincrasia latina
funciona; porque somos optimistas y
tesoneros en pos de nuestras
metas.
Puede que en un principio nos falten los
medios apropiados para alcanzar nuestros ideales, pero nunca nos falta la
voluntad; una vez que tengamos el incentivo, un pequeño empujoncito nos puede
impeler muy lejos y es entonces, cuando ya nada nos detiene para alcanzar
nuestra estrella.
Por ejemplo, yo recuerdo cuando empecé a
trabajar, diez días después de arribar a esta ciudad. De regreso de la oficina,
localizada en Manhattan y todavía con el alma colgando del cielo de mi adorada
patria, ensimismada nostálgicamente en los recuerdos de los paisajes
colombianos, de los familiares y amigos que atrás dejaba, de las caritas
esperanzadas de los alumnos de mi colegio Eugenio Pacelli -el que había fundado
con tánto amor y entusiasmo allá en el barrio Versalles de Cali (Valle)- ;
aturdida por el ruido ensordecedor del tren subterráneo al que no estaba
acostumbrada y que se me antojaba por el
estruendo, la mismísima cueva del
infierno; desconociendo aún el intrincado sistema de los cambios de ruta, me
desvié de la vía que debía llevarme a casa en la estación de Útica en Brooklyn.
Me encontré extraviada en una tierra aún extraña para mí, y me sentí un tanto
preocupada al pensar en el temor que podrían sentir mi esposo y mis pequeños
hijos ante mi tardanza para regresar a casa después del día laboral.
Así, descorazonada, y confusa fui a parar a la
estación terminal de aquella ruta en Flatbush (un barrio del Condado de
Brooklyn), porque sin darme cuenta me pasé de la estación en donde debía
apearme.
Viendo con desasosiego cómo durante
el trayecto, el tren se iba alivianando de su carga humana , me encontré más de
una vez ante la mirada inquisitiva del conductor, quien ya con su experiencia
transportando gente de todas las partes del mundo, a lo mejor estaría pensando: “Esta tiene cara de
perdida…”
Cuando el tren paró definitivamente y sus
puertas se abrieron, yo me encontré con la única pasajera que quedaba: una
anciana (cargada de maquillaje, cubierta de abalorios y emperifollada como
estatua en andas en procesión de pueblo), quien se encontraba igualmente
perdida porque dicho sea de paso, con el complicado sistema de trenes, aún
muchos nativos y muy a su pesar, se desvían de sus rutas.
Simultáneamente nuestras miradas curiosas y
angustiosas se cruzaron; entonces ella me preguntó ansiosa: “Which is this
station?”. “Which is the train to
Rockaway?” Estas preguntas
consecutivas y formuladas en su perfecto inglés, para mi oído que aún rechazaba
con una fidelidad canina otro idioma diferente al que diariamente escuchaba
días antes en mi paradisíaca tierra natal, debieron poner en mi rostro una
expresión lejana que ella debió captar inmediatamente, como cuando se habla
acuciosamente a un sordo para luego saber por su mutismo que fueron vanas nuestras palabras, como palabras al viento.
Pero lo mejor de la anécdota no fue esto.
Intuyendo por su gesto inquisitivo lo que me preguntaba (más que
entendiéndole), me apresuré muy orgullosa deseando poner en práctica el inglés
que había aprendido en las aulas educativas de mi patria, y con un inglés
bastante quebrado, de atroz acento, y de peor construcción tratando de imitar
su natural acento, le repliqué: “Ai ron no. Ai am olso for equivoqueichon jier”
(No sé. También estoy aquí por equivocación). Aún con cierta ingenuidad, pensé
que esa había sido la mayor proeza de la cual los míos, al saberlo, se
sentirían orgullosos.
Cuando la dama escuchó mi apremiante
jerigonza, me miró como se mira algo grotesco salido del común de esta tierra
de todas las razas humanas; de hito, en hito, recorrió mi humana geografía
desde la cabeza hasta los pies, y con
gesto de indiferencia, se dio vuelta como quien piensa: “Esta pobre alma de
Dios no sabe ni en dónde está parada…”; y así quedé plantada allí en aquel
estrecho pasillo que sólo tenía una salida, “mirando para San Felipe” como
decimos en Colombia.
Tratando de seguir los pasos de la
mujer como náufrago que se aferra al último madero de salvación, salí a la
calle y quedé implorando al cielo pues la mujer desapareció en un santiamén,
entre la multitud ajena a “mi tragedia”. Entonces, me encontré sola en medio de
la gente que pasaba apresurada ignorante del “conflicto” en que me encontraba
en aquel momento, con cara de niño de primer día de escuela.
Hoy,
tras de más de 10 lustros, y más precisamente, en una soleada mañana estival,
arreglando el jardín de mi casa en esta
paradisíaca tierra de Long Island en donde resido desde 1.970, me asaltó el
recuerdo de aquellos años cuando en el reducido apartamento de Brooklyn (donde
viví inicialmente al llegar de mi país), trataba de cultivar algunas plantitas
en el estrecho alfeizar de la única ventana
que daba al patio interior, y que yo podía abrir con menos peligro de mi
seguridad personal y de la de mi familia.
Recordé hasta con cierta melancolía, que cada
mañana con la típica premura de las primeras horas, mi esposo o cualquiera de
nuestros niños, sabedores de mi amor por el jardín, venía a prodigarle un poco
de cuidados a los débiles y nada donosos exponentes. Pero a pesar de todos los inconvenientes,
hacíamos de esto un ritual de cotidiana felicidad por cada brotecillo que
advirtiéramos, aunque nunca llegaran a retribuir nuestros cuidados con su
floración.
Ahora tengo, no un inmenso jardín, pero sí
disfruto de amplias zonas verdes y me divierto cultivando toda clase de plantas: claveles, rosas, clemátides, geranios,
petunias, lavandas etc. que no sólo son muy
fértiles, sino además, pródigas
en flores como si estas quisieran reivindicarme por aquellas las mustias que
nunca florecían. Además en el verano cultivo también una pequeña huerta con vegetales y plantas aromáticas; y como
recompensa a mi amor por la tierra, en el otoño preparo encurtidos, los que
aprendí a elaborar tras de unas vacaciones en Boston y en otros lugares de
Massachusetts en donde esta labor es un verdadero arte. ¿Qué más puedo pedir?
¡Amo la naturaleza y los placeres sencillos
y simples de la vida porque en estos reside un secreto de felicidad...Siempre busco
el lado positivo de la vida y de mis semejantes; soy sencilla y tengo un alma
bucólica y agreste, que me hace
feliz!
En la actualidad puedo decir
con orgullo, que una vez, ya siendo bilingüe
(que fue lo primero que me propuse conseguir en este país), pude hacer otra carrera
en la Universidad de Farmingdale, N.Y. Hoy
reconozco con satisfacción que he alcanzado las metas que me he fijado; mas preservando mis raíces
de las cuales me siento muy orgullosa, desde un comienzo traté de aculturarme a
la nueva sociedad, la de esta amable gran casa de puertas abiertas.
He realizado ideales y he alcanzado
progresos de diferente índole; he tenido el placer de hacerme de amistades maravillosas; conozco y puedo defender mis derechos. En esta forma,
y con honestidad, amor y reconocimiento,
puedo disfrutar mejor de todas
las ventajas de esta
tierra de promisión en donde ya he echado raíces con la prolongación de
mi familia extendida que por matrimonios, se ha integrado a otras culturas como
la alemana, la italiana, y la irlandesa. Somos ahora como decimos en casa: “las
Naciones Unidas”. Los nuevos miembros, impelidos por el orgullo de mi ancestro
español, se sienten muy orgullosos también y tratan de aprender de mi cultura y
mi sagrado idioma cervantino; y con gran orgullo y placer he dedicado mis
libros a los nuevos miembros consanguíneos de mi familia.
Ésta es una metrópoli de grandes
progresos y oportunidades, mas como sus grandes similares, a veces dura,
absorbente, y hasta cruel en determinadas circunstancias; es un sitio en el
cual hasta el más inmaduro aprende a
poner los pies en el suelo. Pero en donde si cada individuo no se supera, se
automatiza convirtiéndose en un número más de Social Security; una ciudad en la
cual si sólo nos anima el culto al “Dios Dólar” sin que nuestros actos
volitivos nos encaminen con ambiciones altruistas (no, de competencia para
derribar al más débil, sino de superación y de progreso individuales para
funcionar como basamentos del gran edificio de una sociedad más humanitaria.),
nos hundiremos pesarosamente. ¿A qué
entonces atribuirle la culpa de nuestra
posible ineptitud y por consiguiente de
nuestra inconformidad, a La Gran Casa que
generosamente nos ha dado albergue y que nos deja en libertad para disfrutar en
ella de lo mejor que pueda
brindarnos?
En
esta tierra adquirimos experiencias maravillosas; pero ocurre que a veces por
mirar con tanta testarudez hacia atrás, no vivimos la realidad del “aquí y el
ahora”. Además como dice el refrán: “agua pasada no mueve molino.” En lugar de
vivir añorando el ayer que ya pasó, reconozcamos con nobleza, entereza y
gratitud hacia Dios, hacia la vida, y hacia esta tierra gentil, que todas estas
vivencias nos van enriqueciendo
anímicamente, y en una u otra forma, nos dejan un saldo a nuestro favor. Si
obramos con la filosofía de mirar el aspecto positivo de las cosas; de amar,
respetar, y perdonar a nuestros semejantes; y de vivir cada instante
intensamente con lo mejor de nuestro presente sin dolernos inútilmente por lo
pasado, e iluminando siempre nuestro camino con una sonrisa, tendremos una vida
satisfactoria, fructífera y feliz. Hagámonos conscientes de que no
necesariamente “cualquier tiempo pasado fue mejor...”.
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