"El avistamiento duro unos treinta segundo. El óvalo no parecia estático..."
El tren de las diez salía a las 9 y 50 am. De Santa Clara y pasaba entre
Manajanabo y Suplanco alrededor de las 10 y 30. Mi hermano, mis tres primos y los “adoptados,” lo esperábamos
puntualmente, porque en él venían la correspondencia y las visitas del pueblo,
todo un acontecimiento en aquellos largos veranos de vacaciones de julio y
agosto.
Pero, aquel día memorable me quedé solo en un pequeño promontorio al que
llamábamos “la Rana,” por su forma, avistando desde el seboruco la línea
central del ferrocarril que distaba kilómetro y medio. A esa hora la muchachada
había salido a cazar mariposas.
Entonces lo vi. Allí estaba. No había dudas. Me restregué los ojos. Era un
óvalo perfecto suspendido a gran altura, de color blanco nacarado que hacía
contraste con el azul negruzco de las primeras estribaciones del Escambray que desde
la finca de Ma’ Amparo, mi abuela, se divisaban: serias, imponentes, lejanas,
inmutables. Y que le servían de buen
contraste al objeto volador “bien” identificado.
El avistamiento duro unos treinta segundos. El óvalo no parecía estático.
Era como si tuviera un leve temblor parkinsoniano,
apenas perceptible. No hacía el menor ruido. Yo estaba fascinado; con la boca
abierta y sin saber qué hacer, con un poquito más de asombro que de miedo. Llamé a mi hermano para que lo viera.
No contestó.
De repente, “aquello” retrocedió unos milímetros y segundos después salió disparado a una velocidad increíble,
descomunal, inenarrable, (nunca he vuelto a tener vivencia semejante) en línea
recta, durante unos seis o siete segundos. Era perfectamente identificable contra el color oscuro del
macizo montañoso. ¡¡Qué velocidad!! Ni la de un cohete supersónico. Verdaderamente sorprendente. A la
altura del Arroyo de los Monos hizo un
giro sorprendente de 90 grados en perpendicular hacia el cielo, donde se perdió
en un segundo entre unos cúmulos
blanquecinos.
Soy muy estable emocionalmente; no estaba nervioso y ese día transcurrió en la normalidad de cualquier
día normal del estío.
Volví a la casita de campo. Mami estaba cocinando y le dije tranquilamente:
–“Vi un platillo volador.”– No mostró
interés y siguió friendo unos boniatos y
haciendo la harina para el cercano almuerzo.
A mis diez u once años me sentí defraudado por el poco caso que me hizo. Esperé a Papi que volvía de
sacar unos cangres de yuca del traspatio.
Mientras se lavaba las manos en una
palangana le expliqué con detalle
lo sucedido.
Me prestó, en silencio, mucha atención
(Papi era doctor en Pedagogía). Le hice el relato objetivamente, en la más
absoluta tranquilidad, sin emoción, ni exageraciones. Al final me dijo:…… “Santiaguito; tú no viste nada.”
-- “Pero sí ¡Sí que lo ví”0!, insistí; dando unas
pataditas de repudio en el piso de tierra.
--“No viste nada“; repitió alzando la voz. “Y en esta casa no se hablará
mas de eso.”
Y,…….. ¡Así fue hasta el día de hoy!
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