Es fama que de donde discuten dos
judíos pueden sacarse al menos tres posiciones perfectamente argumentadas y
convincentes, de manera que no sorprende que luego de Rafael Ramírez la
diatriba contra Israel la continuara un abogado judío, Michael Sfard,
representante de la ONG Yesh Din, especializada en la defensa de los árabes en
Israel.
Cuando se observan las numerosas
personalidades, ONGs, fundaciones, asociaciones e incluso partidos políticos
que en Israel asumen como propia la causa árabe, como quiera que la interprete
cada uno, la primera pregunta que asalta la mente es: ¿Por qué no habrá
siquiera uno en un país árabe o musulmán que asuma la causa de Israel? Y si
apareciera, ¿cómo lo tratarían, por ejemplo, en Irán, Arabia Saudita, por no
decir en Palestina?
Esta es otra manifestación
sorprendente del particularismo judío y es que nunca se ponen de acuerdo en
nada, ni siquiera en la necesidad de defender a Israel. Algunas sectas como
Neturei Karta tienen el objetivo manifiesto de oponerse a la existencia del
Estado judío y siendo éste el caso, claman por su desaparición porque el
sionismo, para ellos, es una herejía.
Neturei Karta predica la sumisión de
los judíos al Estado en que vivan la diáspora cualquiera que éste sea, hasta
que venga el Mesías a liberarlos, lo que les permite aliarse con Mahmud
Ahmadinejah o ser funcionarios de Yasser Arafat, el único Estado al que no se
someten ni reconocen es, increíblemente, Israel.
Norman Finkelstein ha ganado una
inmerecida notoriedad con un panfleto titulado “La industria del Holocausto”,
en el que denuncia el provecho indebido que, según él, obtienen instituciones
judías al utilizarlo como arma arrojadiza, incluso el Estado de Israel lo
usaría como instrumento de propaganda para concitar apoyos.
Quizás el defecto más chocante de la
argumentación de Finkelstein es el del fariseo que niega una limosna porque
advierte, súbitamente, que el mendigo se aprovecha de su miseria. El
planteamiento tiene cierta plausibilidad, pero ésta no puede llevar al extremo
de negar que la miseria exista, que se sufra realmente y merezca alguna
solidaridad.
Puede verse a Finkelstein en
películas negando que exista el antisemitismo y, como los judíos viven
estupendamente en New York, Boston, Miami, es falso que corran peligro en
ninguna parte, para terminar haciendo histriónicamente un saludo nazi. Luego se
queja amargamente de que su carrera académica fue destruida, no por su
paranoia, sino por un tenebroso lobby judío. Su guía intelectual es Noam Chomsky.
Muchos detractores ni siquiera se
pueden acusar de antisemitismo, como Daniel Barenboim, notable exponente del
buenismo judío que anda por el mundo como suplicando que no lo odien por ser
judío, motivo por el cual adopto la “nacionalidad palestina”, ciertamente la
única persona que la ostenta siendo israelí; pero clama por el
establecimiento de un Estado Palestino, lo que hace incomprensible que tenga la
nacionalidad de un Estado que según él mismo dice, no existe.
Bueno, también dice que debe estar comprendido
en las fronteras de 1967, que han sido “aceptadas por todo el mundo”; aunque se
trata de las líneas de armisticio de 1949 para concertar una tregua, no
reconocidas como fronteras internacionales por ninguno de los directamente
involucrados. Como si la guerra de los seis días, del Yon Kipur y todas las
demás no hubieran ocurrido. O como si las líneas no pudieran modificarse de
nuevo si los árabes intentaran otra guerra de agresión.
Es arduo y quizás interminable
pasearse por cada uno de los detractores judíos de Israel; pero la buena
noticia es que ninguno aporta ni una letra al discurso de los enemigos
tradicionales, simplemente asumen su narrativa como propia y repiten la letanía
contra la “ocupación”, el apartheid, llaman a los judíos “colonos” en sus
tierras ancestrales de Judea, Samaria y Jerusalem, en fin, la revisten de
autoridad porque quien la dice es judío; pero una mentira sigue siendo mentira
aunque la diga un judío.
Así como la izquierda en Israel no
le añade ni una coma a los estribillos de la izquierda mundial, a la que le
basta con etiquetar a alguien de “derecha” para descalificarlo de manera
instantánea, prescindiendo de cualquier otro esfuerzo de refutación.
Así, la primera víctima del
antisemitismo judío es la vocación polémica que siempre ha caracterizado al
pueblo judío, en este sentido, es intrínsecamente antijudío.
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