Jorge Riopedre
Después de una larga espera ha vencido al fin
el plazo biológico de Fidel Castro, figura tan dañina para la población cubana
que muchos lo cotejan con una maldición divina o sobrenatural en un esfuerzo
por describir de algún modo el desasosiego y el dolor lacerante ocasionado por
57 años de absolutismo vital. Ciertamente, Cuba no goza aún de libertad
política, pero era necesaria su desaparición física para quitarse de encima un
trauma existencial.
Continuación de la Guerra Civil Española en
forma y función, al menos así lo creo yo desde hace años, Fidel Castro encontró
en Buenaventura Durruti y Francisco Franco los ingredientes complementarios de
una implacable estrategia en la conquista y la conservación del poder: asesinar
o encarcelar a sus rivales, separar o ejecutar a la familia y sembrar, en fin,
el odio fratricida bajo la consigna de tierra arrasada. Borracho de cólera y
envidia, la mayor parte del pueblo cubano se lanzó al abismo al son que tocaba
la flauta castrista.
Aquello de construir el socialismo o una
patria grande y fuerte no era más que una obra de teatro diseñada (como casi
todas) para enaltecer la estupidez de las masas, acorde con la necesidad
antropológica de enmascarar con rezos y consignas la cruda realidad de un
porvenir sombrío. Terminados los aplausos surgen las primeras dudas, después un
temor creciente y más tarde un dolor profundo ante la traición inusitada,
cuando la verdadera intención de los actores de la tragicomedia revolucionaria
no podía ser más clara.
A partir de entonces no alcanzan los epítetos
para llamar o definir en toda su extensión la maldad sobrehumana del comandante
en jefe. Pero, ¿acaso fue Fidel Castro el único responsable de la catástrofe
cubana? ¿No publicó la revista Bohemia un dibujo de Castro que parecía un
Cristo redivivo? ¿No gritó al unísono la población cubana, "esta es tu
casa, Fidel"?
El error ha llegado a su fin. La deuda ha
quedado zanjada. Ahora el espíritu o el subconsciente colectivo, lo mismo da,
se siente más ligero, más dispuesto, más esperanzado. Sin embargo, Cuba aún
está muy lejos de ser libre, tanto, que son pocas las probabilidades de que los
cubanos de mi generación lo puedan ver en vida o en condiciones de recorrer las
calles y lugares que conoció la juventud. Sigo firme como el primer día en la
lucha que comencé a los 17 años, pero de nada me valdría haber vivido si no
aprendí algo en la jornada.
¡Claro que espero estar equivocado! Lo deseo
fervientemente, pero la experiencia dicta otra cosa. El castrismo incurrió en
un error similar al de España al expulsar a los judíos, quebró la espina dorsal
de la sociedad cubana, desmanteló el estamento profesional y productivo de un
país en plena evolución. Desintegró la nación cubana forzando la anexión voluntaria
de su pueblo y la dependencia cada vez mayor de los recursos del vilipendiado
vecino del Norte, en lo que se vislumbra ya como un nuevo Puerto Rico. Los
argumentos de José Antonio Saco, José Martí o Rubén Martínez Villena contra la
anexión a Estados Unidos no pudo evitar que un proceso tan costoso colapsara
por la locura del hombre, ¡vaya ironía!, que presuntamente era el elegido de
los dioses para llevar a feliz término la obra iniciada por el Apóstol de la
independencia de Cuba.
La experiencia de la historia nacional me
induce al escepticismo, Cuba probablemente no volverá a ser lo que fue ni
llegará a ser lo que desearíamos que fuera. Su suerte pertenece ahora al Arco
de las Antillas, destino turístico controlado por los sucesores del castrismo,
gerentes (como en Rusia) de todos los medios de producción del país.
Percibo, en suma, una democracia parcializada,
corrupta y desenfrenada pero de libre tránsito luego de la desaparición de Raúl
Castro, aceptada por Estados Unidos como el desenlace previsto de un pueblo que
ha quedado en condición ingobernable. El fallecimiento de Fidel Castro es un
paso de avance en esa dirección, un respiro de alivio para la población cubana,
muy lejos del pluralismo político y el poder judicial independiente indispensable
para un sistema realmente democrático, pero un rayo de luz, al fin y al cabo,
por pequeño que sea.
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