sábado, 23 de marzo de 2019

LA FIESTA DE MARTHA ONDINA


"Libertad es el derecho que todo hombre tiene a expresarse y a obrar sin hipocresía..."

Por. ROLANDO MORELLI
 Para Gabriella de la Campa, que también es maestra.
 Entre las cartas que, de tarde en tarde, y de Pascua a San Juan recibí de allí durante los primeros diez años posteriores a mi salida, nunca hubo una carta suya. ¡No que yo pudiera echarla de menos, entre las muchas otras que sí faltaron! No había razón bastante para establecer una correspondencia entre ella y yo, aunque a la vista de esta carta suya fechada el seis de abril del año ochenta y cinco (cinco años exactos después de haberme marchado), encargada al correos el siete, y finalmente llegada a mis manos con un retraso de aproximadamente quince años, llego a pensar que sí la hubiera acaso, en atención a esos sentimientos que la inspiran, o inspiraron en el momento de escribir. Es difícil (por no decir imposible) establecer con certeza de qué manera y hasta qué grado podemos causar una impresión cualquiera en quienes nos rodean. Eso que a veces llaman “dejar una marca”. La expresión, desde luego, no acaba de gustarme, pero tal vez retrate adecuadamente el hecho. Una impresión o “una marca”, qué más da, pues al cabo de algo en profundidad se trata. No soy hipócrita. La hipocresía no forma parte de mis vicios. Por no serlo, en primer término, tuve que marcharme de allí. “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a expresarse y a obrar sin hipocresía“, afirmó certeramente Martí. Pero a lo mejor me engaño cuando digo que no busco dejar una impresión de algún tipo en quienes me importan más. He sido maestro toda mi vida, e incluso cuando pude ser otra cosa más tarde, elegí la docencia. Decir el magisterio puede sugerir un tono que me es ajeno. ¡He aquí el quid del asunto!: Enseñar, contribuir a formar a un individuo, aportarle algo, sí, pero de ahí a dejar en él o en ella esa huella profunda —intensa e indeleble incluso, como debió ocurrir en el caso de la autora de la carta— llega a ser en verdad una acción que no busco a conciencia, y que más bien consigue asustarme. De haberse tratado de una carta retenida todos estos años por su remitente, y sólo ahora finalmente dejada a los azares del correos, me sería posible atribuir el hecho a una vacilación demasiado persistente y acaso oportunista y avezada, (teniendo en cuenta los cambios en las circunstancias personales y sociales que la rodeaban), pero la comprobación de que la fecha de envío —constatable en el matasellos— está muy lejos de corresponder a la de su recepción, acaba produciéndome más de un desconcierto. Por otra parte, está el hecho de haberme encontrado a mi corresponsal hace apenas un año, con motivo del viaje que hice allí para asistir al sepelio de mi madre. Ocurrió justo después del entierro, y fue ella quien se acercó a mí, conmovida, y con un abrazo —que no pude o supe rechazar, aunque procediera de una absoluta desconocida— me dio el pésame. No fue sino hasta dos días después que vino por casa con cualquier pretexto, y entonces, entre anécdotas y reflexiones que giraban siempre en torno a la cuestión docente —y mientras yo iba ubicándola entre los recuerdos de otra época y lograba identificarla al cabo— me habló de la fiesta. Es decir, de su fiesta. En realidad (y siempre según ella) debía tratarse de vla famosa fiesta de Martha Ondina. Lo de famosa o mentada tenía que ver con las circunstancias particulares de aquellos días de abril de mil novecientos ochenta, que motivaban en primer lugar la fiesta que habría de tener lugar según una apuesta que su instigadora tenía el pleno convencimiento de ganar, aunque nadie más que ella misma estuviera en la apuesta. Aquella conversación, sostenida en la sala de la casa de mis padres y pese a cierto atropellamiento propiciado por las circunstancias de su decursar, vienen ahora a iluminar el sentido de esta carta, y a su vez las palabras del texto contribuyen cierta claridad al recuerdo que conservo de la conversación. La recuerdo ahora como una más entre los estudiantes del tercer año de la carrera, antes mejor dotada que el común de sus compañeros, aunque sin ser brillante. Pero los recuerdos de esta índole suelen ser imprecisos. Ella misma me confesó la extrema ignorancia que por entonces sufría, y que la caracterizaba —aunque yo no conserve de ello memoria alguna—. También a su memoria agradecida (o a su imaginación) —quién sabe si a un deseo muy poderoso de sentirse en deuda de gratitud y afecto hacia alguien— debo el dato que me confiara como si de una revelación se tratara: en ocasiones solía ayudarla con un remedial, que lo mismo podía ser de mi asignatura como de otras. Esto parecía decirlo no sólo para mí, sino asimismo para sus dos hijos adolescentes que la acompañaban en la visita. A ratos me parecía entrever la vergüenza que casi con seguridad suscitaba en los adolescentes aquella declaratoria insistente de su madre, en relación a un extraño, pero ella pareció adivinar mis pensamientos cuando aseguró que sus hijos —y hasta el marido— me conocían muy bien por referencias. ¡Cuántas anécdotas no les había contado ella de esos años! Creo que dijo cuentos en lugar de anécdotas… Para ella, habían sido seguramente de los mejores de su vida, y fui yo quien —dándose cuenta de ello, y del posible papel que ella me atribuía en tal empresa— acabé por sentir la inhibida vergüenza propia de los adolescentes.

—Ellos lo saben bien todo, profe… Una no puede ser malagradecida. Y lo que yo soy y he podido llegar a ser aquí, a pesar de todos los obstáculos, se lo agradezco a usted. —Como me viera ensayar un gesto de verdadero asombro, se adelantó a decir en apoyo a sus palabras—: ¡Y yo no soy aquí la única que tiene cosas que contar! Todos estos años, aunque usted no lo crea, era casi de lo único que hablábamos en cuánto nos juntábamos un grupito de nosotros. ¡Bueno, de lo único interesante que podíamos hablar! Lo demás, como usted sabrá, era de lo mismo de siempre: que si el arroz o los frijoles ya habían sido distribuidos, que si la guardia del comité, que si la cotización de los cedeerre, que si los apagones, que si… ¡en fin! ¡La de nunca acabar! Lo de vla famosa fiesta, claro, es de lo más cómico —dijo, haciendo un alto en lo que decía o se proponía decir, y seguramente ayudándose con una reflexión—. ¡Mirándolo a la distancia, naturalmente, porque entonces fue una verdadera prueba! ¡Un examen durísimo para el que no hubo previamente un buen remedial! Para mí esta vez fue todo sin ensayo y sin repasos. Por mucho tiempo creí haber sacado un suspenso en él, hasta el día en que al fin me di cuenta de que no, de que aún estaba en mis manos sacar un sobresaliente. Ese día llegó al cabo de cinco o más años de usted marcharse, y hoy vengo para que delante de mis hijos me dé la nota que merezco.  
Mientras hablaba, yo había ido comprendiendo a medias algo de aquella perorata ardua e intensa. Me costaba trabajo concentrarme en otra cosa, y en otras ideas, que no fueran las que rondaban la muerte de mi madre, sin embargo, poco a poco la insistencia de quien había sido una de mis alumnas del Pedagógico, o la pasión que ponía en sus palabras, me fueron ganando y consiguieron finalmente toda mi atención. Cuando se dijo, o comenzó a decirse que yo seguramente estaba entre los que se habían refugiado en la Embajada, (lo cual explicaría mi súbita ausencia del Instituto y mi presunta fuga hacia la capital), ella se había revirado —tal fue la palabra que usó— “como una verdadera fiera herida” y hasta al Segundo Secretario del Núcleo se había atrevido a enfrentar, porque en su opinión existía el convencimiento de que alguien como yo no podía ser un contrarrevolucionario, mucho menos contarse entre la escoria. Se rió con una risa franca y generosa, burlándose de sí misma, de lo que había de confesar a continuación:
—Entonces yo ni siquiera sabía lo que quería decir la palabra escoria, profe. Pero me acordé de usted y de lo que hubiera dicho, y me fui a consultar al mataburros. El mismo que usted me había regalado en una ocasión, y que aún conservo. ¡Las de burradas que en todos estos años me ha ayudado a erradicar ese tesoro de diccionario! Por él también tengo que darle las más infinitas gracias. Y hasta mis hijos lo usan. Porque aquí, hoy, ¿quién tiene, ni puede tener, o se ocupa de tener un diccionario? Yo misma les enseñé a mis hijos cómo usarlo y de la necesidad de consultar a menudo una palabra, un uso… Así es que mire, aunque usted no haya estado aquí, mis hijos también le deben algo tan importante como es saber.
Después de confirmada la noticia de mi deserción —traición decidieron llamarla— y de convocar a múltiples actos de repudio en los que se llegó al apedreo de mi efigie y al asedio de mis padres y demás familiares que no quisieran pronunciarse contra mí, también ella fue llamada por el Segundo Secretario del Núcleo para que se desdijera públicamente de la confianza inmerecida que yo había suscitado en ella.  
— ¡Esta negra siempre ha tenido vergüenza, profe! Entonces yo aún creía en esto. ¡Ciegamente! Conocer, no había conocido otra cosa. Desde niño una, oyendo la misma cosa… Confundiéndosele la patria con la Revolución y el Partido. ¡Lo recto con lo torcido! (Conocer, digo, que por supuesto no es lo mismo que saber de qué se trataba). Pero yo siempre he tenido vergüenza. Mi madre no me enseñó otra cosa. Y dije que no. Que usted no sería revolucionario como yo, —y eso me daba mucha tristeza, porque gente como usted era mejor que estuvieran del lado nuestro— pero que eso no me iba a cegar a mí para ver que usted no era ni podía ser ningún traidor, ni escoria, ni tenía nada que ver con esa gente que se decía había entrado en la Embajada. ¡A lo mejor, un día, hasta se descubría que usted había estado trabajando en secreto para la Inteligencia nuestra!
Aquello que declaraba entonces no había ido bien con el Segundo Secretario ni con el Partido, y poco menos que llamarla por directo “negra malagradecida”, le echaron en cara todos sus posibles pecados de clase, o de lo que pudieran ser aquéllos.  
—Imagínese usted, profe… ¡De negra brujera en delante no hay más pueblo! ¡De todo me llamaron por derecho! Y de soslayo, que parecía hasta mentira que siendo yo una negra y debiéndole a la Revolución tanto, fuera a ponerme del lado de un contrarrevolucionario. ¡Mejor me hubieran dado un gaznatón que gritarme todas aquellas cosas en público! Dígame usted, profe, los mismos que lo apedreaban a usted en efigie ya que no podían darse el gusto de tenerlo delante, me acusaban a mí de ser una negra brujera. ¿No era esto contradictorio? Porque dígame usted una cosa, aquello del muñeco apedreado ¿no era puro vudú? Nada más que en las películas había yo visto una cosa así. A lo mejor hasta entonces había estado ciega y sorda, porque cosas semejantes —llegué a saber después— ya habían tenido lugar antes. ¿Dónde estaba yo entonces? No lo sé. Tal vez fuera muy niña o muy joven, o muy entusiasta y tonta, pero aquello que tenía que ver con usted fue como el despertar de un sueño muy bonito a una pesadilla de vida. Hoy se lo agradezco más que todo lo que hizo o pudo hacer por mí, pero entonces… Confieso que no fue fácil. ¡Lo de llamarme “bruja” se les ocurrió nada más que por ser negra! Porque en ese entonces yo nunca había tenido nada que ver con esas cosas. Me reía de ellas como debía hacerlo todo el mundo. Esos eran atrasos, “cosas de gente sin educación que aún quedaba…”. Mi abuela materna tenía su cuarto de santos —oculto, al fondo de la casa— pero nunca se habló de nada de aquello, ni a mí me interesó el asunto aquél de los santos. Cuando mi abuela murió, mi madre desalojó el cuarto que mucha falta nos hacía, y sólo por respeto, o temor, conservó el altar en un rincón. Pero ya entonces yo estudiaba en un internado, y venía poquísimas veces a visitar a mis padres cuando nos autorizaban a hacerlo. ¿De dónde podía ninguno sacar aquello de “negra brujera” que ahora me endilgaban?
También en la carta se hace referencia en varias ocasiones a esta falsa acusación —como insiste en calificarla la corresponsal—. De manera que me pregunto si el rechazo ostensible y pre ferencial a esta acusación tenía que ver con su falsedad, o más bien con el hecho de que aceptarla entrañaba aún entonces la aceptación —al menos en principio— de un mundo que estaba hecho de rechazos: los propios, los de su madre, y los de tantos otros con quienes se identificaba.
—Al comienzo, profe, muchos fueron los que me dieron las espaldas, y se apartaron de mí como si yo fuera una apestada o una leprosa. Y hasta mis propios hermanos me hostilizaron con sus palabras, y más de un distanciamiento. ¿Cómo se podía actuar del modo en que yo lo había hecho? ¡Era una irresponsabilidad! Con mi actitud los comprometía igualmente a ellos. En esos días, mi madre que en paz descanse, tuvo que ejercer como nunca su autoridad en más de una ocasión. Mis hermanos terminaron por reconciliarse con lo que yo había hecho, unos más temprano que otros, pero en alguno quedó desde entonces un resentimiento injustificado que hoy no ha desaparecido del todo. ¿Y qué fue lo que yo hice, profe? ¿Qué actitud mía podía ser tan mala para merecer que los lazos de familia se aflojaran de ese modo, hasta convertirse en un nudo de roñas perdurables? Le confieso que en ese entonces nada fundamental había cambiado respecto a mis convicciones políticas, llamémoslas revolucionarias, puesto que lo que inspiraba mi conducta no debía estar reñido ni mucho menos con la idea que yo me hacía de la Revolución. Para sobrevivir a mi creciente aislamiento y alienación, me aferré a pensar que era yo quien tenía razón, que los demás eran los equivocados. Pero se comienza por una herejía y se termina por cuestionar todo el catecismo. Ya estaba “en mal camino”. Eso lo veían todos con claridad cuando aún yo me engañaba con silogismos. De la enseñanza me separaron muy pronto “  por albergar ideas y actitudes incongruentes e incompatibles con la Revolución y el Socialismo“. Me quedé sin empleo y sin pensión de ninguna clase. Entonces, por suerte para mí yo aún no estaba casada ni tenía hijos. Mi pobre madre se convirtió en el único sostén, pues mi padre había muerto un poco antes. Me convertí así en “una tronada”. Haciendo mis costuritas y otros mil pininos a escondidas del cedeerre y de los delatores de toda índole, me ganaba unos centavos para ayudar a mi madre. Pero yo seguía siendo revolucionaria de oír religiosamente los discursos de Fidel y de participar a mi manera en las campañas del Comité de Defensa, aunque nadie fuera a mi casa a invitarme a participar de nada. El desencanto, que es como una desintoxicación muy lenta, no llegó en un día, ni en dos; ni en uno o dos meses de aquella fatiga. Un día, sin embargo, después de mucho tiempo, me desperté diferente. Había conocido a este joven que estaba de visita en casa de una tía, hermana de mi madre, y enseguida nos caímos bien. Hablamos largamente de cosas de las que no había hablado en mucho tiempo. Sobre todo de libros. Él mismo se ofreció a prestarme alguno que, según conjeturaba él, había de interesarme. El libro se llamaba Bomarzo, y tenía una dedicatoria de puño y letra que me resultaban conocidos. La persona a quien usted le regaló ese libro, a lo mejor no supiera apreciar ni el libro ni el obsequio, o quién sabe por qué causa o sinrazón, se deshizo de él y el libro terminó en las manos que ahora lo ponían en las mías. Esos fueron vagamente los comienzos de una nueva vida, también el final de otras muchas cosas. Ese joven, que luego había de convertirse en mi esposo —el padre de mis hijos— había sido preso político, y había cumplido a pesar de su juventud una condena de ocho años. Había estado preso casi toda su vida, desde que era un adolescente. Mientras que yo estudiaba, cumplía años, tenía amiguitos y amiguitas en la calle donde vivía, él sufría maltratos y sufrimientos de los que entonces yo nada hubiera podido imaginar. En la prisión se había hecho hombre. Allí también se había hecho sabio bajo el mecenazgo de hombres bondadosos y cultos, presos como él, que lo protegieron en la medida en que pudieron hacerlo, de las crueldades que en una cárcel de aquí pueden llegar a ser diabólicas. Y allí también acabó por descubrir a Dios. No porque se hiciera católico o protestante, ni palero o espiritista, sino por la vía del encuentro personal y único. Los que habían seguido siendo mis amigos durante todos estos años, a pesar de las amenazas de excomunión que pesaban sobre quienes se atrevieran, o los amigos que en esos años hice a lo largo del camino, todavía me recordaban de vez en cuando, y en tono festivo, “la famosa fiesta” que yo había prometido dar en su honor, profe, “una vez que se comprobara que usted no se había ido del país —confundido entre la llamada escoria—“. Le confieso que si para entonces hubiera podido dar esa fiesta, lo habría hecho todavía, aunque por razones total y diametralmente opuestas a las del comienzo. Fue por esa época que decidí procurar su dirección y escribirle una carta que usted seguramente nunca recibió. Después fui interesándome por saber de usted, e informándome a través de sus padres —cuando llegaban cartas— de cómo le iba en su nueva vida en el extranjero. Aquí las cosas también fueron cambiando, aunque no siempre de manera evidente. Unas para mejor —las menos— y casi todas para empeorar. La gente también cambiaba. Los decepcionados comenzaron a distinguirse de los oportunistas. Los aspirantes a una visa o a cualquier forma de salida del país, ya no eran personas formadas antes de la Revolución, atrapados aquí contra su voluntad e intereses. No eran única ni preferentemente médicos, abogados, propietarios, profesores… Muchos suponían que yéndose del país era como se solucionaba su desesperanza. Cualquiera anticipaba un sueñito para conseguir el cual no importaba arriesgar la vida cruzando el charco grande. ¡Después, vinieron tantísimas cosas como pasaron! La Perestroika, que aquí llamamos la espera estoica, pues no nos cansamos de esperarla en vano. ¡Hoy todavía hay aquí quien la espere! Pero en vez de transparencia tuvimos la “vrectificación de errores” del Coma Andante. Luego se preci-pitó lo que aún seguía en pie. Perdimos la mamadera de los rusos. Caímos en un estado comatoso agudo. El Coma decidió dolarizar la economía para asirse a un flotador. Poco antes se había penalizado a los infelices que se adelantaron a la legitimación de la mone-da extranjera. Y siguieron pasando cosas, sin que nada fundamental pareciera cambiar. Y les permitieron volver de visita a los que se habían marchado como escoria, y ahora traían dólares. Los “traidores de ayer”, se han convertido por obra y gracia, en los “traidólares” de hoy. Y aquí estamos, profe, usted y yo…, y mis hijos…
¡Gracias a esa apertura!
Toda aquella larga tirada había sido dada en un solo aliento sostenido, como una nota aguda con la que se buscaba producir una huella duradera que atravesara el tímpano para quedarse alojada en el cerebro. Me di cuenta entonces de que, inmerso en el cercano dolor que me causaba la pérdida de mi madre, había sido hasta entonces incapaz de sentir como propia aquella experiencia que, no obstante, no era únicamente la de Martha Ondina sino que, a pesar del distanciamiento y de los años transcurridos desde mi salida, seguía siendo también —en parte— mi propia historia.  
       Ahora, cuando la carta de fecha tan lejana en el tiempo me sorprende con su arribo inconcebible, tengo ante la peripecia de esa anécdota recordada una actitud más receptiva y conmovida. Me gustaría poder explicárselo así a mi antigua alumna y resultar convincente en mi exposición. Tengo la vaga impresión de haberla decepcionado antes delante de sus hijos, con mi aquiescencia más propia del que contempla desde otra orilla remota acontecimientos que le son ajenos. Uno no tiene porque responsabilizarse con las ilusiones de los demás, en tanto suelen ser ellas más el producto de la imaginación y las aspiraciones de aquellos que el resultado de un influjo, pero es indudable que también éste puede existir y de hecho, el maestro puede llegar a ejercerlo sin plena conciencia del hecho y aún sin merecimiento ni causa bastante a justificarla. Leo la carta y me invade una vaga desazón que sin llegar a volverse zozobra me obliga a conceder tanto a la carta como a la conversación de Martha Ondina, un peso único y un significado particular que me impiden tirarla a la papelera una vez leída. Después de todo —acabo por decirme— la idea de la fiesta en mi honor, a pesar del contrasentido que en uno u otro momento la justificaba, siguió siendo a lo largo del tiempo (según puedo ver), como un continuo luminoso en medio de la penumbra más apretada; una dirección y una senda inspiradas en un sentimiento más prevalente y decisivo que el odio o la enajenación de la voluntad propia a una conducta dictada desde la arbitrariedad y el odioso desdén por la naturaleza plural de los individuos. ¡Qué suntuosa fiesta de la generosidad y del buen proceder de Martha Ondina, ha sido aquélla que nunca tuvo lugar! Sería impensable que hasta hoy no siguieran danzando, o comiendo a dos carrillos, los personajes invitados a esta fiesta por ella, y aunque invisible yo también, logro sentir con sencilla vanidad el agasajo que Martha Ondina convoca para durar interminablemente.


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