Durante cuarenta años cayó en el olvido, ignorado dentro de Cuba y
criticado fuera de ella. Hombre de contrastes, unos lo consideraron un
político con sotana; otros un sacerdote que buscó el bien de su patria.
En su vida coincidió
con grandes personalidades: de Juan XXIII a Pedro Arrupe; de Frank País
a Camilo Cienfuegos. En 1953 se convirtió en la figura clave para
evitar que un jovencísimo Fidel Castro muriera fusilado después del
asalto al Cuartel Moncada. Poco después sobresalió por sus agrias
críticas a Batista. Como la aplastante mayoría de los cubanos,
simpatizó con el alzamiento de 1956 y después del triunfo
revolucionario calificó a Castro como «un hombre de dotes
excepcionales». Pese a su transigencia con los fusilamientos de los
primeros meses de 1959, a partir de 1960 se convirtió en un enemigo
declarado de la revolución, denunciando por todos los medios la
infiltración comunista. Sus famosas pastorales («Roma o Moscú», «Ni
parias ni traidores», «Por Dios y por Cuba»…) llegaron a manos de los
presidentes Eisenhower y Kennedy. ¿Es posible escribir la historia de
Cuba en el siglo XX sin hablar de este sacerdote?
Enrique Pérez Serantes
nació en Tuy (Galicia, España) en 1883. Desde muy joven destacó por su
capacidad intelectual y una inquietud religiosa que le llevó al
seminario menor de Orense. En 1901, al alcanzar la edad militar, huyó
de España para evitar ser enviado al protectorado de Marruecos. En Cuba
tenía familiares que le ayudaron a encontrar un trabajo como criado en
el colegio Jesuita de Belén. Enrique confirmó en La Habana su vocación
sacerdotal y en 1903 le enviaron a estudiar a Roma, donde obtuvo los
doctorados en Filosofía, Teología y Derecho Canónico, algo inusual en
la época.
Se ordenó sacerdote en
la capital cubana en 1910, comenzando así una larga carrera
eclesiástica en la que ocupó puestos de gobierno desde muy joven.
Hombre de gran talla —en Roma lo apodaron «El Coloso» por medir 6.5
pies— destacó por su fuerte carácter y por su preocupación social,
derivada en parte de su origen humilde y en parte de las enseñanzas de
León XIII, pontífice al que admiraba.
En 1922, fue consagrado
obispo de Camagüey, donde permaneció hasta 1949. De este largo periodo
aún queda su amplia labor constructora (capillas, iglesias, un
seminario menor…) así como el impulso de la vida parroquial y
misionera. En este último aspecto, imitó al que sería su gran referente
sacerdotal: el mexicano Rafael Guízar, hoy santo, al que acompañó en
muchas misiones apostólicas por el campo cubano.
En Camagüey, Serantes
demostró su gran capacidad relacional. Hombre directo, simpático, con
facilidad de palabra, no rechazaba ningún debate. Su vehemencia y
cierta obstinación le alejaron de los sectores moderados —que lo
consideraban demasiado beligerante en cuestiones políticas— pero
también de los conservadores, a los que molestaban sus continuas denuncias
de la explotación obrera y campesina.
En 1949 tomó posesión
del arzobispado de Santiago de Cuba, donde sustituyó al prelado vasco
Valentín Zubizarreta. Su llegada a la sede primada despertó muchas
dudas: se trataba de un hombre de 66 años y con salud frágil. Además,
su relación con el cardenal cubano, monseñor Arteaga, era distante. «Yo
soy un guajiro y a veces me cuesta entender ciertas decisiones», decía.
Por ejemplo, la felicitación del arzobispo habanero a Batista por el
golpe de Estado de 1952.
El momento clave de la
biografía de Pérez Serantes se produjo a finales de julio de 1953 tras
el asalto al Cuartel Moncada, segunda fortaleza del país, por las
fuerzas rebeldes de Fidel Castro. Fracasado el ataque, este se escondió
en las cercanías de la capital oriental. Cercado y sin posibilidades de
salir con vida, Castro recurrió al arzobispo santiaguero, viejo
conocido de su padre y ambos gallegos: «Monseñor, necesito su ayuda»
fue la súplica que le envío por medio de un mensajero.
Junto a las fuerzas
vivas de la ciudad, incluidos destacados masones, el arzobispo recorrió
las lomas por donde Castro vagaba sin rumbo. Allí se jugó Pérez
Serantes la vida en una balacera entre soldados y rebeldes. Al final,
Castro se entregó y el prelado negoció para que no lo fusilaran
sumariamente. En muchas ocasiones le preguntaron por qué lo hizo.
Siempre respondió lo mismo: él había mediado para que unos jóvenes no
fueran asesinados. El ataque al cuartel había sido un crimen, decía,
pero él había cumplido su deber sacerdotal de acabar con la violencia.
¿Volvería a hacerlo? En las mismas circunstancias, sí, sin duda. Otra
cuestión —que él no decía— era que el suegro de Fidel Castro fuera el
ministro batistiano Rafael Díaz Balart. A nadie le interesaba la muerte
del líder rebelde.
Fiel a su carácter,
Castro jamás le agradeció su mediación. Tampoco cuando Serantes envió
capellanes a la Sierra Maestra para atender a los rebeldes
católicos, o cuando transigió con las ejecuciones como un mal menor. En
Cuba, en 1959, la inmensa mayoría del pueblo no cuestionaba la justicia
de esos procesos. Desgraciadamente, Serantes tampoco lo hizo. Toda la
vida se arrepintió de ello, como San Pedro hizo por haber traicionado a
Cristo.
Pese a sus errores, supo
rectificar y en cuanto descubrió la verdadera cara de la revolución se
opuso a ella con todas sus fuerzas. No dejó de escribir ni predicar
contra el avance comunista, evitando también un cisma en la Iglesia
cubana cuando el régimen intentó crear una iglesia nacional como la
existente en China. Sin embargo, se calificaba a sí mismo como un
«perro mudo» debido al cerco al que estaba sometido.
Incapacitado para asistir
al Concilio Vaticano II, Pérez Serantes dedicó sus últimos años de vida
a la catequesis con niños y jóvenes, apoyado ya en otro titán de la
Iglesia cubana, Pedro Meurice, obispo auxiliar primero y sucesor más
tarde.
El 18 de abril de 1968,
ya en Pascua, Enrique Pérez Serantes falleció. Viejo y enfermo, pero
irreductible. Su entierro fue multitudinario, solo por detrás del de
Frank País en 1957. El gobierno transigió.
Con sus luces y
sombras, Enrique Pérez Serantes ha dejado un rastro imborrable en la
historia de la Isla. Los tiempos han cambiado y ni Cuba ni la Iglesia
cubana son iguales que en tiempos de Serantes, pero su entrega al
pueblo que se le encomendó es un ejemplo para cualquier época.
Ignacio Uría,
Historiador de la Universidad de Navarra (España) y autor de la
biografía Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes
(1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro. Investigador Asociado, Instituto de Estudios Cubanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario