domingo, 10 de marzo de 2019

EL REINO SUPERIOR EN LA POÉTICA DE AMELIA DEL CASTILLO


ACTIVIDADES DEL PEN CLUB DE ESCRITORES CUBANOS EN EL EXILIO


ACERCA DEL AUTOR

Luis F. González-Cruz, Escritor y poeta, crítico de teatro, profesor emeritus de literatura hispánica en la Pensylvania State University, New Kensington Campus.

De las múltiples cuestiones que trata Amelia del Castillo en su amplia obra, hay dos que ayudan a definir su persona poética: la pesadumbre que provoca en el ser humano la conciencia de estar vivo, sujeto siempre a lo impredecible —el angst de los existencialistas, entre otros— y la voluntad de la poeta de vencer las limitaciones que le impone el medio circundante. El conflicto entre ella y su entorno es como una ecuación que, reafirmando su Yo, se siente obligada a resolver. Para desarrollar sus temas con la elegancia que la caracteriza, evade la anécdota demasiado directa, y se vale de alegorías que la emparientan con el Machado que proponía: “La historia confusa / y clara la pena” [“VI”, Soledades]. Me voy a referir a sólo uno de sus libros, Las aristas desnudas (Madrid: Editorial Betania, 1991).
    Allí nos muestra a un ser humano (a la larga ella misma) indefenso ante las adversidades que le presenta la vida, vulnerable, acongojado, efímero y fugaz como una mariposa. Escribe: “Duele / al hombre el día cada día, / la herida siempre abierta, / los dientes de la angustia, / el pan que lo esclaviza, / el puño, el vientre / y para más dolerse / le duele el corazón que se ha negado. [...] / Duele al hombre saber que irremediablemente / la mariposa azul / no es más que un rato de vida / entre dos vuelos” (Pág. 11). Aludiendo más directamente a su persona, la escritora se nos muestra repetidamente en un perenne desajuste con el orbe que la rodea. Resuelve entonces enmendar las imperfecciones del cotidiano vivir, del universo conocido que pretende entramparla. Ese mundo, que ella considera anómalo, ha de servirle, sin embargo, como punto de apoyo para dar un salto ontológico, para encumbrarse o empinarse. En “Confesión” aclara: “Estoy, / tan llena de mí misma que ando sola. / Estoy, / Señor, pero no alcanzo / la estatura del pájaro [...] / Estoy, / Señor, y necesito / un pedestal de luz para empinarme” (Pág. 12). En “Centinela” nos muestra la zozobra “del grano de arena condenado al desierto” (Pág. 13), que alude al confinamiento que sufre ese grano al estar rodeado por la vasta arena del desierto. Es evidente la referencia al disgusto que causa ser una cosa entre muchas otras iguales, un grano en medio de infinitos granos, y no poder distinguirse. Puesto que su salvación estriba en ser capaz de sobrepasar la inmediatez allanadora, se inventa una meta-realidad donde prima de nuevo lo ascensional para alcanzar un sitio donde no existan artefactos que midan el tiempo y morar allí eternamente: “No quise humedecer tu luz / y del costado me arranque una rosa / (mi costado de sal) / y del vacío me inventé una torre / con música y palomas /  y verdes y ventanas... / (sin relojes)” (“Por dentro”, Pág. 15). El intento es arduo, fatigoso y no muy bien mirado o recibido por los comunes granos de arena humanos que la rodean. La poeta, que en su afán de ascender se manifiesta como un ser excepcional, habrá de recibir por ello el desprecio de “los otros”. Concluye: “Empinarse, /  empinarse sabiendo que te escupen, / que te aplastan y quiebran las hormigas” (“Y más”, Pág. 18). No obstante, logra su propósito, como un demiurgo que, en su particular cosmogonía, comienza a dotar el universo recién creado de su propia idea de la belleza y la perfección después de trascender el espacio imperfecto donde le ha tocado vivir. Así se proyecta: “¿No la ves empinarse hasta la cima / como un pájaro ebrio de alborada? / ¿No la ves abrazarse al horizonte / vistiéndolo de luz y de poesía?” (Pág. 51). Consigue, pues, abandonar el peso causado por la humana gravedad limitadora mediante el ejercicio de su propia voluntad, justamente lo opuesto a la pasiva “iluminación elevadora” del místico. Apunta en “De pie”: “Si estoy de pie / es porque me levanto, / porque me empino / más allá de mi asombro y mi estatura / porque no aliento cicatrices / ni fantasmas, ni pasado” (Pág. 55). Esa voluntad férrea es la que, en definitiva, la lleva al ascenso salvador. Se compara a un junco en su poema “Siempre”: “Con la fuerza del junco / que se dobla, se agacha / solloza, se estremece / y se levanta / y se levanta / y se levanta siempre” (Pág. 57).
    La fuerte afirmación de la voluntad personal en lo que podría verse como una apoteosis deliberada del Yo lírico, queda hermosamente perfilada en su poema “Islas”, en el que Amelia se identifica con la patria dejada atrás. Poeta e isla se confunden en este canto de amor desolado: “Isla, / un solitario grito se te escapa / y va doliéndome prendido / a la voz que no encuentra la palabra / para decir tu voz: / la sola y única / arrancada a tu estirpe. / Lanza / afilada de miedo, / de impotencia y de lágrimas. / Isla, / islayer, islasiempre... / ‘ISLAYO’ ” (Pág. 40).
    Quizás uno de los motivos del medular desconsuelo que advertimos a través de las páginas de este libro sea la ruptura física que impone el exilio entre la escritora y su tierra. Si la poeta se siente fuera de lugar en el mundo ramplón que la rodea, se habrá de sentir doblemente desubicada por no poder siquiera vivir en el suelo donde nació. Este “complejo de apátrida” se convierte en condición esencial de su existencia dolorida. En “Extravío” declara: “Extranjera de siempre, peregrina; / ausente en el camino y del camino ajena. / Extraños el silencio, las voces, el sonido / del viento por mis huellas. / Y mis huellas extrañas / y extraño todo, todo. / ¿Hacia dónde mis pasos? / ¿El Norte por qué rumbo? / Y los rumbos iguales y mis pasos extraños / y extraño todo, todo” (Pág. 34). La poesía de Amelia del Castillo, personal, calculada, precisa y libre de estridencias, acaba por “empinarse” y “elevarse” desde su particularísima verdad hacia el reino de existencia superior al cual debe llegar la obra de todo auténtico creador.

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