ACTIVIDADES DEL
PEN CLUB DE ESCRITORES CUBANOS EN EL EXILIO
ACERCA DEL AUTOR
Luis F. González-Cruz, Escritor y poeta, crítico
de teatro, profesor emeritus de literatura hispánica en la Pensylvania State
University, New Kensington Campus.
De las múltiples cuestiones que trata Amelia
del Castillo en su amplia obra, hay dos que ayudan a definir su persona
poética: la pesadumbre que provoca en el ser humano la conciencia de
estar vivo, sujeto siempre a lo impredecible —el angst de los existencialistas,
entre otros— y la voluntad de la poeta de vencer las limitaciones que le impone
el medio circundante. El conflicto entre ella y su entorno es como una ecuación
que, reafirmando su Yo, se siente obligada a resolver. Para desarrollar
sus temas con la elegancia que la caracteriza, evade la anécdota demasiado
directa, y se vale de alegorías que la emparientan con el Machado que proponía:
“La historia confusa / y clara la pena” [“VI”, Soledades]. Me voy a
referir a sólo uno de sus libros, Las aristas desnudas (Madrid:
Editorial Betania, 1991).
Allí nos muestra a un ser
humano (a la larga ella misma) indefenso ante las adversidades que le presenta
la vida, vulnerable, acongojado, efímero y fugaz como una mariposa. Escribe:
“Duele / al hombre el día cada día, / la herida siempre abierta, / los dientes
de la angustia, / el pan que lo esclaviza, / el puño, el vientre / y para más
dolerse / le duele el corazón que se ha negado. [...] / Duele al hombre saber
que irremediablemente / la mariposa azul / no es más que un rato de vida /
entre dos vuelos” (Pág. 11). Aludiendo más directamente a su persona, la
escritora se nos muestra repetidamente en un perenne desajuste con el orbe que
la rodea. Resuelve entonces enmendar las imperfecciones del cotidiano vivir,
del universo conocido que pretende entramparla. Ese mundo, que ella considera
anómalo, ha de servirle, sin embargo, como punto de apoyo para dar un salto
ontológico, para encumbrarse o empinarse. En “Confesión” aclara: “Estoy,
/ tan llena de mí misma que ando sola. / Estoy, / Señor, pero no alcanzo / la
estatura del pájaro [...] / Estoy, / Señor, y necesito / un pedestal de luz
para empinarme” (Pág. 12). En “Centinela” nos muestra la zozobra “del grano de
arena condenado al desierto” (Pág. 13), que alude al confinamiento que sufre
ese grano al estar rodeado por la vasta arena del desierto. Es evidente la
referencia al disgusto que causa ser una cosa entre muchas otras iguales, un
grano en medio de infinitos granos, y no poder distinguirse. Puesto que su
salvación estriba en ser capaz de sobrepasar la inmediatez allanadora, se
inventa una meta-realidad donde prima de nuevo lo ascensional para alcanzar un
sitio donde no existan artefactos que midan el tiempo y morar allí eternamente:
“No quise humedecer tu luz / y del costado me arranque una rosa / (mi costado
de sal) / y del vacío me inventé una torre / con música y palomas / y verdes y ventanas... / (sin relojes)” (“Por
dentro”, Pág. 15). El intento es arduo, fatigoso y no muy bien mirado o recibido
por los comunes granos de arena humanos que la rodean. La poeta, que en su afán
de ascender se manifiesta como un ser excepcional, habrá de recibir por ello el
desprecio de “los otros”. Concluye: “Empinarse, / empinarse sabiendo que te escupen, / que te
aplastan y quiebran las hormigas” (“Y más”, Pág. 18). No obstante, logra su
propósito, como un demiurgo que, en su particular cosmogonía, comienza a dotar
el universo recién creado de su propia idea de la belleza y la perfección
después de trascender el espacio imperfecto donde le ha tocado vivir. Así se
proyecta: “¿No la ves empinarse hasta la cima / como un pájaro ebrio de
alborada? / ¿No la ves abrazarse al horizonte / vistiéndolo de luz y de
poesía?” (Pág. 51). Consigue, pues, abandonar el peso causado por la humana
gravedad limitadora mediante el ejercicio de su propia voluntad, justamente lo
opuesto a la pasiva “iluminación elevadora” del místico. Apunta en “De pie”:
“Si estoy de pie / es porque me levanto, / porque me empino / más allá de mi asombro
y mi estatura / porque no aliento cicatrices / ni fantasmas, ni pasado” (Pág.
55). Esa voluntad férrea es la que, en definitiva, la lleva al ascenso
salvador. Se compara a un junco en su poema “Siempre”: “Con la fuerza del junco
/ que se dobla, se agacha / solloza, se estremece / y se levanta / y se levanta
/ y se levanta siempre” (Pág. 57).
La fuerte afirmación de la
voluntad personal en lo que podría verse como una apoteosis deliberada del Yo
lírico, queda hermosamente perfilada en su poema “Islas”, en el que Amelia se
identifica con la patria dejada atrás. Poeta e isla se confunden en este canto
de amor desolado: “Isla, / un solitario grito se te escapa / y va doliéndome
prendido / a la voz que no encuentra la palabra / para decir tu voz: / la sola
y única / arrancada a tu estirpe. / Lanza / afilada de miedo, / de impotencia y
de lágrimas. / Isla, / islayer, islasiempre... / ‘ISLAYO’ ” (Pág. 40).
Quizás uno de los motivos del
medular desconsuelo que advertimos a través de las páginas de este libro sea la
ruptura física que impone el exilio entre la escritora y su tierra. Si la poeta
se siente fuera de lugar en el mundo ramplón que la rodea, se habrá de sentir
doblemente desubicada por no poder siquiera vivir en el suelo donde nació. Este
“complejo de apátrida” se convierte en condición esencial de su existencia
dolorida. En “Extravío” declara: “Extranjera de siempre, peregrina; / ausente
en el camino y del camino ajena. / Extraños el silencio, las voces, el sonido /
del viento por mis huellas. / Y mis huellas extrañas / y extraño todo, todo. /
¿Hacia dónde mis pasos? / ¿El Norte por qué rumbo? / Y los rumbos iguales y mis
pasos extraños / y extraño todo, todo” (Pág. 34). La poesía de Amelia del
Castillo, personal, calculada, precisa y libre de estridencias, acaba por
“empinarse” y “elevarse” desde su particularísima verdad hacia el reino de
existencia superior al cual debe llegar la obra de todo auténtico creador.
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