"Todavia estamos por ver de que modo las fuerzas democráticas consiguen derrotar el asalto totalitario..."
Por
cuatro décadas la transición española tras la muerte de Franco en
1976 ha sido admirada como un modelo para América Latina. Nadie va a negar
su éxito. Sin embargo, adolece de un defecto: la izquierda recibió un juicio
mucho más benigno que la derecha.
En su crítica a las dictaduras del Cono
Sur, Ernesto Sábato dijo que no se podía combatir a los caníbales
comiéndoselos. Acaso sin quererlo, planteó un aspecto que se elude con
frecuencia: en el principio, fueron los caníbales. De manera que una legítima
restauración democrática estaría obligada a juzgar tanto la causa como el
efecto.
Argentina, Uruguay, Brasil y Chile estaban
a la avanzada de buena parte del mundo en materia de derechos y condiciones
económicas en las décadas de 1960 y 1970. Imposible argumentar que la solución
a sus problemas (al fin y al cabo, problemas de la democracia) debía pasar por
revoluciones comunistas, inspiradas y apoyadas por Cuba.
A nicaragüenses y cubanos nos tocó el yugo
de elites revolucionarias que derrotaron a sendas dictaduras por las armas y
traicionaron el proceso de restauración democrática. Después de haber perdido
unas elecciones en 1990, bajo el fuego de la Contra, el sandinismo vuelve a
gobernar con implacable mano. El castrismo, pese a su insustancialidad
ideológica y su condición de Estado parásito, ha logrado una perfecta
transición dinástica y mantiene su influencia como meca del
antinorteamericanismo regional.
Ahora, tenemos Venezuela. Llegado al poder
mediante elecciones, el chavismo puso en práctica el habitual manual de
fascistas y comunistas para someter las instituciones y manipular los
mecanismos electorales. Todavía estamos por ver de qué modo las fuerzas
democráticas consiguen derrotar el asalto totalitario votando en elecciones donde
les roban los votos, participando en parlamentos donde son callados a palos y
movilizándose pacíficamente frente a turbas armadas bajo el amparo de la
policía.
En España, los gobiernos de los
conservadores Adolfo Suárez (1976-1981) y Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-1982),
así como el largo período del socialista Felipe González (1981-1996) definieron
una era de cohabitación, expansión de las libertades, integración europea y
desarrollo económico e intelectual. Para los demócratas latinoamericanos fue la
matriz invocada a la hora de salir de las dictaduras de derecha. A la caída de
la Unión Soviética, hasta la oposición cubana dentro y fuera de la Isla creyó
haber encontrado la ideal oferta para enviar a los Castro a Galicia.
Como era de esperar, legiones de estudiosos
españoles y extranjeros se dieron a la tarea de desentrañar los crímenes y
excesos del franquismo. Igual que en el resto de la Europa libre, la izquierda
ocupó considerable influencia en los medios, las profesiones y la universidad.
Sabemos que el Estado no debe tener la potestad de administrar las ideas. Pero
faltó el esfuerzo intelectual, y hasta la voluntad de la derecha, por poner en
su contexto, ¡también!, los crímenes y excesos del otro bando. Ni la victoria
eximía de sus pecados a Franco ni la derrota beatificaba a los frente-populistas.
Poco a poco, la izquierda ha ido
desmantelando el sabio equilibrio de la convivencia. (¿Alguien podía imaginar
hace apenas 20 años el surgimiento de Podemos?) La Ley de Memoria Histórica de
España decretada en el 2006 durante el gobierno del socialista José Luis
Rodríguez Zapatero es una reversión del espíritu conciliador de la Transición.
Dicho en las palabras de Luis María Ansón, con esta ley Zapatero y un
mayoritario sector de la izquierda pretenden "ganar la guerra civil que se
enterró y superó con la Transición y establecer la legitimidad democrática en
1931, no en 1978".
En una reflexión sobre los campos de
concentración alemanes, Mario Vargas Llosa alertaba del riesgo para las
libertades intelectuales y políticas en reconocer a los gobiernos o parlamentos
la facultad de determinar la verdad histórica. La decencia, el sentido común,
la urgencia de sanar las heridas de una guerra civil unió a los españoles por
varias décadas. Fue una gran lección de civilidad, una rara invitación al
optimismo iberoamericano. Lástima que
la izquierda, de Madrid a Buenos Aires, nunca enterrara el hacha.
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