Los gobiernos siempre las prometen. En
campaña todos parecen estar dispuestos a conquistar a esos grandes capitales
que aterrizarán en estas tierras algún día, trayendo consigo fuentes de trabajo
y prosperidad.
Cuando algún caso aislado brota, el
oficialismo de turno se encarga de multiplicar su impacto mediático anunciando
con gran estridencia la millonaria cifra que desembolsarán y los nuevos puestos
que ese flamante emprendimiento significará para el país.
En los últimos años, es mucho más lo que se
espera que suceda que lo que finalmente ocurre. Es difícil saber si los
dirigentes políticos realmente no comprenden los mecanismos que entusiasman a
los inversores, o es que no están dispuestos a hacer los deberes necesarios
para ser más atractivos.
En estas latitudes, se pueden
identificar buenos modelos de cómo trabajar en la dirección apropiada. Varias
naciones han logrado combinar esfuerzos y proponer una fascinante plataforma
que ha enamorado a los inversores con mayúsculas, esos mismos que luego
depositan cuantiosos recursos y generan un genuino desarrollo en esos lugares.
Muchos de los caudillos locales no
tienen idea alguna de cómo recorrer este derrotero puertas adentro, pero a la
luz de los resultados empíricos se podría decir, sin duda alguna, que solo una
acotada nómina de países ha hecho las cosas un poco mejor que el resto. Eso ya
parece indiscutible.
No es necesario ser especialista en
finanzas o un erudito académico en economía para comprender el razonamiento
clásico de los empresarios de riesgo, esos que realmente toman decisiones
prudentes para diseñar sus más ambiciosos y comprometidos proyectos.
Siempre se pueden captar
oportunistas, personas dispuestas a asumir ciertas contingencias de corto
plazo, apostando marginalmente su capital para obtener una rentabilidad
interesante sin mayores contratiempos. Esos personajes pululan por el mundo y
seguramente, ellos también, contemplarán este escenario alternativo para
sacarle el máximo provecho.
A no engañarse. Ese tipo de negocios
también sirven. No se debe caer en la trampa de minimizar su trascendencia.
Todo suma en esta etapa y hasta puede servir para construir ese puente entre la
coyuntura y el futuro que tanto se precisa. Lo que no resulta lógico es poner
todas las fichas en ese tipo de aventuras furtivas como única estrategia de
crecimiento.
Si realmente se quiere cautivar a
esos capitalistas de las grandes ligas se deben encarar las verdaderas
cuestiones de fondo que no parecen estar, al menos por ahora, en la agenda
contemporánea de la política doméstica.
Nadie invertirá en serio aquí, sin un
horizonte de mediano plazo en el que convivan las diferentes vertientes de la
política y la sociedad civil bajo el paraguas de una visión compartida que
aporte sustentabilidad.
Si a esto se le agrega que el país
está parado sobre un peligroso coctel explosivo, pues no parece demasiado
inteligente creer que alguien piense en aterrizar pronto por aquí con gigantes
planes de largo aliento.
La brutal presión impositiva y una
corrupción estructural indisimulable, un costo laboral desproporcionadamente
elevado junto a un sistema judicial hostil con el mundo empresario, y la
omnipresencia de un Estado regulador y burocrático que lo entorpece todo, brindando
deficientes servicios, no parece un ámbito demasiado seductor para ningún
entendido.
Si se quiere realmente conseguir que,
algún día, esos referentes de los negocios universales pongan sus ojos en estas
tierras hay que sentarse a trabajar duro para fijar acuerdos que perduren en el
tiempo.
Esa tarea no solo le compete al
oficialismo circunstancial, sino también, fundamentalmente, a quienes se
proponen como opciones diferentes a los que gobiernan y aspiran a convertirse
en la mejor alternativa al presente.
Esos grandes inversores quieren
conocer no solo las medidas económicas de los actuales gestores, sino también
la vocación de quienes desean ser una opción electoral, para mantener esas
reglas de juego vigentes.
Cuando los paradigmas de los sectores
políticos contrapuestos no tienen puntos sólidos de contacto, el horizonte está
repleto de incertidumbre, esa que se suma a las ya naturales vacilaciones
que la realidad propone.
Para aquellos que odian visceralmente
la idea de incorporar capital al país, ya sea porque son extranjeros o porque
simplemente son personas con abultados recursos económicos, habrá que decirles
que la consigna de “vivir con lo nuestro”, ya ha fracasado estrepitosamente en
reiteradas oportunidades, sin que puedan exhibir un solo caso de éxito
verificable.
Existe la chance de convivir
eternamente con la miseria, dilapidando oportunidades, expulsando a los mejores
e invitándolos a que busquen mejores destinos para sus vidas. En ese caso,
sería saludable discutirlo para luego, eventualmente, explicitar esta decisión
asumida. Eso evitaría confusiones, interrumpiría este perverso zigzagueo y
todos sabrían a qué atenerse.
Se necesitan grandes acuerdos para
convocar inversores. Esos consensos hoy no están presentes y es por ello que,
difícilmente, florezcan oportunidades en el medio de este mar de dudas respecto
del porvenir.
Si se espera contar con el apoyo de
quienes hoy disponen del capital, resulta imperioso abordar un proceso serio
que permita construir esos acuerdos esenciales y al mismo tiempo acometer, con
convicción, las profundas reformas siempre postergadas, que hoy ni siquiera
asoman.
Esto no pasa, como creen muchos
ciudadanos, por la falta de confianza en el gobierno, o por la percepción sobre
sus políticas. Los que toman decisiones globales observan otros elementos, que
por ahora están ausentes. Mientras no se privilegie la sensatez, todo seguirá
exactamente igual y la gente seguirá esperando por las inversiones que jamás
llegan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario