sábado, 24 de junio de 2017

TRUMP, CASTRO Y LAS REGLAS DEL JUEGO

"La premisa inicial apenas merece examen..."

Miguel Sales | Málaga | 23 de Junio de 2017

La nueva política estadounidense hacia Cuba, proclamada por el presidente Trump en Miami el viernes pasado, ha suscitado críticas en numerosos medios de prensa europeos, a todo lo ancho del espectro político. Incluso algunos editorialistas poco sospechosos de filocastrismo se han sentido en la obligación de instalarse en la equidistancia moral. Aseguran que Castro II se ha equivocado al no promover los cambios que la Isla necesita, pero Trump también se equivoca al cambiar la línea de concesiones unilaterales inaugurada por Obama en 2014.
Algunos prejuicios obvios apuntalan este razonamiento. Primero, todo lo que Trump decrete para socavar o eliminar el "legado histórico" de Obama ha de ser necesariamente erróneo. Luego, la revolución de 1959 trajo a Cuba progresos indiscutibles que EEUU tiene la obligación de ayudar a preservar y perfeccionar. Por último, la presión de Washington y de algunos sectores de la oposición, dentro y fuera de la Isla, es inútil y dañina, porque durante casi 60 años no ha conseguido que el Gobierno cubano cambie de rumbo.

     La premisa inicial apenas merece examen. Obama se equivocó en aspectos importantes de política exterior y su indulgencia hacia el castrismo fue uno de ellos. Trump debe y puede enmendar esos errores, que perjudican a EEUU, al Partido Republicano y a la mayoría del pueblo de Cuba, al fortalecer al régimen sin exigirle nada a cambio.  
   El segundo punto es más complejo, porque opera en un estrato menos evidente de la conciencia europea. Se deriva de la creencia muy arraigada aquí de que antes de 1959 Cuba era el prostíbulo de los yanquis, los niños morían como moscas, no había escuelas ni hospitales y la población en general malvivía en la opresión y la miseria. Es verdad —reconocen hoy a regañadientes quienes así piensan— que los hermanos Castro fusilaron a algunos miles de opositores, encarcelaron a muchos más y han expulsado del país (de un modo u otro) a más de dos millones de personas, amén de cometer algunas otras tropelías. Pero al menos, erradicaron los males básicos: cerraron los garitos, reciclaron a las putas, echaron a los yanquis y construyeron escuelas y hospitales para todos. Y además ganan (o ganaban) muchas medallas olímpicas.
     Sin duda una vez expuesta al escrutinio público, tras la caída del Muro de Berlín, la Santísima Trinidad de educación, sanidad y deporte ha sufrido menoscabo. Incluso algunos eruditos bien pensantes empiezan a tener en cuenta el punto de partida de los presuntos "logros revolucionarios" (índices de alfabetismo y camas de hospitales per cápita en 1959, por ejemplo), el carácter propagandístico de la educación, la escasa calidad de la asistencia sanitaria y el costo estratosférico de los triunfos deportivos. Pero en el fondo predomina la leyenda negra de la República fundada a principios del siglo XX y la imagen del David tropical que se enfrentó al Goliat imperialista, hábilmente difundidas por los voceros del castrismo.
    Ese relato, que aprovechó la ignorancia del europeo medio sobre lo que fue Cuba de 1902 a 1959 y el resentimiento antiyanqui predominante en la segunda mitad del siglo, perdura todavía de modo soterrado y asoma de vez en cuando, por más que la realidad lo desautorice a cada paso. Es un elemento indisociable de la teleología progresista/socialista tan arraigada en la mentalidad europea y cualquier decisión que lo contravenga es forzosamente antihistórica y constituye un retroceso o un crimen, o ambos.   
   El tercer punto del razonamiento es la idea de que toda la política que EEUU puso en vigor en relación con Cuba entre 1959 y 2014 fue ineficaz y que ahora solo cabe hacer lo contrario. Ese enfoque rudimentario pasa por alto los cambios del contexto internacional, el fracaso económico y social del modelo soviético aplicado en la Isla, el envejecimiento de la elite gobernante y las expectativas de la población.
    Medido con esa vara, si la hostilidad de 1959-2014 no dio resultado, el deshielo de 2014-2017 tampoco. Raúl Castro gobierna a Cuba como Líder Mínimo desde hace una década, tras haber sido el segundo hombre del Líder Máximo durante casi medio siglo. Los tres últimos años ha contado con el beneplácito o la cooperación de EEUU en diversas formas. Y el resultado es más bien magro: una tímida reforma migratoria, algunas concesiones para dejar respirar a los campesinos autónomos y los pequeños empresarios y la despenalización de prácticas comerciales indispensables, como la compraventa de viviendas o la adquisición de teléfonos móviles.
     En el ámbito de los derechos y las libertades, la situación es igual o peor que antes de la reconciliación con Washington: partido único, elecciones espurias, monopolio de la información y la educación, cárceles rebosantes, represión de la disidencia, control de los sindicatos, explotación ilegítima de la mano de obra exportable y un largo etcétera de males que la progresía internacional tiende a soslayar cuando se refiere a la diplomacia estadounidense hacia la Isla.

   Pero si el castrismo no se puede cambiar mediante presiones externas y tampoco va a cambiar por sí mismo en ausencia de esas presiones, porque sus jerarcas no están dispuestos a ceder ni un ápice de poder en aras de mejorar el futuro de todos los cubanos, ¿cuál es la solución? ¿Qué medidas podría adoptar en Washington un presidente que no quisiera beneficiar a la dictadura con dádivas y prebendas y tampoco provocar su enroque mediante la hostilidad?

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