Por Alberto Medina Méndez
Muchos dirigentes políticos se ofenden
cuando se sienten criticados por la actividad que han elegido como profesión.
Sostienen que la generalización es siempre una injusticia y en eso probablemente
tengan un poco de razón.
Algunos personajes de ese
ambiente encajan perfectamente en la descripción universal, pero otros
intentan salir de la matriz habitual. Pocos lo consiguen pero es cierto que
existen unas pocas excepciones a la regla.
El problema de fondo está
vinculado a los antecedentes de la clase política. El descrédito no es
producto de una campaña de ensañamiento contra los dirigentes, sino de una
percepción de la sociedad, siempre subjetiva, que observa múltiples conductas
impropias en los líderes convencionales.
Historias de corrupción y
despilfarros, de abuso de poder y soberbia, de inadmisibles posturas
reiteradas hasta el cansancio, de manipulaciones perversas e intrigas
infinitas. La lista de indeseables comportamientos es demasiado extensa y la
gente los identifica de este inconfundible modo.
El que está fuera del
poder, el opositor de turno, intentará diferenciarse al máximo señalando con
dureza a los que gobiernan, mostrándolos como seres maliciosos dignos del más
absoluto repudio popular.
Es interesante analizar
esto en perspectiva porque un instante de la política contemporánea no
alcanza a exhibir con realismo esa dinámica cambiante en la que los actores
mutan sus roles y quienes gobiernan dejan el poder en manos de los que hasta
hace poco estaban en la vereda de enfrente.
Es allí cuando la moral con
mayúsculas entra en escena con contundencia. Se observa claramente como los
paradigmas terminan girando, como los valores se deterioran y lo que hasta
ayer era cierto, ahora deja de serlo.
Los que eran poderosos y
cometieron todo tipo de desmadres ahora pretenden que sus adversarios sean
transparentes, inmaculados, que rindan cuentas y cumplimenten todas las normativas,
esas mismas que ellos pisotearon vulnerándolas durante años sin descaro, ni
pudor alguno.
Los flamantes triunfadores
ya no pueden ampararse en sus acostumbradas críticas despiadadas. Ahora les
toca ser protagonistas y tomar la iniciativa a diario. Ya no alcanzan los
rimbombantes discursos desde la cómoda postura de observadores
circunstanciales analizando todo cruelmente, buscando siempre los errores
ajenos y siendo punzantes en sus consideraciones.
Es tiempo de realizaciones,
de lidiar con la realidad, de hacer lo que prometieron, de tomar
determinaciones con coraje superando obstáculos y dejando de lado los
inconvenientes que inexorablemente aparecen.
Lo curioso es observar
como ese nuevo oficialismo ahora naturaliza lo incorrecto. Lo que antes
estaba mal ahora parece estar bien. Lo que en el pasado configuraba un
atropello ahora emana del mandato de la sociedad.
Cuando eran minoría,
reclamaban respeto por las opiniones ajenas, tildando de antidemocráticos a
los que les refregaban los fríos números electorales. Hoy son ellos los que
cuentan con ese respaldo y no les parece tan mal ufanarse de ese apoyo
coyuntural para avalar cualquiera de sus decisiones.
Hasta hace poco derrochar
recursos de los contribuyentes les parecía inapropiado. En el ejercicio de
gobernar esos dineros han tomado otra entidad y ahora les parece lógico
malgastarlos en cuestiones personales, gestiones privadas y hasta familiares
haciendo que lo paguen los ciudadanos, como si de pronto se hubiera
convertido en algo legítimo.
Convivir con la ineficacia,
la informalidad y el despilfarro ha pasado a ser un hábito y ahora que están
en el gobierno, esas cuestiones ya no molestan como antes. Es como si los
parámetros hubieran mutado velozmente.
El modo de hacer política
sigue siendo muy parecido. Utilizar los recursos del Estado para hacer
proselitismo, financiar la acción partidaria desde las arcas públicas es
moneda corriente. Sostienen ahora que en el pasado los otros lo hacían y que
no existe razón alguna para no continuar con ese esquema. Ese argumento no
convierte mágicamente lo inmoral en justo.
Amedrentar adversarios,
comprar voluntades con dádivas, hacer favores políticos designando amigos en
cargos públicos, obtener dudosos apoyos parlamentarios a cambio de
transferencias de recursos para jurisdicciones de otro signo político, siguen
siendo parte del patético paisaje.
Es importante comprender
que la moralidad de las decisiones no se debe medir según el lado del
mostrador en el que se está operando. Esa circunstancia no lo describe. En
todo caso justamente son sus actitudes cuando detenta el poder las que mejor
explican su verdadera naturaleza.
Por mucho que se molesten
algunos dirigentes y también sus partidarios, no alcanza con hacer ciertas
cosas bien. No tiene que ver con la eficacia de la gestión y sus eventuales
resultados efectivos. La integridad de un líder político no depende ni del
éxito, ni del fracaso de sus políticas públicas.
Si realmente se quiere
jerarquizar la actividad política es tiempo de que los que la ejercen
muestren señales inconfundibles con sus comportamientos cotidianos. Si
quieren ser respetados tendrán que hacer un esfuerzo mayor y proceder en
consecuencia priorizando los valores apropiados.
Hasta ahora, lo que se logra
identificar fácilmente es una sinuosa actitud, una zigzagueante conducta, una
cuestionable impronta que confirma un rumbo con una larga y deplorable tradición,
cuya característica principal sigue siendo la ética versátil de la política.
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