Todos
ambicionan, de una u otra forma, cierto progreso individual, pero también
pretenden vivir en una sociedad que sea capaz de evolucionar como tal y
alcanzar ese estándar que otras naciones ya disfrutan.
La
comparación es casi inevitable. Abundan ejemplos de cómo otras comunidades
transitaron la huella adecuada obteniendo logros relevantes de los que pueden
sentirse orgullosos y exhibirlos como mérito propio.
En
estas latitudes, quienes se llenan la boca explicando minuciosamente cómo esos
países han resuelto sus desafíos, o como han minimizado sus inconvenientes a
niveles razonables, no tienen el coraje suficiente para hacer lo que hay que
hacer y encarar el rumbo preciso.
Les
encantan los resultados obtenidos por los demás, pero no están dispuestos a
pagar los costos que ese cometido implica. No perciben la relación causa efecto
o son unos descarados que prefieren no hacerlo.
Para
conseguir éxitos hay que esforzarse. En ese derrotero se hacen enormes
sacrificios, se aceptan concesiones, inclusive se admiten eventuales tropiezos.
El premio está al final del camino y no en su trayecto.
En
la política, es altamente probable que los que inician el sendero no puedan
finalmente disfrutar de esas victorias y sean entonces otros actores los que
oportunamente aprovechen su verdadero impacto positivo.
Los
mayores triunfos llevan tiempo, los que realmente valen la pena involucran
largos procesos, a veces imperceptibles, que dan pasos uno a uno, esos que un
día se convierten en la meta tan anhelada.
La
sociedad sabe que existen cuestiones que ya no dan para más, que se necesitan
reformas profundas, en serio y con mayúsculas. También es consciente de que
cada una de esas determinaciones, implica asumir ciertos costos económicos,
sociales y también políticos en el corto plazo.
Las
opciones son muy simples, pero las mismas conllevan decisiones siempre
incómodas. Se puede alargar la agonía, dejar todo como está y solo soportar
estoicamente las consecuencias de no hacer absolutamente nada. Pero también se
puede elegir el camino de enfrentar los problemas y prepararse para pagar los
platos rotos por no haberlo hecho a tiempo.
Son
los ciudadanos los que deben tomar esa difícil determinación e impulsar a los
dirigentes para que hagan lo imprescindible, siempre asumiendo que también les
queda la otra alternativa, la de no hacer lo correcto.
Lo
que no parece razonable es quejarse del presente y no estar dispuesto a hacer
lo apropiado. Esa hipócrita contradicción tiene nombre y apellido. Es que cada
uno de los votantes, con su lógica algo cínica, avala el presente en su
totalidad. Está en sus manos cambiarlo todo pero es evidente que les resulta
más fácil hacer de cuenta que nada ocurre y dejar todo como está.
Del
otro lado del mostrador están los políticos, esos que se postulan a ciertos
cargos para transformar la realidad, según recitan hasta el cansancio. El
problema empieza cuando llegan a sus lugares soñados y explícitamente optan por
no tocar casi nada y seguir en la inercia suicida.
Los
dirigentes, pero también sus electores, saben que si no se opera con convicción
sobre cada uno de los asuntos, estos solo se agravarán y se multiplicarán sus
nocivas secuelas. Apuestan a que sus sucesores pagarán la fiesta, por eso se hacen
los distraídos y se preparan entonces para disfrutar esta etapa sin pensar
demasiado en lo que viene
Pero
es allí donde los líderes tienen que cumplir su rol de conductores y
orientadores, para seducir a los ciudadanos, convocándolos a una épica que los
lleve a apoyar esos cambios tan obvios que emergen sin disimulo.
Los
políticos tienen una inexcusable responsabilidad, pero ellos prefieren la
comodidad del poder y por eso no asumen riesgos adicionales. Hacer
transformaciones siempre significa enfrentar peligros. Es saludable recordar
que nada bueno se consigue sin superar escollos y que no existen las alfombras
rojas para obtener metas realmente trascendentes.
A
estas alturas ya es inocultable que la sociedad quiere continuar con la
corrupción vigente, con un sistema educativo ineficaz, con millones de
empleados estatales que no trabajan y ganan un salario solo a cambio de casi
nada, por solo citar algunos de los ejemplos más habituales.
Mucha
gente convive con esa dualidad del discurso ambiguo. Sostienen que éste
presente es inaceptable, pero cuando surgen posibles soluciones para superar
esos flagelos, esos mismos ciudadanos retroceden sobre sus pasos.
Nadie
quiere empleados estatales holgazanes, de esos que pululan en las oficinas
públicas, pero se rechaza cualquier propuesta que plantee que los que sobran se
busquen un trabajo digno, en el que se ganen su sustento ofreciéndole a la
sociedad algo que realmente sea valioso para muchos.
El
resultado final está a la vista. Todo sigue igual. La gente se queja, pero no
se anima a hacer lo necesario. Es un círculo vicioso, pero no es neutro. La
ilusión de que todo quedará en el mismo lugar es absolutamente falaz. Esa
decisión tiene consecuencias, a veces inapreciables, de esas que luego aparecen
con total brutalidad y se cobran con creces esa actitud displicente.
La
sociedad debe recapacitar y pronto. Los dirigentes políticos actuales no
disponen del espíritu para liderar los procesos de cambio imprescindibles. En
todo caso son solo obedientes personajes de una casta que está programada solo
para hacer lo que la gente les ordene explícitamente.
Se
necesitan, de una vez por todas, líderes dispuestos a enfrentar los problemas y
no a esquivarlos eternamente. Las grandes metas requieren de valentía. En
definitiva, se necesita más osadía para lograr la prosperidad.
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