"Fidel Castro, que desde sus tiempos de pandillero contó con una pequeña corte de incondicionales, paradogicamente nunca disfruto de la confianza popular para ganar una de las varias posiciones electas a las que aspiró..."
Ni el cronista más avezado hubiera
podido imaginar que el fatídico golpe militar del 10 de marzo de 1952,
desencadenaría en Cuba una serie de acontecimientos que derivarían en un
proceso insurreccional que culminaría con el establecimiento en la isla de un
régimen opresor sin precedentes en el hemisferio. Una dictadura totalitaria de
sesenta años que acomodó al país en el foco de la Guerra Fría.
Ese desventurado 10 de
marzo gestó el 26 de julio de 1953, inicio de la tragedia de la nación cubana.
Justipreciando el ataque y la personalidad del individuo que lo gestó y
condujo, se puede concluir que fue una jugada arriesgada de todo o nada, un
peldaño fundamental en una escalada personal en procura de una imagen de héroe
justiciero que todo lo podía y a todo vencía y a quien la derrota, en caso de
que fuera el resultado, serviría de bastón para otra trepada.
El cinismo y la maldad de Fidel
Castro no conocían límites. Calculó los riegos personales en el ataque al
Cuartel Moncada, y apreció que tenía muchas oportunidades para salir ileso,
estaba consciente que su fogueo entre las pandillas universitaria le aportaban
la experiencia necesaria para sobrevivir.
Ante la derrota buscó amparo. El
obispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serante, después el teniente del
ejército, Pedro M. Sarriá Tartabull, le protegieron. Aprovechó al máximo el
proceso judicial al que fue sometido. Su discurso de
héroe encarcelado pero no vencido lo igualó de un golpe con los
líderes políticos más destacados de la nación, la cárcel y los muertos que
causó, fueron el trampolín a la fama.
Fidel Castro, que desde sus
tiempos de pandillero contó con una pequeña corte de incondicionales,
paradójicamente nunca disfrutó de la confianza popular para ganar una de las
varias posiciones electas a las que siempre aspiró, entre ellas, la presidencia
de la Federación Estudiantil Universitaria, la Facultad de Leyes y Representante
a la Cámara.
Castro, que indiscutiblemente
tenía una gran capacidad de sobrevivencia a la vez que era muy sensible para
saber dónde radicaba el poder, pericias que demostró al salir ileso de las
traiciones que le infligió a grupos del sangriento pandillerismo universitario
como el MSR y la UIR y el mismo ataque al Moncada, evidentemente
concluyó que un ropaje de héroe le allanaría el camino para
capitalizar a su favor el descontento nacional por el cuartelazo del general
Fulgencio Batista y la frustración de un sector político y social insatisfecho
por el fracaso de la Revolución de 1933.
Su estrategia de combatir el
gobierno de Fulgencio Batista con la fuerza no contó con el apoyo de la mayoría
de los políticos tradicionales, muchos de los cuales se habían hecho conocer en
la lucha armada contra la dictadura del general Gerardo Machado. Castro asumió
que para irrumpir en la política nacional era fundamental un acto de grandes
proporciones que lo proyectara a todo el país, obviamente estaba convencido que
era más fácil luchar con las armas que participar en una contienda electoral en
la que el perdedor desaparecía sin gloria y el ganador, tenía que someterse
periódicamente a la voluntad popular.
La realidad fue que la aplastante
derrota y la prisión de los atacantes, fueron el punto de partida sobre los
cuales concurrieron una serie de elementos que condujeron al poder a los
insurrectos y a Castro disponer de un respaldo nacional sin precedentes con
influencia casi de carácter religioso.
En la isla se ha establecido una nomenclatura que ha
disfrutado sin interrupción del poder absoluto, que ha degradado tanto a la
nación que el propio Raúl Castro, dijo: “Hemos percibido con
dolor, a lo largo de los más de 20 años de período especial, el acrecentado
deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la
vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas de los
demás”.
El totalitarismo es el principal responsable de la casi
generalizada corrosión moral de la nación, en consecuencia no se puede confiar
que un proceso de Sucesión comandado por el dictador designado pueda
conducir al país a la libertad y la democracia.
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