"Las naciones sanas, aquellas cuyas democracias ayudan a encarar problemas de un modo civilizado..."
Alberto
Medina Méndez.
A muy pocos meses de iniciarse una maratón de comicios
en municipios y provincias, que culminará con la elección presidencial, buena
parte del país vibra al ritmo de la política, ya no por un genuino interés
cívico sino porque es vital superar esta incómoda coyuntura.
Desde hace décadas que la tradición política
doméstica afirma que en los años pares los dirigentes se dedican,
fundamentalmente, a gestionar y en los impares se ocupan, esencialmente, de
dar las batallas electorales.
Claro que es una simplificación, tal vez algo
exagerada, pero sustentada en aquello de que es incorrecto concentrase en
candidaturas cuando la sociedad está reclamando acciones específicas y
soluciones visibles.
El proclamado federalismo, aun vigente en ciertas
normas, permite que los distritos puedan establecer independientemente sus
pautas, por lo que casi todas las provincias están habilitadas a fijar sus
propios turnos electorales.
Algunas inclusive no solo tienen la potestad de
desdoblar sus eventuales fechas respecto de la elección nacional, sino que
están obligadas, constitucionalmente, a hacerlo así, para evitar confundir a
los votantes.
En un país maduro, en general, en el mundo
desarrollado, una elección es un hito casi administrativo, un hecho meramente
institucional, aunque trascendente, pero jamás determinante para el porvenir
de los ciudadanos.
Las naciones sanas, aquellas cuyas democracias
ayudan a encarar problemas de un modo civilizado con el fin de lograr una
vida en comunidad armoniosa, viven los comicios con naturalidad y sin tantas
tensiones.
En ciertos lugares, la inmensa mayoría de quienes
allí residen, ni siquiera toman nota de esa circunstancia, ya que la
participación republicana tiene múltiples etapas y no solo consiste en ir a
depositar el sufragio en las urnas.
Uno de los tantos síntomas de subdesarrollo que
describen con crueldad y precisión lo que pasa en estas latitudes, es
justamente esta sensación de estar totalmente pendientes de lo que pueda
suceder en las elecciones.
Esto tiene que ver, principalmente, con ese
desmesurado péndulo que algunos analistas utilizan para ilustrar el
funcionamiento del débil entramado político que rige en este país desde hace
muchos años.
Las oscilaciones que tanto horrorizan a los
observadores no son necesariamente ideológicas, ni de principios o
estrategias, sino en todo caso de formas, de un estilo para hacer las cosas,
ya que finalmente parece que todos han decidido mantener indemnes los pilares
de este ineficaz sistema.
Existen ciertos rasgos fundacionales en la clase
política local. El que triunfa en una elección imagina que debe empezar todo
de nuevo, que lo anterior debe ser enterrado y que la nación da a luz con su
llegada al poder.
Esa peculiar dinámica muestra que los ganadores
siempre se ven a sí mismos como iluminados y suponen que su fabulosa impronta
establecerá un antes y un después en la historia. Una enorme vanidad y una
soberbia sin límites, sobrevuela en sus entornos que comparten idéntica
visión.
Esta vez la realidad pone condimentos especiales
y casi dramáticos. Un año par signado por una crisis económica, y hasta
política, de gran escala incrementa las preocupaciones y sesga todo el debate
que se viene.
Recesión, inflación, endeudamiento y alta presión
tributaria ya son parte del paisaje, ese que se complementa con corrupción,
desilusión y un manto de escepticismo crónico difícil de ser dominado en el
cortísimo plazo.
En ese escenario, marcado por una larga nómina de
asuntos complejos por resolver y de desafíos inmediatos a abordar, los
argentinos ingresan pronto a un año eminentemente electoral, donde todo
girará alrededor de esos comicios que serán un nuevo comienzo para las
expectativas de casi todos.
La gente precisa salir de este intrincado
laberinto de la forma más ordenada y con el menor impacto negativo posible.
Todos saben que esa no será una tarea sencilla, pero tampoco existen
variantes inteligentes para evitarlo.
Los atajos institucionales no han sido el camino
óptimo. Los experimentos de ese tipo, en el pasado reciente, no fueron
exitosos y entonces va siendo tiempo de armarse de paciencia y soportar con
calma las turbulencias.
Se define demasiado en el año electoral que se
aproxima. A diferencia de lo que muchos sostienen, no solo habrá chance de
seleccionar a los hombres y mujeres que ocuparán ciertas funciones, sino
también de definir rumbos.
Las sociedades a veces aprenden las lecciones
para luego progresar, mientras en otras tantas ocasiones solo repiten sus
cíclicos errores hasta el cansancio sin poder salir nunca de su patética
encrucijada.
Los mas insensatos prefieren creer que solo es
una especie de maleficio, como si las decisiones propias no tuvieran
consecuencias. Es una manera piadosa de no asumir que rol se ha tenido en
todo lo ocurrido hasta aquí.
El dilema que se presenta ahora ya no es entre un
candidato y su oponente. Tampoco es entre buenos y malos, como si se tratara
de una caricatura infantil. Seria burdo y hasta imprudente dejarse llevar por
ese planteo.
Poco importa todo lo transcurrido si no se ha
logrado aprender como para no persistir en los desaciertos. Llorar sobre la
leche derramada no parece lo más sensato. Por eso es imperioso mirar hacia el
futuro y tomar determinaciones que contribuyan a superar definitivamente el
pasado.
Lo que se debe discutir en estas instancias
cruciales es el camino por recorrer de aquí en más. Eso implica lograr en
conjunto todos los consensos básicos en temas centrales y empezar a transitar
con generosa paciencia y robusta convicción, ese trabajoso sendero hacia un
porvenir mejor.
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