Por
Luis Marín.
“Si
le parece que el año pasado fue malo, espere para que vea el próximo”, es una
frase muy repetida en Venezuela y no en tono de broma. Absolutamente todos los
pronósticos coinciden en señalar que el 2016 será el peor año de la revolución
y eso es mucho decir.
Con
los índices de inflación, escasez, desempleo, criminalidad, corrupción e
impunidad más altos del planeta, combinados con el más bajo nivel de los
precios del petróleo, crecimiento económico, transparencia en la gestión
pública, respeto a mínimas reglas de juego y una disparidad cambiaria
desquiciante, parece que el mayor pesimismo es poco.
Calcular
el precio de cualquier bien o servicio en tanques de gasolina ilustraría la
bizarra situación del país. Por ejemplo, si el vehículo es pequeño el tanque se
llena con dos bolívares, luego, vea cuánto cuesta un cafecito: cien tanques de
gasolina, esto es, la gasolina que consumiría en dos años en un cafecito. ¿Qué
economía puede funcionar así, si es que todavía merece llamarse “economía”?
Venezuela
es el país con mayor inflación que convive paradójicamente con un riguroso control
de precios, por lo que cualquier producto oscila entre uno irrisorio a otro
escandaloso, lo que produce la desconcertante impresión de que en materia de
precios nada tiene sentido, todo resulta arbitrario.
A
esta pérdida de músculo económico y financiero, de fractura de la estructura
social y, lo que es peor, de adormecimiento del nervio moral de la sociedad,
hay que añadir la creciente incertidumbre política, todo lo cual prefigura lo
que a nuestros genios les gusta llamar “la tormenta perfecta”.
No
es momento de preguntar qué hemos hecho mal los venezolanos para llegar a una
situación inconcebible incluso para una mente muy maligna que se hubiera
esmerado en hacer lo peor que podía hacerse, porque es evidente que se pueden
hacer las cosas bien y que no obstante todo salga mal.
Hace
siglos que los británicos inventaron el mito de “la mano invisible” que hace
que cada individuo actuando en su propio provecho y sin ponerse de acuerdo con
los demás, termine haciendo aquello que favorece óptimamente a cada uno.
Pero
eso será en Escocia; en Venezuela, en cambio, no podía inventarse sino el mito
de “la mano pelúa”, que se encarga de enredarlo todo para que esta constelación
de individualidades (que no sociedad) haga aquello que le viene en gana con la
única certeza de que al final todos resultaremos idénticamente perjudicados e
insatisfechos.
No
digamos que nadie hace nada por complacer a otro, lo que sería comprensible,
sino que no hace nada por complacerse a sí mismo si sabe que con ello alguien
podría verse favorecido, en cuyo caso, prefiere sacrificar su propio interés
con tal de que los demás también se jodan, una actitud que se creía exclusiva
del Medio Oriente.
Carlos
Andrés Pérez podría ser recordado por una sola palabra para definir la conducta
de las élites venezolanas de fin del siglo XX y principio del XXI:
“Autosuicidio”. Lo que no tiene nada de raro y parece que también lo heredamos
de España.
Decía
Ortega y Gasset que el pueblo español odia por encima de todo al hombre
excelente, quizás por eso tantos terminaron en el extrañamiento. El
famoso divulgador filosófico Fernando Sabater dice que cuando recibe algún
reconocimiento entra en pánico, por lo que para conjurar el odio de sus
compatriotas añade: “¡Pero tengo unos cólicos horribles, que me están matando!”
Quizás
este afán de medianía explique el fracaso del liberalismo y el éxito clamoroso
del socialismo en España como en Venezuela y no poco de los laberintos
respectivos.
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