(Tomado de Huellas de Gloria, Frases Históricas Cubanas,
Emeterio S. Santovenia, Editorial Trópico, La Habana, 1928)
Por Rene Leon Historiador y Poeta
Comprendió Narciso López, apenas organizadas
las operaciones que siguieron a su desembarco en las Playitas del Morrillo, el
12 de agosto de 1851, que el país no lo secundaba. En Vuelta Abajo, de igual
modo que en Puerto Príncipe y en Trinidad, el pueblo no había penetrado en el
sentido de la revolución, ni se había detenido, consiguientemente, a analizar
la pureza de los medios empleados ni el alcance de sus consecuencias. No
faltaban defensores del ideal cubano, prontos a la inmolación. Pero no se
experimentaban los efectos de la acción intensa de un partido o la
extraordinaria de un apóstol. Los conspiradores de la víspera abandonaron al
invasor. Los españoles, en diversas columnas, echaron numerosas fuerzas sobre
él, que se alejó de Las Pozas, se internó en el bosque, peleó en el asiento de
El Cuzco, vivaqueó en Peña Blanca, repelió fiera acometida en el cafetal de
Arrasti y sostuvo en el de Frías combate contra otro general, Manuel de Enna,
quien, mortalmente herido, no tardo en sucumbir. La desgracia lo condujo a
saber cómo sus soldados, hechos prisioneros en Bahía Honda, en Candelaria, en
San Cristóbal, en plena selva, eran fusilados sin forma alguna de proceso.
Realizó un postrer esfuerzo en Manitorena al enfrentarse a las tropas mandada
por Elizalde. Disperso el contingente insurrecto, vagando a la ventura, ya por
el demolido ingenio Aguacate, ya por las serranías de Arroyo grande, en la
vertiente meridional de la cordillera de los Órganos, por cumbres casi
inaccesibles, bajo los rigores de un cruel temporal de agua, fue López a caer
en manos de un traidor, protegido suyo de otros días, José Antonio Castañeda,
quien lo entregó, en Pinos el Rangel, el 29 de agosto de 1851, a sus enemigos.
La campaña de Vuelta Abajo, no menos
desastrosa que breve, sirvió a los adversarios de la independencia de Cuba para
asestar el golpe de gracia a los esfuerzos redentores realizados por López.
Apenas enterados de su proximidad a playas cubanas, se excedieron en
diligencias para recibirlo con hostilidad. A despecho de sus afanes, de la
actividad de sus tropas y del denuedo Morrillo,
hasta el trance de Pinos del Rangel, el infortunio se obstinó en perseguir a
los expedicionarios del Pampero.
La
furia de los intransigentes se desató sobre Narciso López tan luego como se consumó
el desastre de Pinos del Rangel. Una vez aprehendido, lo trasladaron de San
Cristóbal a Mariel, pasando por Guanajay, donde un español noble, Manuel
Bustamante, tuvo abiertos sus brazos para el caído. De Mariel a La Habana lo
condujeron en el bajel Pizarro. A las ocho
de la noche del 31 de agosto llegó López a la capital de la Isla. Todo, a
partir de ese momento, fue tormentosamente acelerado. En las horas
transcurridas de las once de aquella noche a las siete de la mañana del 1ro de
septiembre de 1851, entró en capilla, dictó sus disposiciones de última
voluntad y subió las gradas del patíbulo, levantado en el campo de La Punta. .
Al borde ya de lo desconocido, brotaron de sus labios estas palabras
proféticas:
Mi muerte no
cambiará los destinos de Cuba.
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