Por Alberto Medina Méndez
Existen muchos temas políticamente incorrectos que
jamás se abordan. Indudable-mente, uno de los más poster-gados por los
dirigentes y la sociedad es el de la imprescin-dible reforma a la legislación
laboral vigente.
Los políticos recitan
grandilocuentes discursos hablando de la importancia de generar empleo
genuino, incrementos reales en los niveles de ingreso actuales de los
trabajadores y mejores oportunidades para todos. La sociedad en su conjunto lo
reclama esperando que los gobiernos y las empresas implementen decisiones
inteligentes para lograr esos objetivos.
La comunidad siempre busca
culpables pero inexorablemente selecciona solo argumentos tan simples como
incompletos, tan lineales como falaces. Algunos creen que el problema de
fondo pasa por la incapacidad de los dirigentes políticos y su inoperancia
serial, mientras otros prefieren apuntarle a la avaricia, insensibilidad e
inmoralidad del empresariado.
Esa demanda social es una
realidad pero los resultados hasta la fecha son paupérrimos. Tal vez sea este
el momento de repensar la cuestión y hurgar en nuevas visiones más
comprometidas que expliquen este fenómeno, para dedicar luego todos los
esfuerzos a la búsqueda de las verdades soluciones.
Si en estas latitudes no se
genera más empleo, ni se dispone de una mejor retribución al trabajo es
justamente por como razona la sociedad toda y, por ende, por como responde la
política a esos planteos.
La legislación laboral
reinante explica buena parte de la problemática. Las regulaciones en el
ámbito del trabajo han construido un absoluto engendro casi indestructible.
Su fortaleza reside en las creencias de la gente que prefiere desvincular lo
que ocurre a diario con su visión del tema, solo porque se ha convencido de
que ciertas premisas son indiscutibles.
Los empresarios que emprenden
la audaz aventura de crear empleo registrado saben de las elevadas
erogaciones de esa determinación. El costo laboral no es solo el dinero que
el trabajador se lleva al bolsillo, sino la sumatoria de cargas y
contribuciones laterales que casi duplican esa cifra original haciendo
inviable el sistema y desestimulando estas decisiones.
Esa presunción de que los
salarios mínimos aumentan la calidad de vida ha hecho mucho daño. Si la
sociedad quiere mejorar su estándar de vida, precisa ser más eficiente, más
productiva y acumular suficiente capital como para que empiece a operar un
círculo virtuoso hasta hoy inexistente.
Suponer que se puede aumentar
el salario con una normativa estatal denota una gran ignorancia. Si eso fuera
cierto el gobierno podría fijar el salario en cualquier nivel y todos serían
millonarios. No lo puede hacer porque sabe de las consecuencias nefastas de
promover esas medidas que solo desestimulan la inversión y por lo tanto las
posibilidades de empleo.
La legislación laboral se ha convertido en
una trampa letal que dio paso a una creciente "industria del
juicio". En ese juego solo se benefician los intermediarios que
parasitan en el sistema. Esta intrincada maraña normativa solo logró mayor
conflictividad reduciendo la creación de empleo.
Demasiada gente adhiere a
esa mirada centrada en las épicas conquistas de los trabajadores. Esas
supuestas ventajas las disfrutan solo unos pocos, dando nacimiento a una
indeseada diferenciación entre asalariados de primera y de segunda, violando
el esencial principio de igualdad ante la ley.
La historia se repite hasta el
cansancio. Los beneficios reales no se consiguen por decreto, sino por un
sistema articulado que permita tener sustentabilidad en el tiempo, sin forzar
nada, que derive naturalmente hacia un sistema de estímulos correctamente
alineado que invite a crear trabajo.
El rol de los sindicatos en este
desmadre ha sido despiadado. Han construido y fortalecido sus propios
negocios, saqueando a los trabajadores, al quedarse compulsivamente con una
parte de su remuneración. Sus aportes positivos han sido exiguos y su
credibilidad sigue cuestionada.
Si se quiere más y mejores empleos, si se pretende tener salarios más
elevados, primero se debe comprender el funcionamiento de la economía para
entender luego que a mayor regulación peores resultados.
El mundo no funciona
imponiendo conductas por ley. Si la felicidad se pudiera lograr por decreto
ya existiría una norma así y el planeta gozaría de ese gran logro. No hay
magia en esto. Cualquier objetivo en la vida se consigue solo con esfuerzo,
perseverancia y convicción. Esta idea que sostiene que solo hay que
hacer buenas leyes ya ha fracasado en todas partes y abundan evidencias
empíricas de ese grosero error conceptual.
Si el país no revisa su sistema
laboral integralmente flexibilizando al máximo sus reglas, jamás existirá
empleo genuino abundante. En un ámbito de desocupación crónica los salarios
reales de la gente nunca mejorarán sustancialmente y nada bueno sucederá
entonces.
La política tiene el enorme
desafío de instalar este debate sin temores. No hacerlo es una actitud cruel
y cobarde. Sin estas reformas profundas nadie invertirá sus dineros en proyectos
productivos. Si el capital no tiene incentivos específicos para apostar,
nunca se dispondrá de empleo suficiente, su calidad decaerá y los mejores
buscarán nuevos horizontes.
Es tiempo de dejar de lado la
ingenua visión de que todo se logra con leyes que obliguen a los demás a
hacer lo que no quieren. Cuando los emprendedores se sientan seguros, en un
ambiente amigable con los negocios, este país tendrá una chance concreta de
mirar al futuro con optimismo. Si la sociedad sigue razonando como hasta ahora,
el régimen laboral no se modificará y seguirá siendo un obstáculo para el
progreso.
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